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Urgencias de lectura

El consultor comunicacional, especializado en marketing, de quien dirige –sin escatimarle desdichas- los destinos de esta ciudad alabó públicamente a Hitler por “espectacular” y a Stalin por “fino”. Y porque “en su biblioteca, la mayor parte de los libros son de poesía.”

 

Por Perla Sneh*

(para La Tecl@ Eñe)

I.

 

Pero justamente un poema no dice. Hace. Y un pensamiento interviene.

Henri Meschonnic

 

 

Partamos de la noticia: El consultor comunicacional, especializado en marketing, de quien dirige –sin escatimarle desdichas- los destinos de esta ciudad alabó públicamente a Hitler por “espectacular” y a Stalin por “fino”. Y porque “en su biblioteca, la mayor parte de los libros son de poesía.”

 

El mar de críticas –más que pertinentes, aunque, vamos, ¿de qué se asombran?- no se demoró. Quizás la más certera es la que tilda al mentado especialista de “imbécil” e “ignorante”. Nada que objetar, pero no nos confundamos; la contundente sencillez de los epítetos puede hacernos olvidar que se trata de alguien que –aún si se retracta, penitente- no deja de incidir en las políticas de quien tiene el poder de, por dar un ejemplo a la mano, suprimir la historia de la currícula estudiantil, el mismo que rasga sus vestiduras en el Museo del Holocausto mientras mantiene cerca a oscuros personajes enredados en la investigación del atentado a la AMIA. Y así seguirá siendo aunque el aconsejado “tome distancia” y alegue compromisos variopintos con “la lucha por la defensa de las libertades”. 

 

 

 

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A todos aquellos que deseen reproducir las notas de La Tecl@ Eñe: No nos oponemos, creemos en la comunicación horizontal; sólo pedimos que citen la fuente. Gracias y saludos. 

Conrado Yasenza - Editor/Director La Tecl@ Eñe

 

 

Crecí en un clima de palabras en el que, al decir de Begin (Albert, no Menajem, aunque supongo que no hubiera disentido), siempre se ha sabido que no se puede leer al margen de un drama histórico que cada día vuelve a cuestionar la idea misma de una existencia. Mastronardi, brisa cálida en ese clima,  dice algo parecido pero distinto: los judíos sienten la vieja alarma y se mantienen insomnes. Puede, entonces, que atender a esa insistencia desoída sea la forma argentina de un viejo insomnio que no deja de desvelarnos en la lengua que hablamos. Y consigno aquí la inquietud que late en esa primera persona del plural.

 

En un país donde, en sus años más negros, muchos de sus habitantes se dedicaban a esconder bibliotecas que otros muchos habitantes buscaban quemar -si no con el celo de los brenkommando hitlerianos, al menos con autóctona ausencia de pasión- conviene nombrar ese insomnio como lectura, que de eso se trata.

 

Sin embargo, en tiempos en que se imprime a la medida de las ferias y se lee al son de los suplementos dominicales, cuando el facilismo interpretativo se alimenta de todas las pantallas –a veces, hasta las mejores-, cuando la vulgaridad se disfraza de prudencia y censura el “hablar difícil” (como si hablar pudiera ser  “fácil”), cuando se reclaman oratorias a tono con el “gran público” (“efecto social de todos los  academicismos”, dice Henri Meschonnic), tampoco es sencillo insistir con la lectura, práctica tan íntima como comunitaria, execrada o celebrada, pero siempre sospechada de andar cazando mariposas cuando la única verdad quema como las papas.

 

II.

 

Un ritmo, una voz que empieza a esperarlo todo del desorden de la palabra…

Néstor Sánchez

 

La lectura es un problema nacional. Me parece que eso dice Martínez Estrada cuando dice que Sarmiento es un problema nacional. Y agrega que la lectura, como problema, se elucida en combate, es decir, en la escritura (escribir es un modo de combatir y hay que escribir bien como hay que pelear bien). En esto Martínez Estrada se nos revela inesperado poeta ruso, como Maldelstamn (en el poema es siempre la guerra) o francés, como Henri Meschonnic (en el lenguaje es siempre la guerra).

 

 

Hay mucho más en juego que la censura pública del especialista y sus asesorados. Una clave de esto es la desoída palabra biblioteca. Porque el valor desleído que el mentado asesor otorga al término no debe hacernos perder de vista una insistencia que ahí retorna, siempre urgente: el lazo entre política y potencia crítica del lenguaje. No se trata, entonces, de responderle (a los que no saben leer no se les replica, dice un amigo citando a un poeta), sino de un hecho inquietante en el que nadie parece reparar: esa biblioteca olvidada en las críticas cobra significación menos por las palabras de cualquier “ignorante” que por las de Ossip Mandelstam, poeta fagocitado por el Gulag: En ningún lado aprecian la poesía tanto como en Rusia. Matan por ella.

 

 

Ese miedo –Freud le da su nombre más cierto: angustia - será el articulador  de la lectura que requieren las terribles sombras que retornan y asedian como cifra de lo que encarna como lecturas en ésta, nuestra lengua, nuestro problema. Si en este problema la angustia es brújula, no lo es como refinado decorado existencial ni como mórbido acoso del afecto al intelecto, sino como la oscura pero innegable certeza de vernos implicados aún si no sabemos decir en qué. Y si la angustia es política que conviene a nuestras lecturas, es porque hay textos que no acallan sus combates. Puede que se trate de esa batalla celestial de la que habla Marechal, nombre no azaroso aquí, es decir, en una escena de la historia como la nuestra, que carga con el teatro de operaciones que nos legó nuestra más autóctona crueldad: en las letrinas de algún chupadero, colgaban las hojas de Adán Buenosayres como único recurso de higiene.

