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La Argentina en la encrucijada. Antecedentes y actualidad de un diferendo

 

Lectura y exposición realizada en Santiago de Chile, a invitación de la Fundación Chile 21, presidida por el senador Carlos Ominami, y de la Fundación Ebert, 25 de julio 2013.

 

Por Horacio González*

(anticipo para La Tecl@ Eñe)

Se podría afirmar, con las necesarias dudas y reservas sobre cualquier periodización, que el ciclo actual de la historia política e intelectual argentina se inició con el bombardeo a la Plaza de Mayo en el año 1955 por parte de la aviación naval. La insurgencia de un pequeño sector del ejército, prácticamente no tuvo actuación efectiva en la asonada. Pocos meses después, fue una minoría muy activa del ejército la que despojó a Perón del poder, ocupando bases lejanas a la Capital Federal, actuando aún en minoría. Encontraba a un gobierno con una fuerza mucho mayor de efectivos militares –sobretodo la suboficialidad y algunos oficiales superiores- dispuesto a defenderlo. No obstante, no existía en el gobierno constitucional lo que podríamos llamar un núcleo de creencias básicas, que cohesionara a sus partidarios. La densidad de carácter anímico, volitivo y desiderativo que suele inyectar su denuedo a las fuerzas colectivas, en él había desaparecido. En cambio los insurgentes, sobretodo los de la primera fila de acción, habían actuado en nombre de consignas sacrificiales. Bajo el nombre de “Cristo Vence” lograron el impulso y la razón anímica de su acción, en consonancia con infinidad de prédicas de púlpito y homilías de la Iglesia. Ésta estaba volcada enteramente al golpe de Estado. Lo había favorecido creando una red de justificaciones del partisano golpista basada en la fe, los sacramentos y los “divinos manteles de la misa”.

Caía entonces bajo el nombre infamante de tiranía, con sus emblemas y nombres prohibidos, un gobierno que había ganado elecciones por cifras aplastantes, que había creado marchas y heráldicas triunfales, que tenía bases doctrinarias, de las que se jactaba, que aseguraban superar los conflictos de posguerra entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Al mismo tiempo, el peronismo había creado un Estado que promovió un sindicalización masiva de trabajadores, con ciertos aires de New Deal y Planes Quinquenales de la remota Unión Soviética.

Hizo de la CGT un órgano majestuosamente oficial pero con un fuerza movilizadora fuertemente vinculada a clásicos derechos laborales y colectivos. Esto motivó una de las grandes discusiones de carácter intelectual del siglo XX argentino. Ante la magnitud de la sindicalización y la movilización obrera, aunque con loas y canciones que pertenecían a la urdimbre fuertemente personalista del gobierno, un pequeño sector de la izquierda, desprendido de las formaciones entonces vigorosas del Partido Comunista y del partido socialista, se preguntaron si a pesar de las dudas sobre un aparato doctrinario que no poseía aquellos nombres clásicos que recordaban a Iskra, la batalla de Stalingrado o los grandes discursos del diputado socialista Alfredo Palacios, no se debería destinar una suerte de comprensión crítica a ese movimiento cuyas fórmulas asemejaban que a veces a caudillismos basados en el honor criollo, un candoroso hedonismo comunitario y un moderado nacionalismo. No siendo herederos de formas de orden social comunitaristas –aunque sí las que pertenecían a su grado cero, el comunismo-, el sector intelectual, la izquierda no tenía porqué acompañar ese proletariado nacional, aceptando sus características populistas, pero no se privó en largas y serpenteantes argumentaciones, de iniciar un largo y fructífero diálogo, que abría estremecedoramente un vasto intercambio y transfusión de ideas.

Aún este dilema perdura, desgastado, sin fuerza intelectual, aunque en la fuerte emotividad que tiene la vida política argentina, en este momento, cualquier vocablo elegido al alzar  -pongamos, dramático-, no la describe mal. La izquierda de los años sesenta se interesaría por las programáticas nacionalistas que representaban el totus de lo nacional, adquiriendo reivindicaciones clásicas de la existencia justa comunitaria, y una parte del nacionalismo admitiría que el sentido de la historia reposaba en innúmeras memorias que habían formado los partidos de izquierda y socialistas de América Latina.

 

            Fue ésta, y aun lo sigue siendo, una singularidad argentina, la idea de que las ideologías están abiertas hacia un punto de tensión máximo cuando las contraposiciones más evidentes tienen capacidad de articularse. El mismo Perón, en su largo exilio, pareció aceptar este punto de vista, afín a sus tesis tradicionales, que tanto le abrió el camino de su encuentro con los conglomerados populares masivos, como presidió la sangrienta tragedia de su regreso del exilio casi dos décadas después. Una enorme cantidad de cartas de su frondosa correspondencia, así lo hacían suponer. Quedaba atrás la inicial acusación de complicidad con el fascismo, al que en verdad Perón nunca había apoyado, aunque esta equiparación fue la base de las campañas electorales de casi todos los partidos de una alianza muy amplia de sectores conservadoras, el partido radical que había gobernado el ciclo histórico anterior con sus consignas de voto universal, alianza que también incluía al partido socialista que hacía tiempo había girada hacia un republicanismo que no escapaba del liberalismo positivista que había fundado la nación argentina moderna hacia 1880. Asimismo, ese es el puesto en que se sitúa un partido comunista –formación de militantes experimentados y con fuerte influencia sindical- que en ese momento estaba circundado por la lógica mundial que imprimía el stalinismo, por lo que la tesis del frente único lo obligó a integrar la alianza conservadora.

