top of page

Liberalismo y violencia de Estado: notas sobre un contrato clandestino

El historiador de las ideas políticas, Ezequiel Adamovsky, contestó hace unas semanas en el diario Clarín, a un articulista que sostuvo que el liberalismo era el “corazón” de la democracia. Adamovsky argumentó en sentido contrario y esa respuesta disparó varias contestaciones de liberales que se sintieron ofendidos. En este artículo escrito para La Tecl@ Eñe, Ezequiel Adamovsky amplía el sentido de su intervención, profundizando sobre algunas de las discusiones que plantean los especialistas en la historia de la tradición liberal. Los defensores de las ideas liberales han construido un relato autocelebratorio que hoy forma parte del sentido común. Sostienen que el liberalismo surgió consustanciado con las ideas de la Ilustración. Este relato, sin embargo, está basado en algunos mitos y falsedades que conviene repasar.

Por Ezequiel Adamovsky

(para La Tecl@ Eñe)

 

 

Hace unas semanas respondí en el diario Clarín a un articulista que sostuvo que el liberalismo era el “corazón” de la democracia. Mi argumentación, que iba en sentido contrario, disparó varias contestaciones de liberales que se sintieron ofendidos.[1] Con más espacio, en esta nota quisiera ampliar el sentido de mi intervención, poniendo a disposición del público algunas de las discusiones que plantean los especialistas en la historia de la tradición liberal (en general muy poco conocidas por los militantes de esa orientación).

Los defensores de las ideas liberales han construido un relato autocelebratorio que hoy forma parte del sentido común. Sostienen que el liberalismo surgió consustanciado con las ideas de la Ilustración (el primero sería algo así como el movimiento ilustrado hecho doctrina política). Su razón de ser inicial fue la defensa de la libertad contra el absolutismo de los monarcas. Por ese compromiso con la libertad y con los derechos individuales, debemos agradecer a los liberales el Estado de derecho, la ampliación de los derechos civiles y sociales y la mismísima democracia. Los liberales, en fin, serían los eternos enemigos de todo autoritarismo, los guardianes constantes del derecho de las personas contra los abusos del Estado. Este relato, sin embargo, está basado en algunos mitos y falsedades que conviene repasar.

 

 

Liberalismo y modernidad

 

 

La modernidad como experiencia histórica, y la Ilustración como movimiento en el plano de las ideas, empezaron antes de que surgiera la tradición liberal. La modernidad comenzó en Europa entre los años 1200 y 1600, a partir del descubrimiento del plano de la inmanencia, es decir, la comprobación de que las leyes que gobiernan este mundo pertenecen a este mundo (y no a Dios o cualquier orden trascendente) y por ello están sujetas al conocimiento y la acción de los hombres y mujeres en sociedad. Los seres humanos, en fin, son amos de sí mismos. Esta comprobación desató una febril actividad intelectual. La afirmación del plano de la inmanencia dio lugar, a partir del siglo XVII, al movimiento intelectual que llamamos Ilustración. En sus primeras manifestaciones, planteó ideas notables. La Ilustración “radical” de autores como Spinoza, Diderot o Rousseau propuso nociones del “bien común” de carácter profundamente igualitarista.[2] Como parte de esas discusiones, apareció, incluso antes de Rousseau, una profunda crítica a la desigualdad económica y a los efectos antisociales de la propiedad privada. Tanto la aspiración democrática como la socialista proceden de ese impulso “radical” de la Ilustración. Pero el desafío que planteaban estas ideas hizo que en la misma época surgieran otras, orientadas a contrarrestarlas. Algunas de ellas participaban del movimiento Ilustrado: de Descartes a Hegel, pasando por Hobbes y Kant, buscaron reinstalar algún plano trascendente como modo de limitar aquel potencial disruptivo y democrático. El liberalismo surgió animado de esa misma intención: en su corazón está la vocación de reestablecer alguna autoridad trascendente por sobre los asuntos humanos. El modo particular en que esta tradición lo intentó fue postulando un “individualismo metafísico”, es decir, la idea de que existe un individuo abstracto, que goza de derechos que son anteriores y exteriores a la sociedad en la que vive (por lo cual esa sociedad no tiene la potestad para ponerlos en discusión).[3] En este sentido, el liberalismo no surgió con la vocación de profundizar lo más posible las capacidades democráticas de las sociedades. Buscó más bien limitarlas, creando un ámbito de asuntos “privados” que quedaba por fuera del alcance de las decisiones colectivas. Por extensión, la tradición liberal postuló un ámbito de la vida social –la “sociedad civil”– regido por el interés privado de cada individuo y también protegido de las interferencias de la “sociedad política” (el Estado). Poseer bienes en propiedad fue siempre un derecho que los liberales consideraron propio del ámbito privado, es decir, protegido de consideraciones colectivas. Las actividades de acumulación económica, por extensión, también quedaban como propias de la sociedad civil.