 

La conjunción de los textos con la destrucción de los cuerpos no supone, entonces, meros desagravios o penitencias públicas, sino volver a la lectura como forma de lucha política, para volver a hablar, de nuevo, de las oscuras –y no tanto- formas de aquello que, por falta de recursos, llamamos el mal, con o sin mayúsculas. 

 

Hablar de lecturas, es hablar de un combate; arduo y trabajoso, porque siempre hay un punto donde hay que repetirlo todo de nuevo, empezar desde cero, confrontar los lugares comunes. Y para leer hay que situarse. En esa urgencia de lectura, nos situamos en la lentitud: 

 

Filólogo –escribe Nietszche en el prólogo de 1886 a Aurora–- quiere decir maestro de la lectura lenta, y el que lo es acaba por escribir también lentamente. No sólo el hábito, sino también el gusto --un gusto malicioso, acaso-- me llevan ahora por ese camino. No escribir más que aquello que pueda desesperar a los hombres apresurados. La filología es un arte venerable, que pide ante todo a sus admiradores que se mantengan retirados; tomarse tiempo, volverse silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, un oficio de orífice de la palabra, un arte que pide trabajo sutil y delicado, y en que nada se consigue sin aplicarse con lentitud.

 

En esa lentitud, un lector (contrafigura del trepador, dice Viñas, el que no logra “hacer la América”), puede encontrarse con otro, compartir una felicidad quizás secreta, pero no para formar algún partido de lectores o el club de las iluminados, sino para perderse hasta que alguna otra lectura los reúna. Porque no pocas veces los lectores se encuentran en su soledad; entonces se reconocen y se sientan cerca, pero ese reconocimiento no se mide en el vaivén de las taquillas dominicales ni en el abismal anonimato de los “foros”, apenas en una afinidad quizás no del todo electiva pero tampoco impuesta, vislumbrada en la alegría del relámpago que ilumina el párrafo en común. Un poco a contramano, un poco fuera de lugar cada lector en su  soledad, en su anacronismo, pero no sin los otros: posición singular y vacilante de la lectura como fuerza política.

Lectura sin pertenencias: solitaria fuerza, poco apta para pancartas, hecha de voces incomprensibles para los gurúes de la comunicación, voces bajas de una lectura que vacila ante los micrófonos, que desbarata los consensos.  Fuerza que nos reclama pensar qué decimos cuando decimos “nosotros”: Habría que hablar de Jauretche, pero vamos a hablar de Borges, dice Piglia con serenidad y una pizca de ironía.

 

Hablamos de lectura, entonces, como búsqueda de nuevos modos de decir una historia perdida en la historia, una memoria desdeñada en la memoria, el breve párrafo que trastoque la sentencia inapelable de un adjetivo feroz, la contundencia de un verbo asesino. Leer -pequeño homenaje a Camus- como modo de extranjería, como modo de otorgar a la angustia el valor de un pensamiento.

 

Hablamos de echar a rodar palabras en irremediable soledad en medio de una lengua en estado de vértigo, lectura como recalcitrante demora que no se rinde a las urgencias de la especialización ni a la idolatría de la comunicación. Leer –dice Zelarrayaán, también poeta- para buscar nuestras palabras; leer para respirar mejor, aun los que fumamos. Leer en benjaminiano desorden para reconstruir nuestra lengua lastimada es hacer de la lectura una turbulenta política de la memoria.

 

Viktor Klemperer cuenta que gustaba leer confiando en los vientos y sin una verdadera dirección. Pero sin dirección no es sin esperanza (que no es lo mismo que ilusión). Esperanza: algo de un pesimismo abierto a la historia, desesperada esperanza de una lectura sin rumbo pero no sin el módico anhelo de –dice Perlongher, otro poeta- mantener la lucidez en medio de un torbellino y navegar sobre aguas erizadas.

 

Agrego, para quienes dudan de la urgencia de la lectura:  

 

El año es 1922. El lugar, una estación de ferrocarril soviética. Marina Tzvetáieva espera un tren que la llevará al exilio. Un hombre del régimen se le acerca. La conoce, ha cantado sus canciones, ha leído sus versos. Le dice en voz baja: Habrá un chekista en su vagón. Cuide su lengua(1)

 

Sea este texto un pequeño homenaje a quien se prefirió lector a delator. Pero también, un llamado a ser cuidadosos. Hay palabras que pueden  mandarnos a la hoguera.

 

Existir es leer, dice un gran lector argentino. La lectura, entonces, como sitio del poema, la lengua, la ética, la política. Es decir, la vida. Y vivir, lo dice Mastronardi y yo le creo, es un vocablo que nunca se usa en sentido figurado.

 

 


 

(1) Hugo Savino, Salto de mata, Letranómada, 2011. Que esta cita venga a incluirse justo acá es azaroso, bien podría figurar en muchos otros lugares de esta breve meditación. Donde seguro no falta es en mi profunda gratitud de lectora para con el autor. 

 

 

*Psicoanalista, escritora. Doctora en Ciencias Sociales (UBA); Investigadora del CEG (UNTREF)

 

 

 

 

 

 

Martínez Estrada, Meschonnic, Mastronardi, Maldestam: afinidad extemporánea de lecturas –jugadas menos en sus intenciones que en su intensidad- que las cartografías académicas separan.  En esa afinidad, hay textos  que no pueden leerse sin miedo;  no salimos de ellos igual que cuando entramos. Y aunque Martínez Estrada aluda al Facundo o al Martín Fierro, no por eso se trata menos de toda lectura que pueda llamarse tal, es decir, toda confrontación con algo que, al tocar nuestra existencia, la transforma.  

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