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A propósito de Testigos del futuro.

Filosofía y mesianismo, de Pierre Bouretz(1)

1.    En Testigos del futuro. Filosofía y mesianismo, Pierre Bouretz  recorre, con minuciosidad erudita e intensa prosa, el complejo mundo de ideas y el tiempo histórico de un puñado relevante, por su excepcionalidad y su enorme influencia en nosotros, de intelectuales judíos –la mayoría de lengua alemana y marcados por el clima de entreguerras—. Una saga que comienza con Hermann Cohen, el maestro neokantiano de Margurgo profundamente atravesado por la tradición rabínica, sigue con Franz Rosenzweig, Walter Benjamin, Gershom Scholem, Martin Buber, Ernst Bloch, Leo Strauss, Hans Jonas y concluye con el único de estos pensadores que hizo de la lengua francesa su residencia filosófica, Emmanuel Levinas. Una genealogía laberíntica y heterodoxa que nos muestra de qué modo exuberante se desplegaron las concepciones centrales por las que discurriría el siglo veinte en sus diversas perspectivas filosófico-político-religiosas. En un libro exhaustivo y que contiene un gran esfuerzo para encontrar el hilo que une a estos filósofos y eruditos, Bouretz hace del judaísmo y de la marca mesiánica el eje, polémico pero iluminador, que le permite fijar una línea de interpretación capaz de establecer los contactos entre miradas tan disímiles como, por ejemplo, las de Ernst Bloch y Leo Strauss. Rascando la obra de cada uno de ellos es posible descubrir esa afinidad judaica que, con diferentes intensidades, acompañó y determinó sus travesías intelectuales. De una neoilustración kantiana, pasando por el neorromanticismo utópico, la erudición filológica para perseguir tanto las fuentes de la mística judía como los remotos orígenes del gnosticismo, hasta alcanzar la cima de una hondísima reflexión sobre las consecuencias revolucionarias del mesianismo o, en contraposición dialéctica, para apuntalar el alicaído edificio de la tradición liberal, cada uno de estos extraordinarios pensadores no dejaron de abordar los problemas centrales de un tiempo histórico atravesado por la catástrofe y la destrucción de aquellas fuentes milenarias de un judaísmo que sería violentamente erradicado de Europa. Pero vayamos a esa época tan rigurosamente recuperada, bajo la impronta de la historia de las ideas, por Pierre Bouretz en su monumental Testigos del futuro. 

2. En una época agitada por los vientos de la revolución social, la reapropiación del legado mesiánico significaba no un acto exclusivamente circunscripto al pequeño mundo judío sino una intervención decidida en los debates político-ideológicos. Significaba también la incorporación en ese debate de una tradición cuya impronta si bien había marcado subterráneamente a los movimientos milenaristas y revolucionarios desde finales de la Edad Media, no había recibido la atención que se merecía. Repentinamente la estructura de la sociedad burguesa parecía estar pronta a saltar en mil pedazos y desde el oriente de Europa un huracán transformador amenazaba con arrasar todo a su paso. 

Envueltos en estas nuevas circunstancias históricas una gran cantidad de jóvenes judíos de Europa oriental abandonaron las antiguas costumbres de sus padres, dejaron atrás las interminables controversias talmúdicas y las oscuras casas de estudio, para lanzarse a la marea revolucionaria. En sus alforjas llevaban las expectativas milenarias del tiempo mesiánico que, ahora, se despojaba de su impronta religiosa para asumir el rasgo de la secularización. 

 

Algunos de esos jóvenes provenían de hogares asimilados a la cultura ilustrado-burguesa y su pasaje al mesianismo revolucionario no significó un trauma (pienso sobre todo en León Trotski y Rosa Luxemburgo que ejemplifican a ese tipo de joven cuya familia ya se había alejado de la ortodoxia para entrar de lleno en la vida moderna); otros, en cambio, al abandonar sus pequeñas aldeas también se desprendían de la presencia de una tradición milenaria, cambiaban de vestimentas y salían a descubrir el nuevo mundo pero portando, eso sí, sus preciadas semillas utópico-mesiánicas. 

