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Videla, la Iglesia y la Teología de la Muerte

El 17 de Mayo último  murió el genocida Videla, verdadero caballero de la muerte, suscitando el repudio generalizado, incluso de quienes en otros momentos lo llamaban “presidente”. Pero hay un actor muy importante de nuestra sociedad que observó un silencio sepulcral: La jerarquía de la Iglesia Católica, tanto la que constituye la Conferencia Episcopal Argentina, como Francisco I, el flamante papa.











Por Rubén Dri*
(para La Tecl@ Eñe)

El 17 del presente mes murió el genocida Videla, verdadero caballero de la muerte, suscitando el repudio generalizado, incluso de quienes en otros momentos lo llamaban “presidente”. La mayoría, sin embargo, expresó su repudio con el sentimiento de horror que siempre le ha producido la figura de un hombre cuya novia nunca dejó de ser la muerte.


Pero hay un actor muy importante de nuestra sociedad que observó un silencio sepulcral, la jerarquía de la Iglesia Católica, tanto la que constituye la Conferencia Episcopal Argentina, como Francisco I, el flamante papa, oriundo de estas tierras. En realidad eso no puede extrañar, si se tiene en cuenta la cordial relación que Videla siempre tuvo con dicha jerarquía.


Efectivamente, en una de las charlas que mantuvo con un periodista español de Cambio 16, expresaba el genocida: “Mi relación con la Iglesia fue excelente, mantuvimos una relación muy cordial, sincera y abierta. Incluso teníamos a los capellanes castrenses asistiéndonos y nunca se rompió esta relación de colaboración y amistad”. No era necesario que lo dijera, porque los hechos lo habían demostrado abundantemente.


Por otra parte, tanto en el documento secreto DS-77 del Comando del Ejército, de abril de 1977, firmado por Roberto Viola, como en el de mayo de 1979 (DS-79), firmado por Cristino Nicolaides, la Iglesia es ubicada entre las “fuerzas amigas” y se la considera “necesaria para la consecución de los “Objetivos básicos”. No son documentos propagandísticos. Son secretos, internos para las Fuerzas Armadas, lo cual les da la mayor credibilidad.


Ahora bien, ¿puede extrañar que la jerarquía eclesiástica se haya callado, que no tenga nada que decir, frente a la conmoción nacional que ha provocado la muerte de quien desplegó una potencia infernal de muerte, sembrando llanto y dolor en millares de hogares argentinos, al servicio del proyecto de muerte que lideraba Alfredo Martínez de Hoz?


¿Qué podía decir la Iglesia, es decir, su jerarquía?, porque no se puede meter a todos en la misma bolsa. Evidentemente no podía expresar dolor frente a la pérdida del “amigo”, pero tampoco podía expresar un repudio sin hacer una profunda autocrítica que será siempre hipócrita mientras no abra los archivos que, sin duda los tiene, sobre la desaparición de personas, sobre el robo de los bebés, de manera especial a través del Movimiento Familiar Cristiano, y excomulgue al genocida von Wernich.
  Jorge Rafael Videla ha quedado ya como la figura misma del mal, de lo tenebroso, de lo monstruoso. En una de las emisones de “Hora Clave” , del siempre golpista Mariano Grondona, creo que de la década del 80, el genocida fue presentado como el militar de comportamiento ético frente al  corrupto Massera.


La admiración que el periodista profesaba por el genocida estaba ocasionada por la intransigencia, la inalterabilidad, la insensibilidad del genocida ante la carnicería humana que había perpetrado. Es hora pues, que nos preguntemos ¿cómo fue posible que se construyese un sujeto tan tenebroso? ¿En quién se inspiró Videla? ¿Quién fue su maestro o su inspirador? ¿Cómo pudo transformarse en el caballero de la muerte?


Sin la Iglesia, es decir, sin determinados jerarcas de la Iglesia, ello no hubiese sido posible. Ya había sucedido esto en otras épocas de la historia de la humanidad. Efectivamente, San Bernardo, en el siglo XII, anima a los templarios que parten a la segunda cruzada contra el Islam, es decir, contra los enemigos de Cristo, diciéndoles que no deben temer usar la violencia “porque la muerte que se da o que se recibe por amor de Jesucristo, muy lejos de ser criminal, es digna de mucha gloria”; más aún, “el soldado de Jesucristo mata gustoso a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere, se hace bien a sí mismo; si mata, lo hace a Jesucristo”.


