top of page

¿Con quièn hablar?

Hay una pregunta que no parece tener mucho eco: ¿Qué significa la matanza de AMIA en calidad de historia argentina? El 18 de julio –día en que Argentina sufrió el peor atentado de su historia en la figura de su comunidad judía- es una fecha que aún permanece ajena al calendario más íntimo de nuestras meditaciones. Pero hay ochenta cinco nombres que reclaman no sólo justicia, sino un lugar en nuestras reflexiones.

 

 

Por Perla Sneh

Para La Tecl@ Eñe

…los magníficos versos contenían un profundo simbolismo,

pero no nos traían una sola palabra de consuelo…

Mary Berg

 

 

Desde 1994, en Argentina se han trastocado verdades poéticas profundas. Abril ya no es el mes más cruel. Para algunos, ahora lo es julio. Ese dieciocho no solo estallaron las vidas de centenares de personas, un edificio antiguo, una calle con ecos de infancia porteña, una biblioteca invaluable, una tradición tan única como todas, sino que estalló la historia del judaísmo argentino. Eso quiere decir que cambió la historia argentina. Ese cambio y ese estallido son la ocasión de estas líneas, que solo buscan propiciar algunas preguntas, quizás no para que el lector las responda, sino -como dice Blanchot- para que las lleve consigo.

 

Créame, lector, no es fácil hallar con quien hablar: En el podio erigido por una institución que pactó con quien cobija en su seno a implicados en el encubrimiento del atentado a la AMIA y en escuchas a los familiares de las víctimas, un deudo llega a acusar a otro de “negociar la sangre de nuestros muertos”. Hay quienes se trepan a la memoria de los asesinados para acceder a un supuesto “voto judío” de modo que, en torno a ese podio, pueden distinguirse figuras a las que jamás les ha importado en lo más mínimo lo ocurrido ese día terrible pero supieron rasgarse las vestiduras en la vereda del Museo del Holocausto. Hay quienes repiten sin pudor la vergonzosa hipótesis del “auto-atentado”, hipótesis que reedita una de las formas más bajas de deshumanización: culpar a la víctima de su propio tormento. Hay también quienes, habiendo prestado su pluma a las peores ideologías de la historia, pretenden usurpar ahora la lucha por la memoria para atacar al único gobierno que, desde 1994 en adelante, incluyó la masacre de AMIA en su agenda política; un gobierno que  lleva, año tras año, su reclamo a las Naciones Unidas y que intenta relanzar la investigación y avanzar en el descubrimiento de culpables y encubridores. Hay también quienes -¿qué duda cabe?-  no resignan la memoria de los muertos.

 

Sin embargo, hay una pregunta que no parece tener mucho eco: ¿qué significa la matanza de AMIA en calidad de historia argentina? Cuando nos volvemos a quienes consideramos como potenciales interlocutores, no encontramos en ellos algún especial interés, más allá de declaraciones de previsible corrección política. Más duro aún resulta constatar el mutismo de aquellos que tanto y tan bien abordan situaciones de nuestra historia, aquellos que tantas veces han sentido que no pueden callar y han hablado, aun balbuceando. Pero cuando nos volvemos a ellos, encontramos silencio. Sabemos las dificultades que entraña decir algo, pero no podemos desconocer que ese silencio deja demasiado solos a esos muertos, los de la AMIA, como si ellos no fueran también inocentes, como si su muerte no dijera, como tantas,  que una porción enorme de la historia argentina, ni siquiera en esta época tan propicia, consigue un balance templado y equitativo. Más allá de las buenas intenciones, el 18 de julio –día en que Argentina sufrió el peor atentado de su historia en la figura de su comunidad judía- es una fecha que aún permanece ajena al calendario más íntimo de nuestras meditaciones. Pero hay ochenta cinco nombres que reclaman no sólo justicia, sino un lugar en nuestras reflexiones.

Intento decirlo a la manera de Spinoza: no se trata de reír, ni de lamentar ni de detestar, sino de comprender. Sin embargo, no puedo negarlo: duele. Con todo, el dolor no impide leer; quizás, al contrario, puede volvernos más prudentes, advertirnos de lo mucho que está en juego.