 

     Las particulares condiciones de opresión y atraso en las que vivían las comunidades orientales, la presencia ominosa del zarismo y de los pogroms, crearon las condiciones para que esos jóvenes no buscaran la asimilación en una sociedad que los segregaba sino que soñaran con derribar los muros de la injusticia para construir los cimientos de una nueva sociedad de hombres libres e iguales. El radicalismo de esos jóvenes se encontraba directamente relacionado con el nivel de exclusión al que estaban sometidos los judíos en el imperio zarista. Las raíces del mesianismo volvían a ofrecer un caudal de vida en la hora en que la sociedad moderna redefinía las condiciones de su desarrollo histórico. Entrar en el mundo no judío significó, para muchos de estos jóvenes, hacerlo con la conciencia de quien está llamado a jugar un papel revolucionario. Anarquistas, populistas, marxistas, bundistas, sionistas, todos tenían en común, más allá de sus diferentes opciones políticas, el radicalismo social, el utopismo y el anticonformismo. Los anarquistas y socialistas soñaban con la redención del conjunto de la humanidad; los bundistas creían firmemente en una identidad propia de los trabajadores judíos que manteniéndola aportarían lo suyo al movimiento de protesta social; los sionistas veían delante suyo la posibilidad de realizar el sueño postergado del regreso a la Tierra Prometida, no para construir un Estado igual a los ya existentes, sino para forjar una nueva sociedad moldeada por los ideales igualitaristas de las antiguas tradiciones profético-mesiánicas. Lo común, aquello que cruzaba las fronteras de los diversos movimientos, era esa potencia redentora que buscaba los canales adecuados para realizar su función transformadora. Alejados de la religiosidad de sus padres, esos jóvenes rebeldes creyeron asumir, sin embargo, el legado de los profetas del Antiguo Testamento.

 

     Diferente fue la situación de los judíos de Europa central, particularmente de Alemania y de Austria. Allí no reinaba el clima de opresión y segregación, ni existía el miedo ante el bestialismo de los cosacos. A lo largo del siglo XIX la entrada de cada vez más judíos a la sociedad burguesa fue marcando una tendencia que parecía irreversible. Lejos de la continuidad de la ortodoxia propia de las pequeñas aldeas de Polonia o Rusia, los judíos de Berlín, de Viena o de Praga se delizaban hacia un mundo de cultura completamente opuesto al de sus abuelos. Lo que seguía vivo en el Oriente se convirtió, en apenas un par de generaciones, en leyenda, en un vago recuerdo de una tradición sepultada por el avasallante paso del progreso y la modernización de las costumbres. Literalmente en un lapso de una brevedad inusual, los jóvenes antiguamente destinados al estudio sistemático del Talmud pasaron a convertirse en estudiantes de las disciplinas seculares, a ocupar cada vez un lugar más prominente en el mundo de la cultura moderna. Trasladaron sus antiguos fervores de exégetas de la Biblia a la construcción de nuevos campos del conocimiento científico. Fueron médicos, sociólogos, filósofos, físicos, abogados, periodistas, escritores, filólogos, historiadores, economistas y en todas las profesiones se destacaron rápidamente. La generación de la segunda mitad del siglo XIX sintió que ese nuevo espacio que se le abría colmaba sus expectativas y se convirtieron, sus miembros, en fervientes defensores de la cultura del progreso propia del mundo liberal-decimonónico. Sus campeones eran Lessing, Schiller, Goethe, Kant, Heine, Darwin y, para algunos, Marx. Alemania, su lengua y su cultura, desplazaron definitivamente al judaísmo que, en el mejor de los casos, pasó a convertirse en un ritual familiar, absolutamente privado y desprovisto de la rigurosidad de la ley talmúdica(2)

Para estos nuevos habitantes de la cultura moderna, y para muchos de sus contemporáneos, esa imagen del judío oriental simbolizaba un pasado tenebroso al que no se quería volver, era la fiel representación del atraso y de la barbarie medieval en medio de una sociedad que seguía los ideales decimonónicos y que se alejaba velozmente de las antiguas tradiciones comunitarias. El judío secularizado había hecho del guetto el paradigma de la oscuridad y de la superstición, ese lugar miserable en el que todavía seguían viviendo las masas judías en Polonia, Lituania y Rusia. Difícil resultaba -salvo para quien lo buscase con esfuerzo- encontrar en Berlín rastros de ese “pasado”, apenas si ciertas figuras huidizas que atravesaban algunas calles berlinesas remitían a esa otra historia cada vez más extranjera y exótica para la comunidad alemana. Walter Benjamin, educado en el seno de una familia integrada y adinerada, relata que recién en su juventud conoció la existencia de estos judíos de extrañas vestimentas y aún más extrañas costumbres.  