 

 

Liberalismo e individuo

 

 

Por eso mismo, tampoco es del todo exacto que el liberalismo sea el guardián de los derechos individuales. Porque el foco de su preocupación no son las personas concretas, de carne y hueso, que viven en sociedad, sino ese individuo abstracto, monádico, del que se supone que precede a la sociedad. Allí donde se presenta una colisión entre lo que una persona concreta desea (políticamente hablando) y lo que se presupone que un individuo (abstracto) debe desear, la tradición liberal ha privilegiado siempre lo segundo. En el momento formativo del liberalismo, John Locke lo planteó con toda claridad: los seres humanos sólo comienzan a formar parte de la sociedad civil/política cuando son capaces de tener una conducta “civil”. Sólo quien es dueño de sí –la idea de propiedad es el modelo desde el que piensa la cuestión– puede participar de la sociedad autónomamente. Los niños, los idiotas, y en general cualquiera que no demuestre poseer los atributos de alguien dotado de “razón”, están incapacitados de dar su consentimiento racional para ser gobernados por alguna autoridad política. Y por ello, deben vivir bajo la autoridad de otros (o de la sociedad civil/política que otros componen).[4] Locke, sin ir más lejos, no veía contradicción alguna entre la defensa de la libertad individual y el decidido apoyo que brindó a la continuidad de la esclavitud (que otros intelectuales de su tiempo cuestionaban).[5]

 

El problema que surge inmediatamente es ¿quién decide qué persona está dotada o no de “razón”? Este es un punto ciego del liberalismo: no cualquiera califica como “individuo”, existe un “mínimo antropológico” implícito. Y aquí es donde se hace evidente algo que los historiadores de las ideas sabemos muy bien: las tradiciones políticas no pueden estudiarse solamente como cuerpos de doctrina (por lo que ellas dicen), sino también por las prácticas políticas que promueven (que son las que suelen revelar lo que ellas no dicen). Porque las tradiciones políticas con frecuencia funcionan como ideologías: legitiman y organizan formas de dominación de una manera no-transparente. La pregunta que Locke dejaba sin responder, aparece respondida en las prácticas. Los políticos liberales franceses de la primera mitad del siglo XIX (que también fueron pensadores del liberalismo, como Guizot), por caso, planteaban que sólo tenían derecho de participar como ciudadanos quienes demostraran “capacidad”. Para ellos, poseer una propiedad era el mejor indicio de “capacidad”, por lo que defendieron y sostuvieron el voto censatario todo lo que pudieron. Y cuando finalmente las luchas sociales de la época obligaron a ampliar el derecho a voto a los no-propietarios, buscaron formas de “domesticar” al ciudadano mediante la educación y los diseños institucionales elitistas (como el bicameralismo).[6] En este punto, el liberalismo tampoco se ha destacado históricamente por la defensa irrestricta de los derechos de cualquier individuo, sino de los individuos que estuvieran dotados de ciertas características definidas a priori.

 

 

Liberalismo y libertad

 

 