 

Hay, entonces, preguntas que nos atañen, a nosotros, argentinos, entre quienes es casi folklórico que el término judío devenga insulto público en alguna campaña política, tal como sucedió hace pocos o muchos años; tal y como el término se deslizó en el discurso de un senador nacional a modo de rasgo que señalaría una supuesta diferencia con los “verdaderos” argentinos. Lo hemos dicho y lo repetimos: no creemos que haya sido un ánimo discriminatorio el que llevara al senador en cuestión a separar “argentinos de religión judía” y “argentinos argentinos”. Fue tan sólo el calor del debate. Pero ése es precisamente el problema: al calor del debate la que gobierna, irrestricta, es la lengua; y la que establece esa inquietante diferencia es, justamente, la lengua que hablamos; esa diferencia es su síntoma, es decir, el nuestro.

Con esa lengua sintomática nos toca preguntarnos por qué, tantos años después de Auschwitz, los hijos de los sobrevivientes fueron torturados en Argentina bajo el signo de la swástika, en el marco de una dictadura entre cuyas víctimas los judíos estaban absolutamente sobrerepresentados aunque hasta hoy no se reconoce el capítulo específicamente judío del genocidio perpetrado por la dictadura cívico-militar. 

 

¿No es precisamente a la Argentina, nación surgida de un estado que la precedió como tal – recuérdense, como rápido ejemplo, los esfuerzos lugonianos- a quien le puede interesar el diálogo con la experiencia de una nación como la judía, que precedió largamente a su constitución en estado moderno? Estas y otras son preguntas necesarias en un país complejo en el que al mismo tiempo que Ezequiel Martínez Zuviría dirigía la Biblioteca Nacional,  la página de cultura de La Prensa (expropiada y entregada a la CGT), fue confiada a César Tiempo –Isroel Tzeitlin- , principal adversario de nuestro ilustre escriba. Un país donde la remoción del nombre de tan popular autor de la entrada a la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional, largamente reclamada por muchos –judíos y no- y valerosamente materializada por su director, Horacio González, desató reacciones que me abstengo de calificar y que cualquiera interesado puede encontrar en Internet.  

Quien se aventure a ello, podrá toparse, en la inanidad impune de los abismos informáticos, con las mismas frases remanidas: complots, influencia planetaria, sed de sangre, todas las cristalizaciones milenarias en las que cada nuevo “exégeta” cree descubrir su propia y novedosa pólvora, haciendo uso y abuso de una especie de desconcertante “derecho al cliché”. No deja de ser asombrosa la facilidad con la que esa lengua estereotipada –pronunciemos la palabra: antisemita- releva del pensamiento a izquierdas y derechas, a iletrados y a ilustrados, a orientales y a occidentales, con o sin Estado de Israel a mano y, lo que es más significativo aún, con o sin judíos. No en vano León Poliakov habla de antisemitismo abstracto, algo que modela un lenguaje caracterizado por lo que Gabriel Marcel llama “espíritu de abstracción”, invariablemente acompañado de una voluntad de no saber.  

En ese marco, resulta muy inquietante la voluntad de no saber de cierta intelectualidad progresista argentina, la misma que no parece considerar la masacre de AMIA un objeto digno de sus meditaciones, salvo en relación al conflicto en Medio Oriente. Resulta así doblemente inquietante que esa voluntad de ignorancia vista hoy las ropas de discursos valorados por amplios sectores del judaísmo: la izquierda. Esa misma izquierda que abrevó en el discurso profético y en la utopía bíblica, es la que hoy agita un profundo antisemitismo que, pretendidamente excusado como “antisionismo”, iguala con rastrera impudicia intelectual sionismo y nazismo. Son sus voces –las más de las veces, en versión académico-periodística- las que contribuyen, con los tópicos más trajinados de la aversión antijudía, a oscurecer la trágica escena del conflicto en Medio Oriente.