Sin embargo, y esta es otra de las paradojas de esta historia, fue de “esas capas más marginales que habían logrado asimi­larse con éxito, de donde el judaísmo reclutó -afirma Habermas- los portavoces de una vuelta a los orígenes de la propia tradición. Este movimiento encontró su expresión política en el sionismo; y su expre­sión filosófica en ese existencialismo anticipado de un Martin Buber, que entronca con la última fase de la mística judía”(3). Para estos judíos mundanos y modernizados, hijos de industriales y comerciantes que ha­bían luchado denodadamente para hacerse un lugar en la sociedad centro­europea, los valores de sus padres carecían de todo atractivo, repre­sentaban -en el mejor de los casos- una imitación de los valores deci­monónicos. Estos jóvenes carentes de una identidad definida tuvieron que sortear profundas crisis espirituales; en la mayoría de los casos, se vieron impulsados a tener que reconstruir trabajosamente una tradi­ción de la que carecían casi por completo.

 

     Es notable, a modo de ejemplo, que Franz Rosenzweig, uno de los más importantes renovadores de la teología judía del siglo XX, estuvie­ra casi decidido a convertirse al cristianismo y que sólo al entrar en una vieja sinagoga recondujera sus pasos hacia la religión mosaica; una es­tocada profunda y decisiva que conmocionó el espíritu dubitativo de Rosenzweig. Una vuelta complicada y llena de obstáculos que para muchos significó la ruptura con el hogar paterno. La familia de Scholem es ejemplificadora de esta tendencia: de los cuatro hermanos, uno abrazó el ideal del nacionalismo alemán, otro fue diputado comunista en el Reichtag y fue asesinado en un campo de concentración, Gershom se hi­zo

sionista y partió rumbo a Palestina, mientras que el menor careció de ideas políticas. Un verdadero mosaico que dice mucho de la compleji­dad del cuadro de época, de las múltiples alternativas que se abrían para estos jóvenes sedientos de nuevos valores.

 

   David Biale, en su libro sobre Scholem, señala lo que él denomina la “doble alienación” que experimentaron estos jóvenes judíos de entre­guerras: “Alienated from traditional Judaism, but equally alienated from the liberal bourgeois politics and cultural of the older genera­tion, many young jews turned to the revolutionary comunism as a new source of identity. On the other hand, the very existence of a jewish alternative to asimilation or revolution -zionism- must have seemed to Scholem proof that Judaism remained very much alive”(5) Algunos de estos jóvenes optaron por profundizar la asimilación y lo hicieron desde la perspectiva de la revolución social, del rechazo absoluto al modelo li­beral burgués de sus padres. Otros, como Buber y Scholem, prefirieron reinstalarse en el seno de la tradición judía para desde allí oponerse a los valores decimonónicos que a sus ojos críticos no sólo representa­ban el mundo del capitalismo y de la guerra, sino también la puerta de entrada a la asimilación y el abandono definitivo del judaísmo. En to­do caso, el rechazo fue compartido tanto por aquellos que abrazaron loa ideales del comunismo o aquellos que se volcaron al sionismo y a la religiosidad. Para todos ellos sus padres cometieron una doble traición: a las tradiciones de los ancestros y a los valores de una sociedad li­bre e igualitaria. Todo lo que tenían para ofrecerles era una carrera en el mundo del comercio, de la industria,  de las finanzas, o, en el mejor de los casos, una dudosa carrera universitaria. El egoísmo, el oportunismo, la super­ficialidad, el continuo cambio de maquillaje y la permanente actuación. Estas eran a los ojos hipercríticos de los hijos las “cualidades” de los padres. El ambiente neorromántico, una marcada sensibilidad anti­capitalista y de fuerte rechazo a los valores pragmáticos y mercanti­les que emanaban de la generación anterior, movilizó a estos jóvenes contra un mundo que se preparaba con ligereza e inconsciencia para so­meterlos a la prueba más dura y terrible: la prueba de la guerra. Leer los recuerdos de Benjamin o los de Scholem, recuerdos de sus años in­fantiles y de su juventud, nos permite descubrir la escena familiar, los conflictos, las distancias infranqueables, el abandono del hogar, la intolerancia mutua. En sus padres veían retratado todo lo que des­preciaban: el filisteísmo burgués, el arribismo, el asimilacionismo destructor de todas las raíces, el ornamento de la cultura y la super­ficialidad. La joven generación, por el contrario, se sentía destinada a batallar dura y frontalmente contra esa frivolidad decadentista, con­tra esas falsas esperanzas provenientes de una visión del mundo que ya no podía dar cuenta de las nuevas necesidades y de las nuevas aspira­ciones de la sociedad.