Sólo de esa manera, con un poderoso Ideal de muerte podían los cruzados ser efectivos en su cruzada de muerte. ¿Pudo Videla sin un ideal de muerte semejante al de los cruzados transformarse en el ejecutor del genocidio? No lo creemos. ¿Quién fue, pues, el maestro, el inspirador de semejante ideal? Adolfo Servando Tortolo es la respuesta.


“El cristiano toma en sus manos el don de la vida natural”, escribía en la revista Mikael,  “y la ofrece a Dios destruyéndose o inmolándose en reconocimiento de la infinita majestad de Dios y en prueba de su entrega definitiva al Ideal. Esto nos lleva a la ofrenda en aras de un Ideal cuya raíz es Dios; a servir a la Patria hasta morir por ella”.
Ya tenemos lo conceptos que fundamentarán la mística del soldado cristiano, capaz de morir y matar: la “infinita majestad de Dios”, Dios todopoderoso, el cual exige destrucción o inmolación. Dios es un Ideal que se alimenta  de la destrucción de la vida natural. De Dios deriva la Patria que viene a ser como una encarnación divina; en consecuencia, un Ideal que sólo vivirá de inmolación y destrucción.   


    “El amor a la Patria es sagrado” y “debe darse en grado eminente y heroico en quienes integran las Fuerzas Armadas de una Nación”. Anotemos bien “un amor eminente y heroico” a un Ideal que exige inmolación y destrucción, puede llevar “a la furia de la destrucción” según la expresión hegeliana referida a la guillotina robespierriana, “más allá del bien y del mal”.


Continúa el ilustre prelado: “La vocación militar está signada por  el riesgo permanente. Riesgo que la fortaleza espiritual dinamiza y nutre. En las Fuerzas Armadas debe darse una clara y decidida vocación a la muerte como ideal inherente a su más entrañable Ideal Militar, condición sine qua non para vivir el sentido heroico de la vida y para realizarse con el plasma que plasma héroes”.


La “Fortaleza espiritual”, es decir, la mística que proporciona la legitimación teológica que realiza el vicario, “nutre y dinamiza” el “riesgo permanente” de los militares, ese jugarse siempre al borde de la muerte que los caracteriza, porque al Ideal Militar le es inherente la vocación a la muerte. Allí está presente la Iglesia con su teología de la muerte para sostener espiritualmente a los caballeros de la muerte.

Pero el vicario castrense no cesa y continúa internándose en estas profundas sendas de la mística de la muerte: “El héroe está hecho de renuncias personales, de grandeza de alma, de fe integral, ajena a toda servidumbre espuria.  El héroe está situado inmediatamente después del santo – sin olvidar que todo santo es héroe, así sea héroe con el heroísmo de la humildad y del silencio”. El texto habla de por sí. El héroe, o sea, el militar, viene inmediatamente después del santo, o sea del sacerdote, sin olvidar que todo santo o sacerdote es héroe o militar; el santo y el héroe, la cruz y la espada, la Iglesia y el Estado. El sacerdote u hombre de Iglesia es un santo-héroe y el militar un héroe-santo, anverso y reverso de la misma realidad, con hegemonía del santo pero que sólo puede hacerla valer con la fuerza del héroe.

Luego viene la estremecedora conclusión: “No es necesaria la efusión de sangre para ser héroe. Basta vivir el terrible cotidiano, sin dejar de cultivar la perspectiva de una senda que exija la efusión de sangre”. Creo que no es necesario agregar nada más. Aquí está en toda su trágica dimensión lo substancial de una Teología de la Dominación, que se manifiesta crudamente como Teología de la Muerte, que sirvió para mantener el espíritu de los militares que sólo mediante un genocidio creían poder volver atrás la historia para revivir los supuestos idílicos tiempos de la perfecta unión entre la cruz y la espada.



 

*Filósofo y teólogo

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