 

Pero es preciso decir con todas las letras que si bien pueden analizarse severa y objetivamente las diferentes etapas en la constitución del Estado de Israel (una entidad política sujeta a los avatares de tal, que, es preciso aclararlo, nunca usa el término judío  en sentido “religioso” ya que, en rigor de verdad, el estado de Israel no es un “estado judío” –es decir, regido por la Halajá, la ley judía, cosa que no dejan de reprocharle los judíos ultraortodoxos- sino un estado de los judíos), puede cuestionarse, entonces, a ese estado, pueden censurarse sus actos o puede reclamársele justicia, puede criticarse tanto como se quiera la mitología fundacional israelí, puede refutarse la leyenda de una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra –de hecho, los propios israelíes no se privan de nada de lo anterior-,  pero hay que renunciar a toda sutileza de pensamiento para asimilar sin el menor matiz el largo proceso de autodefensa y emancipación que es el sionismo a la colonización imperialista de América, África o Asia, donde soldados de estados poderosos fueron a apropiarse de territorios sobre los que esos estados no tenían motivaciones históricas, geográficas ni culturales sino estrictamente económicas (en una palabra: rapiña). Y si es cierto que Palestina nunca fue una tierra despoblada, también lo es que, por mucho tiempo, fue una región desértica sin interés económico, hasta que los judíos con sus manos -ignorantes hasta entonces de las labores de la tierra- la hicieron florecer en un acontecimiento literalmente revolucionario. Que el progresismo argentino ignore el valor revolucionario de ese hecho -¿nadie leyó la palabra kibutz en Cortázar?- no deja de ser llamativo. No lo es menos que ese progresismo evite preguntarse por qué fue sólo a partir de la creación del estado de Israel que comenzó a cristalizar una identidad nacional palestina.  Estos rápidos trazos no agotan, ni mucho menos, la cuestión del sionismo, la trama de su historia, la relación del sionismo con los palestinos ni la complejidad de una situación dramática en la que dos pueblos, asistidos, como todos, por el derecho a la autodeterminación, se encuentran trágicamente enfrentados.

 

Sin embargo, hay algo que debe decirse en forma explícita: el sionismo no nació con la Shoah, aunque el mundo –que es el mundo después de Auschwitz- sí precisó de la Shoah para acceder a la creación de un estado para el pueblo judío, que no tuvo refugio en los años de la matanza. La creación del Estado significó el surgimiento del primer sitio en el mundo donde a ningún judío se le podía negar la entrada por el solo hecho de serlo. Basta con la historia del barco St. Louis para saber de qué estamos hablando. Pero aun así, han pasado los años, la memoria es frágil y la voluntad de ignorancia no ceja. En 1995 la ciudad de Proskurov, asolada por uno de los pogromos más terribles de la historia (el lector puede leerlo, por ejemplo, en El verdugo en el umbral de Andrés Rivera) cambió su nombre por el de Bogdan Jmelnitzky, quien fuera, precisamente, el artífice de la masacre. No hace mucho, Lech Walesa, combatiente libertario, denunciaba a los judíos que “obraban en las sombras en Polonia” (¡tan luego en Polonia!). Tampoco fue hace mucho que un líder latinoamericano, político lúcido y creativo, arengaba contra “aquellos que mataron a Cristo” sin privarse de maldecir, explícita y públicamente, al Estado de Israel.

 

Es sobre este trasfondo que debe leerse el drama palestino-israelí, drama que un progresismo pretendidamente ilustrado aborda con ligereza, creyéndose muy creativo al diferenciar entre “sionistas repudiables” y “judíos (no sionistas) aceptables”. Sin embargo, aunque el judaísmo actual no se reduce al Estado de Israel, es cierto que la relación de los judíos del mundo –sionistas o no- con ese  estado es innegable. Esta relación, sin embargo, pone juego no sólo la situación del estado de Israel sino la de los judíos de la diáspora, es decir, para el caso, la de muchos argentinos. El atentado contra la AMIA (que siguió, no lo olvidemos, al perpetrado contra la Embajada de Israel, donde, digámoslo, de los 29 asesinados, sólo 11 fueron israelíes) es un modo criminal de ponerlo en evidencia. Siglos de una cultura, sus memorias, sus lenguajes, sus herencias de todo tenor son, en cambio, modos legítimos de una trama entrañable e intrincada que no se deja reducir al concepto de “religión” tan apto para el desdén de quienes olvidan la necesidad de pensar aquello que, con Benjamin, podemos llamar disposición laica, una disposición que no desconoce la tentación siempre presente de la guerra de religiones.