 

     El carácter neorromántico de estas críticas salta a la vista, es casi como una carta de presentación de toda esta generación, la puesta en evidencia del profundo malestar que iba desarticulando la sociedad de sus padres, el ahogo frente a la masificación urbana y las nuevas formas del trabajo industrial. Antiguas tradiciones y nuevos problemas comenzaron a conjugarse desatando nudos y planteando perspectivas ori­ginales.

 

     Este malestar también supuso una crítica de carácter filosó­fico a la herencia de la Ilustración racionalista (la producción lite­raria del joven Lukács es un cabal ejemplo de esta actitud y de esta toma de distancia respecto al mundo de valores culturales burgueses y su desplazarse hacia tradiciones religiosas y místicas que se plegaban adecuadamente al clima neorromántico muy en boga en la Alemania guiller­mina de los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial)(5). Crítica que no sólo se detuvo a demostrar las profundas grietas del del edifi­cio de la razón ilustrada, sino que no dudó en relacionar ese mismo pro­yecto con las injusticias del capitalismo y la atrocidad de la guerra. Nuevos mundos se abrían a las inquietas indagaciones de una generación que trataba de encontrar otras explicaciones a la evidente decadencia de una modernidad profundamente fracturada.

 

     Las disidencias con la tradición decimonónica adquirieron diversas características y supusieron estrategias diferentes para hacerse cargo de esa bancarrota tan anunciada y, sobre todo, para lanzarse de lleno a la exploración de esas nuevas regiones que emergían a la luz del día y que habían permanecido obturadas por el sueño ilustrado: el mundo de lo irracional, la reaparición de lo mítico y de antiguas corrientes re­ligiosas, la presentación explosiva y conmocionante de las masas en la escena histórica, el encuentro con tradiciones filosóficas olvidadas, la relectura de la crítica romántica al siglo de las luces, la fascina­ción que el discurso freudiano del inconsciente ejerció sobre esta ge­neración y las reformulaciones radicales que la misma idea de cultura suscitó. Especialmente en el espacio centroeuropeo, donde la sospecha del modelo decimonónico había estado presente desde un comienzo, estos nuevos rumbos fueron adquiriendo un lugar absolutamente privilegiado, como si en esa encrucijada histórico-geográfica se hubiera constituido una nueva posta de la cultura de la modernidad occidental. En la vieja ciudad imperial, ciudad-marca, último baluarte de la Europa cristiana ante el avance otomano, la modernidad se manifestó como esplendor y decadencia­, allí mostró su rostro iluminado y ese otro rostro más pertur­bador y enunciador de los tiempos por venir: el rostro del agotamiento de un mundo cultural estallado en sus certezas. “Si la modernidad vie­nesa nos fascina tanto en este otro fin de siglo -sugiere Jean Clair-, es porque marca el último sobresalto de la cultura clásica del indivi­duo, en el momento en el que la cultura moderna de masas, en el sentido que da Canetti al término, ya la ha destruido”(6). Muchos de estos jóvenes atravesados profundamente por este clima termidoriano buscarán respues­tas imposibles para este rotundo fracaso de la cultura moderna y de su gran exponente: el individuo.

