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A todos aquellos que deseen reproducir las notas de La Tecl@ Eñe: No nos oponemos, creemos en la comunicación horizontal; sólo pedimos que citen la fuente. Gracias y saludos. 

Conrado Yasenza - Editor/Director La Tecl@ Eñe

Panamericana

La Panamericana es linda; sostiene nuestro viaje en un día de sol. Pero como todo viaje, nos propone la acechanza de toda clase de tragedias visuales. La proliferación de la publicidad política se presenta como una conversación entre espectro: A ello queda reducida la política. Las tecnologías de la Panamericana se superan en nombre del partido único de la trivialidad, la venganza o la gigantografía que empequeñece al espíritu de reflexión y justicia. 

 

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)


 

Yendo y viniendo, en uno de los tantos viajes que el azar nos destina por la ruta Panamericana, podemos dedicarnos al compás de las delicias del observador inocente y distraído, a mirar por la ventanilla del auto mientras escuchamos la estación que el remisero tiene fija en la implacable radio 10. A esa ruta la conocemos bien, la vimos construir cuando éramos chicos. Y luego, durante muchos años, Chevallier o General Urquiza de por medio, nos permitieron recordar con memoria involuntaria la zinguerías, floricultoras, hoteles alojamientos y otras instalaciones –no olvido a los viveristas- que la flanquean orondamente. La Ford se destaca entre los demás establecimientos industriales, pero ahora son notables los supermercados, los cine-mark y la imaginaria arquitectura de utilería de uno de ellos, que remeda la cúpula del edificio Chrysler de Nueva York. La ruta es amplia y bien acotada en sus laterales, las mismas estaciones de servicio con su breve ilusión de descanso al conductor o pasajero, con sus repetidas mercancías, abreviaturas de lo qué cosa somos como pobres consumidores en un mundo binario que ofrece los viejos productos de nuestra infancia –Coca cola, ¿no es verdad?- y sus mismas reversibilidades astutas y subjetivas, sus correspondencias Light, de “pocas calorías”, como si una gran dicotomía cercara nuestras vidas en las rutas: lo liviano y lo pesado, dos maneras del tránsito de camiones y de las jaleas e infusiones que nos infligen.

 

         Pero como una forma del sueño viajero, o del tilde onírico que posee todo itinerario, aun por la Panamericana, que solo da un par de curvas de tanto en tanto y tiene alguna lomadas que a veces permiten apreciar un paisaje bajo nuevos bajorrelieves –lo monótono impera aun entre sucintos cambios de perspectiva visual-, aparecen las publicidades que en algún momento comenzaron a llamarse temiblemente out-doors, con sus modos de proponernos pantallas de televisión que a cambio de estar fijas, nos suministran efigies de un tamaño implacable con distintas postulaciones de la irrealidad.

 

         Veo el provocativo neón de Jardines de Babilonia, un motel que se ha ingeniado con ciertos movimientos pausados de la J y la B fraguadas con tubos lumínicos, presentar un simulacro radiante de los sucedidos obvios que allí acontecen, pero magnificados por una monotonía lingüística que merecería observaciones más sutiles sobre el acople de la letra con el sexo. La relación sexual no existe: Lacan. ¿Pero existe la sexualidad de las tipografías móviles? Quizás sea así todo. Recuerdo un viejo Night Club al costado de la ruta insinuante: “Los dados”. El diseño de la edificación era efectivamente la réplica de dos dados gigantes y el cubilete, la chimenea. Luego dejó de ser night club y esta edificación fantasiosa se convirtió en una agencia de remises. ¿Qué hereda una triste remisería, el azar, el sexo, la seducción? Persistía allí el pobre cubilete del remisero que te toca, en materia de disposición a la conversación o al silencioso acatamiento a la radio que escuchamos y que nos escucha. A ese engendro ya lo demolieron. La panamericana es activa en sus bordes. Surgen a cada momento cosas nuevas, nuevos consumismos, rodeada de soja y yogures “con colchón de frutas”. Hay mercancías porque la Panamericana misma es una Gran Mercancía.

 