 

Que, en esa trama, el mundo árabe agite los peores estereotipos del viejo antisemitismo europeo del siglo XIX que visten al judío con las ropas del mal metafísico inalienable; que “Los Protocolos de los Sabios de Sion” (cuya idea central es lo que nuestros ilustrados repiten, impunes,  cuando hablan del “lobby judío internacional”) vayan por la octogésima reedición y sea fácilmente adquirible en cualquier librería de, digamos, El Cairo; que la prensa árabe represente al “sionista” con los rasgos de las peores caricaturas de Der Stürmer -el judío como serpiente, el judío cuyo cerebro tiene forma de pulpo (símbolo de la conspiración mundial), el judío sentado sobre una enorme bolsa de dinero, etc.- no es un mero detalle. Más aún: que tantos intelectuales argentinos –que, sin vacilar, tildan de nazi al estado de Israel- se abstengan de abordar esas cuestiones, no resulta solo doloroso sino, sobre todo, sumamente preocupante.

 

Porque en este escenario, las diatribas iraníes que llaman a la aniquilación de la “entidad sionista” se articulan a su negacionismo de la Shoah en tanto política de estado: si Israel es solo el resultado de la Shoah, basta con denegar la realidad histórica de la aniquilación sistemática de los judíos para que ese estado pierda toda legitimidad. Y, sin embargo, no alcanza, hace falta algo más, es preciso volver a explicitar la cualidad maligna del judío: de allí que se lo califique de “nazi” igualando la estrella de David con la swástika. Por eso el negacionismo árabe que refuta la Shoah se afana por demostrar la complicidad de sionistas y nazis. Así se da una especie de antisemitismo en reversa: los judíos se portan ahora como los nazis lo hicieron entonces, por eso la eliminación de los judíos -al menos en Medio Oriente- deviene una “solución” aceptable.

Es probable que quienes rápidamente enarbolan la palabra nazi ignoren que esto no es sino una reedición de un viejo motivo del anti judaísmo cristiano: el verdugo deslizando en el martirio que inflige a su víctima el acta de acusación que justifica, a fortiori, su propia brutalidad. Los judíos, perseguidos por no haber sabido leer su propio Libro, eran, por tanto, doblemente perseguidos demostrándose así cuán adecuado es el padecimiento que los aflige, porque su miseria es el signo mismo de su vileza. Esa es la lógica que reaparece, intacta: si la verdadera cifra de Auschwitz es Israel, el horrendo secreto judío ha sido sacado a la luz y explica, hoy, a tantos años de la matanza, su propio padecimiento, nunca tan merecido.

 

¿Cómo puede ser, entonces, que el progresismo argentino no repare en que igualar israelí a nazi constituye una mortificación no solo absurda sino decididamente cruel hacia los judíos, sionistas o no? ¿Cómo puede obligarlos –obligarnos- a aceptar esa calificación para el Estado de Israel, so pena de ser excluido de sus ámbitos? Ésta es una operación que da lugar a lo que, certeramente, Alejandro Kaufman nombra como la ocasión de un nuevo marranismo: “No nos matan ni nos encierran en ghettos, nos exigen que denominemos nazis a los israelíes o a los judíos que se niegan a proferir esas palabras y símbolos. Algo que recuerda irresistiblemente la conversión forzada: el judío podía purificarse si abrazaba la religión cristiana. Ahora puede purificarse si renuncia a su condición judía.” Ser marrano hoy consiste, entonces, en aceptar la comparación entre judíos y nazis, aceptar la autodenigración como judíos.

