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El regreso de una garca

 

 

 

 

 

 

Mirtha Legrand volvió el domingo 4 de Agosto a almorzar, esta vez por América, en una versión light que deje acaso en el olvido su inclaudicable temperamento “garca”.

 

Por Vicente y Hugo Muleiro *

(para La Tecl@ Eñe)

 

 

   Como trabajando para prócer, forzada y esforzada en una versión light que deje acaso en el olvido su inclaudicable temperamento garca, Mirtha Legrand volvió el domingo 4 a almorzar esta vez por América. En vivo, los estudios de Endemol reprodujeron el espacio legranesco, ese remedo de clase media alta que se presupone con buen gusto cuando lo que escenifica es el kitsch del que pudo asomarse a la riqueza de quienes de verdad “la tienen toda” y no necesitan estar diciendo, con asombro embobado: ”¡Oh, me dijeron que los mármoles son de Carrara!”   

 

   En términos de estética televisiva todo sonó a viejo, a trajinado, a una re-versión sin sorpresas de lo que se esperaba de sus masticaciones que llevan ya más de cuatro décadas. El soplo del pasado fue subrayado por un repaso de su trayectoria desde el blanco y negro, aunque quienes desempolvaron los archivos se cuidaron muy bien de reproducir sus momentos cumbre, como cuando en 1978 se deleitó con la final del Mundial de fútbol y las “lágrimas del presidente Videla” en el palco al que había sido invitada, como cuando le dijo al diseñador Roberto Piazza si una pareja de homosexuales no terminará violando a su hijo, como cuando le preguntó a Ingrid Bentacourt si durante su cautiverio con las FARC había tenido piojos, para sugerir en la misma secuencia que Estados Unidos debiera aniquilar a los alzados (¡con la tecnología que hay hoy!), o cuando afirmó que el ataúd de Néstor Kirchner estaba vacío y que la movilización popular que generó la muerte del ex presidente había sido un acto pago. O cuando criticó a la presidenta Cristina Fernández por viajar a China (“Si en China son comunistas ¿vamos a identificarnos con ellos?”) o cuando durante el clima de agitación social de 2001 le preguntó a Aldo Rico si estábamos ante un “rebrote subversivo”, como si preguntar eso a ese personaje no significara nada.

 

   Chiquita avisó de entrada que no va a reproducir ese tono cerril. “No me voy a pelear con nadie”, fue una de las primeras frases que se le escuchó en la reentré del domingo y enseguida leyó la carta en la que Jorge Bergoglio declinaba su invitación al almuerzo pero se congratulaba por su vuelta. También comunicó que había invitado a manducar a la mismísima Presidenta, mostrando así las costuras íntimas que mueven a la Legrand postrera: retirarse bendecida “urbi et orbi” y desparramar una imagen de esa abuela bondadosa que nunca fue.

 

   Porque Legrand, como ella dijo, sí, como volvió a decir el domingo de los peronistas, es incorregible. En su estrategia con vistas al panteón armó una mesa de apariencia ecuménica sentando a Enrique Pinti, Juan José Campanella, el conductor Santiago Del Moro y hasta una actriz de declaradas simpatías kirchneristas, Florencia Peña. Pero esa, su aparente adaptación a la continuidad democrática, tuvo sus derrapes notorios como cuando dijo que quería dialogar con Cristina Fernández para preguntarle “por qué permite que los actores critiquen a sus pares”. Así, sigue sangrando por la herida que le provocaron los dichos de Federico Luppi cuando relató, en un reportaje en Uruguay en 2010, que de la Chiqui le irrita “su profunda y extensa ignorancia” y “el estado totalmente reaccionario de su alma, un alma pobre”.

 

   La tantas veces acariciada interpelación a la Presidenta para que haga callar a quienes la critican da cuenta de la concepción de la autoridad democrática de Legrand. Van cuatro décadas de democracia y una de kirchnerismo y la diva aún no tomó nota de que este poder político jamás se empeñó en hacer callar a nadie, sino, y con mucho esfuerzo, en que todos puedan hablar. Que la presidencia sea utilizada para que los demás hagan silencio es una ambición despótica que vuelve a colocar a la almorzadora en esa borrosa frontera entre la ignorancia y la mala fe que tanto frecuenta.

 

   Por supuesto, no se privó de nombrar a su empleador Francisco de Narváez, porque le había mandado flores y saludos o para preguntar –como al pasar, con inocencia- cómo va en las encuestas para las elecciones del domingo (“me dijeron que bien”) . Tampoco de retar en cámara a su colaboradores y, aunque se presentara como una especie de Santa Mirtha, no se ahorró sus consabidas frases dinosaurias, al decir que todos los gobiernos totalitarios se esforzaron por “usar” a los actores: “Hitler, Mussolini, Perón” enumeró. Tras cartón, intentó manipular una exposición de Pinti para instalar la sensación de la “falta de libertad de expresión” pero el actor, aunque es un incondicional de ella, no le dio el gusto de avalar la muletilla.

 

   La emisión transcurrió, lavada y enjuagada, en un ámbito neutro donde todos se quieren y la más querida es ella. En su versión autocanónica de fin de ciclo ese será el tono dominante. Aunque, incontables, reaparezcan las obviedades de una mentalidad atravesada por un garquismo invicto.

 

 

* Autores de “Los Garcas, una tipología nacional” (Planeta, 2013)     

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