 

            Es notoria la diferencia ente una sociedad cuya estratificación ideológica mantiene los campos heterogéneos sin extrapolaciones ni articulaciones mixtas, respecto de una sociedad donde el nacionalismo y la izquierda presentan severas capas de superposición, como ocurrió en la Argentina de hace ya medio siglo. Por otro lado, a estos imanes complementarios de socialismos tercermundistas tomados por la idea de una reparación anticolonial, se le adosaba otro concepto tomado de la historia militar clausewitziana. Hay que recordar que un teórico dudoso pero intenso como Carl Schmitt había escrito en el concepto de lo político que el máximo evento del siglo XX era la lectura de Clausewitz por parte de Lenin, en oportunidad de la escritura de sus cuadernos filosóficos.

 

En la Argentina, factor activísimo de aglutinación profesional en el ejército fueron estas lecturas de fuente prusiana que se inclinan a menudo sobre sus amplios focos politizantes. Éstos en general obedecían a un legado nacionalista –por influencia de las bibliografías y ejemplaridades de aquel cuño prusiano. A principios del siglo XX, el mariscal Von der Goltz, autor de un libro de notoria influencia en el ejército argentino, titulado La nación en armas, visita la argentina en1910. Su doctrina, que impresiona a jóvenes cadetes como el futuro general Perón, se contrapone a la línea liberalizante, que surge de los ejércitos que vuelven de la guerra contra el Paraguay y de la campaña por la ocupación territorial del general Roca. Este liberalismo militar, a pesar de que tuvo profundas discontinuidades, se mantuvo dentro de línea mayoritaria de interpretación de la historia nacional, y el propio Perón en el gobierno no actuó contra ese legado ideológico identificado con la figura del general Mitre, que en sucesivas mutaciones consigue convertirse en una fuerza efectivas de operaciones, hasta actuar decisivamente en el golpe de Estado antiperonista del 1955.

 

            El peronismo originario se había presentado como garante de la unidad nacional, pero en los hechos el enorme frente que construye, y la estilística de esa misma construcción, escinde el país en dos mitades. El odio político, que tiendo una cuerda asombrosa entre aquellos días de mediados del siglo XX y los presentes acontecimientos de los días que corren, puede ser fuente de múltiples reflexiones. No era la primera vez que se presentaba esa impalpable materia social que forja conversaciones y medias palabras sostenidas en sumarios epítetos que hacen que el lenguaje político haga innecesario el invento de la guillotina, pues es el mismo el que la contiene. Algo debemos agradecerle entonces a estas pulsiones de las guerrillas lingüísticas, cuyos antecedentes estaban enclavados en el siglo 19. Pero la fenomenología del odio es difícil de identificar en sus fuentes últimas. Grandes obras teatrales lo vinculan a tragedias cuya memoria es hereditaria, como si fuera un artificio genealógico que pertenece más al genio griego de los Labdácidas que a las luchas en las sociedades modernas donde se llegó a ponderar como foco organizativo esencial al portentoso concepto de odio de clase, que no faltó en las meditaciones de innumerables partícipes en las luchas políticas en las repúblicas sudamericanas. Lo cierto es que se combate con odio cuando se elaboran simbologías, gestos, heráldicas y esquemas publicísticos que hacen surgir un significado aparentemente eficaz de las hondas capas de prejuicios colectivos, al punto que ante una situación insoportable, ambos campos que ahora escinden a la Argentina recomiendan permanentemente no hablar con odio, imaginando que es solo el contrario el que lo posee. Esta recomendación que cada uno se atribuye como prueba de sensatez, también es un reconocimiento. El problema se detecta fácilmente. Ante la solución de autocontención de la ira, cada uno duda que el otro la ponga en práctica.

 

            Todo el período de exilio de Perón en Madrid generó lo que el peronismo no tenía y lo que siempre era un motivo de reflexión práctica sobre su conveniencia. Generó una amplia militancia social ya sin respaldo del Estado, afectó e interesó a numerosos sectores de la izquierda, que sumaron se las militancias del peronismo ante la evidencia de que eran castigadas con una drástica represión, que incluyó numerosos fusilamientos de militares y civiles. El propio Perón, percibiendo estas escenas nuevas, en que adquirían notoriedad las llamadas izquierdas nacionales y los incipientes grupos armados, da innumerables signos de apoyo a esta configuraciones, sin abandonar su teoría central, obtenida de su lejana lectura de aquellos manuales prusianos, donde el centro activo de articulación de la diferencia, era ocupado por una figura enigmática, afluente y creadora de multiplicidad de signos de acción, eficaces en su contradicción, e incluso eficaces a causa de su contradicción. Contemporáneo de la Revolución Cubana, del Frente de Liberación de Argelia, de la saga boliviana de Guevara y de las movilizaciones en París de 1968, Perón tomo algo de cada uno de estos eventos. Su esponjosa fascinación actuó frente a ellos como si fueran un tesoro alegórico que podía ser citado en forma difusa o alusiva. Y, según los casos, en forma parcial o total al calor de la inspiración del momento.