         Pero lo que me ocupa como breve memoria de autonauta en la tele-pista, es que efectivamente estos viajes remedan un programa de televisión, con sus pausas, temporalidades, imágenes, cambios bruscos en las pantallas, desfile de vistas heterogéneas y atomizadas de un modo tal, que solo los avezados teleespectadores que somos, las podemos sintetizar en nuestro kantiano cerebro sintético a priori. ¿Y que vemos en esta oportunidad? La proliferación de la publicidad política, mientras la radio de remisero pasa también los avisos de la pauta oficial aprobada. ¡Qué angustia! No, no puede ser la política reducida –jibarizada, se decía en otro momento- a estos ensayos publicitarios teñidos de angurria e inveracidad. Y todo es así, sin excepción ni mayor culpa de los candidatos, pues están en manos, ya no de agencias publicitarias- aunque en verdad estos es así- sino más que otra cosa, están en manos de la Ruta (¿y el Ruta Hotel no es la metáfora de todo lo que acontece a viva luz?), sí, están en manos de la Panamericana con sus curvas, shoppings de los laterales y sus paradas en nuevas estaciones de ómnibus que son antes que paradas en amenos pueblitos, otros vez la reiteración de los puestos de ventas, las concesionarios de la gaseosa, el chocolatín y mate de plástico. En cada cuarto-alojamiento de la ruta al aire libre, libre de sospechas para la buena familia que aun recuerdo la canción de Pipo Pescador, se hallan los mencionados out-doors de la política. ¡Fantásticos! ¡Abrumadores!. Hay un resto del fracasado Argen-tina. Un país no puede ser representado en sus grietas visibles e invisibles por un mero corte sintáctico en dos carteles separados. Lo que parecía una innovación, fracasó por lo obvio. ¿No ocurre acaso que algo que puede ser innovador y tiene todo para serlo, se hunda en su propia trivialidad? La trivialidad del significante. Pero los más preocupantes tienen nombre y apellido. Brevemente los enunciaremos: Massa. Su apellido ha sido convertido en un código de aquellos que nos acostumbran las administraciones públicas: algoritmos, con signos matemáticos y letras claves. Lo concreto-abstracto. El significante vacío. La sonrisa de gato de Chesire, que sin embargo la rodea un espectro mecánico surgido de la ingeniería del foto-shop. 

Campaña imaginativa, altamente corrosiva para la política, pues en vez de realzar los nombres como verdades locucionales, los esconde en el idioma del manual de instrucción. Esas propagandas con algoritmos, entonces, son como cámaras de seguridad que nos están vigilando, y el que sale en la foto, tiene una inconfundible actitud de predicador que toca a  nuestra puerta con sonrisa figurada, pecho enhiesto y prepotencia mercantil: vende repuestos para la heladera o créditos para comprar heladeras. Debe convencernos con la sonrisa, que también vigila. La sonrisa no es solo una espontánea reacción frente a una ráfaga inesperada de comicidad que nos propone un recuerdo feliz o un desarreglo lírico de la sociedad. Es la sonrisa del consumidor de seguridad, del vendedor a domicilio de puertas blindadas. 

¿Y Los demás? Voy a hacerla breve, aunque el viaje por la ruta no es breve y aparecen reiteradamente esas imágenes en nuestro involuntario zapping. De Narváez nos dice: “para cada crimen, un castigo”. No, no es que acaba de leer a Dostoiesvsky, sino que anuncia su política de seguridad de ultraderecha. Para cada crimen un castigo es una frase tremenda: ¿Quién juzga? No hay instancia jurídica, no existe el estado. Existe el gobierno de la voluntad punitiva, y nada más. Completa la cartelería el candidato de Scioli: a sonrisa pura. ¡Cómo se sonríe en la política! Martín Insaurralde sonríe y sonríe dice que hay un futuro tal como Massa dice que tiene ideas para el futuro. Los carteles se hablan entre sí. Esa conversación entre espectros no puede ser la política. Y cuando la radio de auto nos permite escucharlos, también salen de ellos voces pastorales, un evangelismo de última instancia que parece resumir lo que hoy es el orden televisivo y el orden político cuando se conjugan en lo que la Gran Ruta nos permite ver cuando se transforma en una Isla de Montaje. La imaginación de los dueños de restaurantes y hoteles que la circundan parece haber desarrollado mayor profundidad persuasiva que las pantallas (¿inmóviles? ¿parlantes? ¿mudas?) que nos acompañan como a uno más de la larga fila de automóviles desconocidos, que son como una clase social sobre el pavimento, desviándose hacia countrys, campings o postas para hacer lo que obliga todo cuerpo viviente de tanto en tanto, visitar toilletes desoladas, donde hay una anónima limpieza tercerizada- y luego seguir mirando los carteles. Qué digo: siendo mirados, auscultados, interrogados, vigilados: 

por esos carteles. Y eso que aún nos falta escuchar la irrupción de la Voz Moral de Carrió: pide Poder contra la Corrupción. No es un consuelo.

 

Siempre en alguna ruta por la que transitamos, nos asalta el susto moralizante, la voz de trueno del castigo, la duda de si quien pronuncia la palabra Poder contra el Mal, no está pronunciando también su vocación dictatorial. La Panamericana es linda; sostiene nuestro viaje en un día de sol.

 

Pero como todo viaje, nos propone la acechanza de toda clase de tragedias visuales. Pero para consolarnos, los peajes, infernales casetas de la privatización, nos dicen que ciertas tarjetas u obleas adhesivas, son “tecnología superada”. Qué suerte, en las rutas medievales, ya sean las del itinerario del santo o del mercader, nadie veía sino las arboledas libres, pero sin embargo… asaltantes de caminos, figura primordial de las complejas culturas heredades, son sueños recubiertos del óxido y el plomo de la historia.

Bien que existen. On the road, las tecnologías de la Panamericana se superan en nombre del partido único de la trivialidad, la venganza o la gigantografía que empequeñece al espíritu de reflexión y justicia.

 

 

*Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional

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