Desde este punto de vista, entonces, también es inexacto que el liberalismo surgiera en defensa de la libertad contra toda forma de poder absoluto. Es cierto que los primeros liberales se preocuparon por poner ciertos límites al poder de los monarcas. Y es también cierto que, como parte de esa preocupación, crearon dispositivos como la división de poderes, que efectivamente han funcionado en muchas ocasiones como un dique de defensa de las libertades frente a Estados con vocación autoritaria. Pero no es menos cierto que liberales como Montesquieu –a quien debemos la idea de la división de los poderes– en verdad estaban preocupados por proteger no a toda la sociedad, sino particularmente a lo que él llamaba los “cuerpos intermedios”, que no eran otra cosa que los parlamentos y otras instituciones representativas de la nobleza. Cuando la sociedad del Antiguo régimen se derrumbó irremediablemente, el liberalismo de Tocqueville retomó la idea de los cuerpos intermedios, reformulándola en una teoría que enfatizaba la importancia de las “asociaciones” independientes en la defensa de la libertad. Pero nuevamente en este caso, Tocqueville estaba pensando en asociaciones que funcionaran como “cuerpos aristocráticos”, compuestas de industriales, comerciantes, quizás científicos y académicos: su función no era ampliar la democracia, sino mantenerla dentro de límites controlables.[7] Una democracia de iguales, un gobierno de mayoría sin reaseguros para los privilegios de las minorías, era algo que Tocqueville más bien temía. Y no casualmente se interesó en el modelo de EEUU, cuyas instituciones fueron diseñadas por liberales –como los que escribieron en El Federalista– con el objetivo explícito de limitar la soberanía popular y mantener la democracia bajo control.[8] Las libertades que la tradición liberal se preocupó por proteger fueron, así, las de los grupos aristocráticos, de notables o de propietarios. Quien se interese en estudiar esa tradición, encontrará poco y nada respecto de las libertades de los pobres o de las amenazas a la libertad que podrían derivar, precisamente, de la existencia de cuerpos y asociaciones que agrupen a los nobles, los propietarios o los notables, o sencillamente de las actividades económicas orientadas a la acumulación de capital. Que el liberalismo no estuvo indefectiblemente inclinado a poner límites a cualquier poder queda claro en la historia de la corriente fisiócrata, aquella que acuñó el slogan Laissez faire, laissez passer. Para ellos, el “despotismo” de un monarca que gobernara de acuerdo con el “orden natural” (que no era otro que el que ellos proponían) no sólo no era algo negativo sino incluso recomendable; si el “déspota” era “ilustrado”, entonces no era conveniente que se interpusiera en su camino ningún límite ni ningún contrapeso.[9]

 

 

 

 

Liberalismo y civilización

 

 

La ambivalencia de los liberales respecto del poder ilimitado y sus ideas implícitas acerca del “mínimo antropológico” necesario para merecer el disfrute completo de los derechos que poseía el individuo abstracto, se manifiestan con toda claridad cuando nos movemos del escenario de los “civilizados” al de los “bárbaros”. Así como los pobres (o en ese entonces las mujeres) no reunían las condiciones mínimas para que los liberales confiaran en su “capacidad” cívica, tampoco los “salvajes” de otros territorios estaban en condiciones de autogobernarse. Su incapacidad para ponerse a tono con el “orden natural” que debían tener las sociedades fue motivo de muchas reflexiones entre los liberales de los países “civilizados”, que con escasísimas excepciones aprobaron e incluso estimularon las aventuras coloniales e imperialistas, tanto en el siglo XIX como en el XX. John Stuart Mill, por caso, fue tan campeón de la “libertad” en casa como del dominio británico de sus colonias.[10] La interminable saga de violencia ejercida contra las poblaciones no europeas por parte de gobiernos perfectamente liberales en casa, no fue habitualmente motivo de escándalo (Tampoco lo es hoy). Entre los liberales de la periferia esta contradicción solió ser particularmente evidente; por mencionar un caso, Domingo F. Sarmiento, de ideas liberales de avanzada en muchos aspectos, ejerció él mismo formas de violencia y de negación de derechos básicos contra la población criolla que horrorizaron incluso a sus propios contemporáneos.


 

 Los defensores del liberalismo suelen intentar separar los tantos, dejando a la doctrina a salvo de críticas y culpando en cambio a la “situación” o “la cultura de la época”. Pero, como vimos, el propio liberalismo planteaba nociones sobre “capacidades” y comportamientos esperados que excluían incluso a los pobres “civilizados”. En lo estrictamente económico, el propio Jeremy Bentham propuso una doctrina diferencial. En su opinión, era innecesario y dañino que los gobiernos intervinieran en la economía. Sin embargo, ya que en las sociedades atrasadas faltaba “el poder, el conocimiento, la inteligencia o la inclinación” para el desarrollo de las actividades económicas deseables (para él), entonces en esos casos una fuerte intervención estatal que removiera obstáculos y creara precondiciones era lo más indicado.[11]

Liberalismo y democracia

 

 