 

Por supuesto que no todos fueron en la misma dirección. Muchos iden­tificaron el resquebrajamiento del legado ilustrado con una vuelta reaccio­naria a la Edad Media, o como la inédita posibilidad de refundar entera­mente las bases del orden social a partir de valores preburgueses (en­mohecidos pensadores de la ya antigua y distante tradición conservado­ra fueron reflotados por estos nuevos entusiastas de las leyendas folklóricas medievales, con sus castillos y sus claros de luna, sus jerar­quías y su exuberante aristocratismo; una nueva poética se preocupó ob­sesivamente por tender los puentes hacia ese pasado idealizado). Otros se hicieron cargo de la espontánea crítica que las masas hacían de la sociedad capitalista e intentaron ponerse a la cabeza de esos nuevos mo­vimientos revolucionarios que venían a sacudir el corazón cansado de la Europa burguesa (el mito de las masas y de la revolución adquirió la for­ma sorprendente y liberadora del mesianismo secularizado; el acoplamiento de los viejos sueños judíos encontró una nueva y explosiva disponibili­dad en muchos de estos jóvenes que ardían por transformar las injusti­cias del mundo heredado de sus padres). Todos compartían la certeza de que un orden se desmoronaba y de que era necesario volver a pensar todo de nuevo y desde un lugar completamente diferente al constituido por el racionalismo ilustrado. Crítica filosófica conjugada con una explosiva crítica social, crítica del proyecto de transformación tecno-científica del mundo con la emergencia de visiones arcaizantes y pre-industrialis­tas, crítica de la mediocridad y el filisteísmo burgués entrelazado con una intensa estetización de lo cotidiano. Este extraño entramado de visiones encontradas, de respuestas apocalípticas a la disolución de un mundo, supuso un gran abanico de respuestas políticas, sociales y cultu­rales, respuestas desde la derecha y desde la izquierda. Alternativas que prometían la igualdad y la libertad a través de una nueva y definitiva revolución francesa y otras alternativas que soñaban con la fundación del Tercer Reich.

En el amplio campo del neorromanticismo era posible encontrar a poetas como Stefan George y a los miembros de su esotérico círculo (entre los que figuraban intelectuales judíos como Karl Wolskehl y Friedrich Gundolf), un círculo estrechamente vinculado a una suerte de aristocratismo conservador inspirado en las antiguas tradiciones del paganismo germano; a un anarquista judío como Gustav Landauer y a un escritor como Thomas Mann que acuñó el término de “revolución conservadora”; también podrían agregarse a esta lista un filósofo como Georg Lukács que dirigiría sus pasos hacia el comunismo y un es­tudioso de los mitos como Ludwig Klages que se convertiría en uno de los ideólogos del nacionalsocialismo. Estamos, pues, frente a una verdadera combinación alquímica que encierra el clima de una época, 

ese juego de sorprendentes mixturas que producirían los discursos más atrevidos y peligrosos. Tiempo de extraños cruces que colocaban en un mismo campo de batalla a todos aquellos que se rebelaban contra el mo­delo decimonónico. Una oposición a las tradiciones emanadas de la fi­losofía ilustrada, al positivismo de la segunda mitad del siglo XIX, a su exacerbado racionalismo, a la Revolución Francesa (que sería uno de los motivos centrales de la derecha neorromántica heredada de la crítica conservadora y reaccionaria de un De Maistre, un Bonald, un Burke, etc.), a la instauración tremendamente traumática de la “socie­dad” y el abandono de la “comunidad” (estas dos categorías clásicas de la sociología fueron elaboradas por Ferdinand Tönnies, que al con­traponer los viejos valores comunitarios a la anomia y la desarticula­ción de la sociedad burguesa les ofreció a los críticos neorrománticos de principios del siglo XX un material de primera mano para reivindicar lo antiguo frente a lo nuevo), a las consecuencias escandalo­sas -desde una perspectiva conservadora- del código napoleónico, al in­dustrialismo. Todas estas oposiciones, a las que podrían sumarse muchas otras especialmente vinculadas a la cultura, se combinan, en la ideolo­gía romántica -como lo señala Michael Löwy- con una dimensión anticapitalista caracterizada por el rechazo del universo social burgués, del libera­lismo económico y aún de la industrialización que había modificado la estructura social tradicional. “Paradójicamente, gracias a un punto de vista anticapitalista conservador, el romanticismo puede darse el lujo de una visión más lúcida de las contradicciones de clase en el seno de la sociedad industrial que la ideología liberal burguesa, cegada por el mito de la ‘armonía preestablecida’”.(7)

 