 

Pero tampoco esta violencia -que convierte a las víctimas en asesinos- es nueva en la historia: Hasta el siglo XI, los judíos vivieron en Europa en precaria armonía con sus vecinos y, si bien el antijudíasmo de la Iglesia era notorio, no se expresaba en abiertas incitaciones a la persecución; sin embargo, en 1095, el Papa Urbano I lanza la Primera Cruzada contra el Islam y eso desata la peor catástrofe conocida por los judíos en su vida europea hasta entonces, ya que fueron considerados como insidiosos aliados de los musulmanes, como infieles traicioneros que se escondían en el corazón de la Europa cristiana. Por eso, los cruzados en camino a Tierra Santa destruyeron a su paso las comunidades judías del  norte de Francia, del valle del Rin, de las ciudades a lo largo del Danubio y de Bohemia. Y cuando llegaron a Jerusalén, quemaron la sinagoga hasta los cimientos, con los judíos de la ciudad en su interior.

 

Las matanzas fueron tan terribles que, al decir de un historiador, había que adecuar al castigo ya infringido las proporciones del crimen que supuestamente lo había causado. A partir de entonces, se populariza la leyenda de los llamados libelos de sangre, que sostienen que los judíos usan sangre de niños cristianos para amasar el pan ázimo en Pésaj. Hasta el día de hoy se exhibe en un pueblito del Tirol el cadáver momificado de un niño santo, supuestamente asesinado por los judíos en alguna Pascua remota.

 

¿Hasta qué punto la igualación de Israel con el mal absoluto que simboliza el nazismo no es una reedición de esas antiguas prácticas que reclamaban sostener un crimen equiparable al castigo ya advenido? ¿Hasta qué punto el disgusto que despierta en muchos la mera idea de la existencia de un Estado de Israel no es herencia de viejas legislaciones que prohibían a todo judío adquirir tierras (así como le prohibían el ejercicio de casi todas las profesiones, salvo la de prestamista, vedada para los cristianos)? ¿Hasta qué punto la exhibición morbosa de cadáveres de niños muertos en las operaciones israelíes contra Gaza –repudiables, por supuesto, ¿quién lo duda?- no insisten en el viejo tema de los judíos como asesinos de niños? ¿Hay acaso alguna guerra en la que los niños no sean los más expuestos? ¿Acaso los niños israelíes no mueren al ser bombardeados?

 

Paradójicamente, es en el pensamiento de algunos intelectuales palestinos, protagonistas directos junto con los israelíes de una situación verdaderamente trágica, donde podemos encontrar la capacidad de hacer la diferencia entre odio y realidad política, entre un ejército de ocupación y la humanidad de los israelíes como pueblo. Y no fue sino el propio Mahmud Abbas quien, en ocasión de su visita a Egipto en coincidencia con la de Ajmadinejad, lo encaró públicamente para que simplemente abogue por la creación de un estado palestino y no por la aniquilación del estado de Israel. Que la prensa argentina –hegemónica o no- haya declinado prestar a esto la morbosa dedicación que brinda a cierto actos del gobierno israelí no deja de ser una pregunta más para nosotros.

 

Sí, las preguntas son muchas, anoto aquí apenas algunas como un modo, precario, de conmover la reinante voluntad de abstracción, la insistencia en la ignorancia, porque tanto a esa abstracción como a esa ignorancia le falta la temperatura de lo humano, le falta lo que prospera en la presencia nada abstracta de los cuerpos. Añoro ese modo de pensamiento, añoro esas posibles palabras precisamente entre quienes serían capaces de pronunciarlas pero, por alguna razón, permanecen en silencio. Son las palabras que reclaman los nombres escritos en la empalizada de AMIA, la historia trágica de un tramo de la calle Pasteur, la oscura memoria de una ciudad que vio estallada su fisonomía y cuyo gobierno tantos se disputan; son las palabras que no dejan de conformar una pregunta para los argentinos, judíos o no. Son las palabras que quisiera escuchar de aquellos con quienes quisiera encontrarme en esta frase de Stephan Zagdanski: Dejemos a los pobres de espíritu, pertenecen a la sociedad del espectáculo. Nuestro lugar es aquí y ahora, al abrigo de nuestro diálogo.

 

* Psicoanalista, escritora. Doctora en Ciencias Sociales (UBA); Investigadora del CEG (UNTREF)​

bottom of page