Por todos los motivos anteriores, no es extraño que la relación entre la tradición liberal y la democracia haya sido bastante más conflictiva de lo que los liberales quieren recordar. En general es cierto que los liberales apoyaron formas de gobierno representativo (monárquico o republicano), pero eso no quiere decir que apoyaran la democracia. “Democracia” fue, en general, un concepto de sentido negativo para los liberales hasta, al menos, mediados del siglo XIX. Las corrientes republicanas que proponían el sufragio universal eran habitualmente sus enemigas políticas. Los liberales lo fueron aceptando a regañadientes y lentamente, cuando la realidad indicaba que era un hecho irreversible. “Democracia liberal” –el sistema limitado de ejercicio de la soberanía popular que hoy conocemos– era un oxímoron para un europeo de la primera mitad del siglo XIX.[12] La democracia en el sentido de “gobierno del pueblo” nunca fue un ideal al que 

 


 

los pensadores liberales aspiraran: fue (y es) más bien un escenario temido.[13] La democracia que esa tradición sí llegó a aceptar es la que se define mucho más modestamente, como un sistema para la selección periódica de algunos funcionarios estatales con atribuciones limitadas. Pero incluso así, la tolerancia de los gobiernos democráticamente elegidos siempre queda supeditada a que sus políticas coincidan con el ideal abstracto de “buen gobierno” que los liberales tienen en mente. Típicamente, un pensador señero de los liberales actuales como Friedrich Hayek se ocupó de distinguir dos formas de democracia (como había hecho antes que él Tocqueville), una “limitada” (buena) y una temible (“ilimitada”). Aunque retóricamente su compromiso con la primera era firme, en los hechos estuvo perfectamente dispuesto a recomendar y apoyar lo que él mismo llamó en 1981 una “dictadura liberal”, si la alternativa era “un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente”. La afirmación era en referencia al régimen de Augusto Pinochet, al que Hayek defendió efusivamente en varias ocasiones (incluso organizó en Chile una reunión de la Mont Pelerin Society que agrupaba a los más prominentes liberales de la época).[14] No fue el único gobierno dictatorial al que Hayek respaldó, y verdaderamente sería interminable la lista de los regímenes y medidas autoritarios que pensadores y políticos liberales apoyaron. Nuestro país tiene antecedentes abundantes al respecto. 

 

 

*Ezequiel Adamovsky es Doctor en Historia, título otorgado por la Universidad de Londres, Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Buenos Aires e Investigador en el CONICET. Autor del libro Historia de la clase media argentina

 

[1] El debate puede seguirse en http://ezequieladamovsky.blogspot.com/2013/02/una-fundacion-alemana-desembarca-en-el.html

[2] Jonathan Israel: Radical Enlightenment: Philosophy and the Making of Modernity, 1650-1750, Oxford, Oxford

University Press, 2001. 

[3] Stuart Hall: “Variants of Liberalism”, en James Donald & Stuart Hall (eds): Politics and Ideology, Milton Keynes,

Open University Press, 1986, pp. 34–69.

[4] Véase Uday Singh Mehta: Liberalism and Empire: A Study in Nineteenth-Century British Liberal Thought,

Chicago, University of Chicago Press, 1999.

[5] Véase Domenico Losurdo: Liberalism, A Counter-History, London, Verso, 2011.

[6] Pierre Rosanvallon: Le moment Guizot, Paris, Gallimard, 1985, pp. 49-50 ; André Jardin: Historia del liberalismo

político, México, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 454. 

[7] Alexis de Tocqueville: Democracy in America, New York & London, Harper & Row, pp. 1966, pp. 671–72.

[8] Alan S. Kahan: Aristocratic Liberalism: Social and Political Thought of Jacob Burckhardt, John Stuart Mill and

Alexis de Tocqueville, Oxford, OUP, 1992.

[9] Norberto Bobbio: La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, México, 1994, pp.

142-44.

[10] Jahn Beate: "Barbarian Thoughts; Imperialism in the Philosophy of John Stuart Mill", Review of International

Studies, vol. 31, 2005, pp. 599-618.

[11] Jeremy Bentham: ‘‘A Manual of Political Economy’’, en The Works of Jeremy Bentham, Edinburgh, William

Tait, 1843, pp. 31–84.

[12] C.B. MacPherson: La democracia liberal y su época, Madrid, Alianza, 1982.

[13] Anthony Arblaster: The Rise and Decline of Western Liberalism, Oxford & New York, Basil Blackwell, 1987, pp.

75-78 y 200.

[14] Corey Robin: “Hayek von Pinochet”, http://coreyrobin.com/2012/07/08/hayek-von-pinochet/ [acc. 4/3/2013]

bottom of page