   Motivos comunes que entrelazaron sensibilidades diversas y muchas ve­ces irreconciliables entre sí. La crítica neorromántica se desplazó ha­cia distintas alternativas que, sin embargo, compartieron un mismo re­chazo hacia la cultura y el modelo social capitalista. En las primeras décadas del siglo XX los intelectuales buscaron en el primer romanticis­mo una fuente de inspiración y un modelo opcional al que había ofreci­do el racionalismo cientificista. En todo caso, descubrieron que aque­llos motivos esgrimidos por un Hölderlin o un Novalis se ajustaban con mayor precisión a sus propias vivencias que esa otra herencia decimonónica fundada en el positivismo de un Spencer o en el darwinismo. En ellos se manifestó, con especial énfasis, un renacer de aquellas zonas del espíritu que habían sido oscurecidas y despreciadas por el imperio de la razón. La experiencia místico-religiosa (ampliamente compartida y que influyó sobre Buber, Rosenzweig, Landauer, Scholem, y otros más) recibió un nuevo y fuerte impulso. Por fuera de esa influencia neorromántica las obras de Hermann Cohen y Leo Strauss se afanaron por enraizar su idiosincrásica interpretación de las fuentes judaicas en el camino que, iniciado con Maimónides, fluyó hacia las tradiciones fecundadoras de la ilustración y el liberalismo. Otra sería la visión de Walter Benjamin y Ernst Bloch que dirigirían sus indagaciones hacia la perturbadora alquimia de mesianismo judío y revolución social (allí están las famosas “afinidades electivas” que tan hondamente signaran a esta generación de intelectuales judíos de entreguerras). Emmanuel Levinas, el último de los convocados por Bouretz, no dejaría de revisar con ejemplaridad crítica la saga metafísica de occidente dejando entrever las influencias, cruzadas, de Franz Rosenzweig (Levinas dijo que Totalidad e infinito no era más que un comentario a La estrella de la redención), Martin Heidegger y, claro, las fuentes talmúdicas desde las que construyó su propia filosofía fundada en la ética de la alteridad. Tal vez otros referentes de ese mundo hubieran merecido ser convocados (el propio G. Lukács, Theodor Adorno, Hanna Arandt, Herbert Marcuse, por mencionar rápidamente a algunos), pero creo que la selección hecha en Testigos del futuro  busca respetar la huella persistentemente judía de los autores estudiados. En todo caso, Bouretz nos ofrece la oportunidad de un extraordinario fresco que nos desafía a seguir indagando en el interior de una tradición intelectual que supo cruzar Jerusalén, Atenas y Roma.

 

En síntesis, y para no abusar de la paciencia del lector, el esfuerzo de Pierre Bouretz nos permite internarnos, brújula en mano, en la prodigiosa geografía de una saga inolvidable de pensadores judíos crepusculares pero siempre decisivos para comprender nuestro propio tiempo histórico.

 

 

 

 

 

1.Pierre Bouretz, Testigos del futuro. Filosofía y mesianismo, Trotta, Madrid, 2012

2. Quizá la gran excepción a este abandono de las tradiciones judaicas haya sido la de Hermann Cohen que siempre mantuvo su interés por el mundo de la religiosidad hebrea, mundo que él heredó de su padre, que fue un prominente rabino. Su última gran obra publicada póstumamente, La religión de la razón, a partir de las fuentes del judaísmo, dejaría su sello en la generación de Franz Rosenzweig que le dedicó en 1923, cuando escribió la introducción a los Jüdische Schriften de Cohen, una especial atención. El texto de Rosenzweig ha sido publicado en el libro Judaísmo y límites de la modernidad, M. Beltrán, J. M. Mardones, Reyes Mate, eds., Riopiedras, Madrid, 1998, pp. 13-64; véase también la introducción a la edición española de La estrella de la redención, preparada por Miguel García-Baró, Sígueme, Salamanca, 1997, pp. 11-42.

3. Jürgen Habermas, “El idealismo alemán de los filósofos judíos”, en Perfiles filosófico-políticos, Madrid, Taurus, 1989, p. 32.

4. David Biale, op.cit., p. 1

5. En Teoría de la novela el joven Lukács intentó plasmar el sentido de la época, su condición trágica y la nueva soledad del hombre. Allí escribió: “El cielo estrellado de Kant no brilla ya más que en la oscura noche del conocimiento puro, y no alumbra ya los senderos de los caminantes solitarios -que en el nuevo mundo ser hombre quiere decir ser solitario.” (Teoría de la novela, México, Grijalbo, 1985, p.304)  En el comienzo del libro Lukács despliega con inusual belleza y profundidad el sentido de los ideales clásicos griegos, recorre con una escritura de la nostalgia ese mundo donde ser y pensar, realidad e imaginación se daban la mano; ese mundo de la totalidad perdida, habitado por dioses y hombres y donde  las formas no hacían más que evidenciar la pureza del contenido. Hay en Lukács dolor por ese mundo perdido, por esa integridad disuelta, cierto tono melancólico manifiesta esa distancia irreductible que nos separa del helenismo, de esa espiritualidad encarnada en el misterio del mundo, de esos hombres capaces de dialogar con los dioses. Nuestro mundo debe acostumbrarse a vivir sin esa unidad, debe intentar habitar en los solitarios páramos donde los hombres ya no pueden, y no saben, escuchar a los dioses. Vivimos en el tiempo de la fragmentación, aquello que era armónico, el ideal de pureza, la forma bella, son un recuerdo vago que apenas si nos reconforta en esta actualidad extraviada. Lukács expresa, a través de su nostalgia por la Hélade perdida, un profundo rasgo del neorromanticismo de principios de siglo XX; una sensibilidad compartida y no muy diferente a la del primer romanticismo respecto a la valoración de lo griego como fuente de toda belleza y de todo ideal. Quizá la diferencia haya sido que mientras poetas como Hölderlin, en el comienzo de su poetizar, imaginaban un acercamiento verdadero a lo griego perdido, ya en Lukács y sus contemporáneos ese acercamiento es imposible e impensable. La distancia es ahora absoluta, entre el mundo de la perfección y el mundo de la fragmentación ya no puede haber encuentro. Hemos perdido nuestra relación con la lengua primigenia, vivimos el tiempo de la destemplanza y el dolor. Nuestra locura ya no es la de Hölderlin que buscó apartarse de la realidad de su tiempo para regresar a los orígenes míticos del Olimpo griego. Nosotros no podemos soñar con lo que ya no nos habita, estamos aprisionados por una actualidad que parece eliminar todas las vías de escape. Aquí estamos recordando un pasado que se nos ha esfumado definitivamente. Por eso “en el nuevo mundo, ser hombre significa ser solitario”. Hölderlin atravesó la distancia al precio de la cordura, se lanzó hacia la Hélade como un modo de bloquear un presente miserable; nosotros sólo sabemos habitar una contemporaneidad que asfixia nuestros sueños y nuestra imaginación. La locura ya no es, para nosotros, una oportunidad y una protección contra la intemperie de la época. Nuestras cabezas tampoco permanecen descubiertas ante la tempestad de Dios. Quizás uno de los síntomas de nuestra decadencia sea precisamente nuestra falta de intensidad, el debilitamiento general de la fuerza creativa y la soledad creciente de los espíritus. Lukács, en 1914, sabía que la noche se cernía sobre Occidente, que de la guerra no saldrían los hombres nuevos, sino que sólo se profundizaría la fragmentación. El prólogo de 1962 quiere corregir aquella lucidez, intenta debilitar el verdadero poder del libro, esa clara intuición del fin de un mundo y el cumplimiento del destino trágico de la cultura. La revolución rusa lejos de sacarnos del camino trágico, de la marca del destino, no hizo más que exacerbar su concreción  histórica.

6. Jean Clair, “Una modernidad escéptica”, en La remoción de lo moderno. Viena del 900, Compilación de Nicolás Casullo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991, p. 52.

7. Michael Löwy, Para una sociología de los intelectuales revolucionarios (la evolución política del joven Lukács 1909-1929), méxico, Siglo XXI editores, 1978, p. 26.

 

 

*Filósofo 
 

En Testigos del futuro. Filosofía y mesianismo, Pierre Bouretz  recorre, con minuciosidad erudita e intensa prosa, el complejo mundo de ideas y el tiempo histórico de un puñado relevante, por su excepcionalidad y su enorme influencia en nosotros, de intelectuales judíos 

 

 

 

Por Ricardo Forster*

(especial para La Tecl@ Eñe)

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