El saber hermenéutico muy poco tiene que ver con las principio de la esperanza. El primero desentraña, el segundo desbroza. Pero Perón consiguió desarrollar un amplio fraseo que asociaba el poder de una significación con estrías siempre abiertas e ingeniosamente borrosas, con una utopía liberacionista asociada a su regreso al país. Su decisión en el terreno de la acción violenta y la formación de grupos armados, inclinó la opinión nacional a favor de éstos, aunque los definió de una manara que ya figuraba en sus manuales de estrategia, que databan de los años treinta: eran “formaciones especiales”, es decir, auxiliares del conductor general. Mientras cada uno de esos grupos, sobretodo el que aceptaba una filiación peronista a pesar de indicar que sus análisis obedecían a la metodología marxista, contaba con más de cinco mil hombres en armas. Se definían como una organización política militar, notoriamente contrapuesta a la idea de “formaciones especiales”, y este problema filológico y semántico, estuvo en la primera fila de lo que fue la controversia de Perón, ya 

regresado, con estas organizaciones. El más importante teórico de la izquierda peronista, que además poseía la condición de haber sido durante algunos años de Perón en el exilio su representante personal en Argentina, un joven de raíz familiar irlandesa llamado John William Cooke, era un sutil político, amigo de Guevara, notable escritor de textos analíticos de la política, de fuerte vuelo literario, y lector prematuro en nuestro país de las literaturas políticas de Antonio Gramsci y Georg Lukács, mientras se carteaba con Perón sobre los acontecimientos de la revolución de Octubre, en una famosa correspondencia de tono insurreccional que no evitaba las citas de los grandes autores políticos de la modernidad: Clausewitz, Lenin, Trotsky. Si la muerte de Cooke no hubiera sido tan prematura, quizás se hubiera evitado la rigidez final de esa dicotomía entre los antiguos y los nuevos peronistas armados.

          Regresado Perón a la argentina, entre los múltiples eventos de carácter intelectual que se produjeron, una amplia conmoción moral y atomística sumó prácticamente sus principales nombres de izquierda al apoyo al hombre que había conocido un extenso ostracismo. Los intelectuales de la ortodoxia peronista había mermado su influencia y pasan a primer pleno nuevas figuras intelectuales en general ligadas a los grupo guerrilleros, como el gran poeta Juan Gelman, dueño de una metafísica aliada a una perdida ternura que llama a recobrar, Paco Urondo, autor tan melancólico como Gelman pero nunca despegado de una autorreflexión trágica, Rodolfo Walsh, fuertemente influido por Borges, contando la historia de seres pequeños e insignificantes en los que sopla una estrella de redención, Haroldo Conti, que a diferencia de los anteriores estaba vinculado a la izquierda insurreccional pura y no a la guerrilla peronista, autor de libros con preciosa criaturas mágicas que sin embargo evitan delicadamente el canon oficial del realismo mágico, todos estos escritores víctimas luego de las acciones del estado Terrorista, siendo de ellos, Juan Gelman el único sobreviviente. Pero antes las librerías estaban abarrotadas por la revista Crisis (que intentaba un puente entre el nacionalismo popular y la izquierda insurgente, apelando a antiguas figuras como Macedonio Fernández y héroes de la lírica popular como Homero Manzi o Discépolo), y por el renacido Leopoldo Marechal, autor proveniente de una novelística de tono neoplatónico y cristiano, de fuerte intención alegórica, que años antes había sido reivindicado solitariamente por el joven Cortázar, que a la sazón, vuelve en 1973 a la Argentina, proclamando que su obra literaria, aunque tomando una visión lúdica y deliciosamente arcaica de lo popular, no había conseguido comprender la significación de la nueva clase trabajadora, que no obstante surgida de un peronismo al que él no era afecto, no lo eximía de reconocer que los años de proscripción política había protagonizado un gesta democrática de reconstrucción de la noción misma de lo popular.

 

         Autores de la llamada izquierda nacional pasaban a las estanterías más visibles de la atención lectora. Nos referimos a Rodolfo Puiggrós, ex comunista que gozaba ahora de la amistad del propio Perón, a Raúl Scalabrini Ortiz, antiguo discípulo del metafísico Macedonio Fernández, quien había abandonado la metafísica individualista de su maestro para enfocar los temas que denominaba como propios del hombre colectivo, influyendo en varias generaciones de lectores con su campaña contra los capitales británicos en el Río de la Plata, y a Juan José Hernández Arregui, un autor de cabecera en los años 70, con su teoría hegeliana de un país alienado por el neocolonialismo cultural, que en paralelismo con su economía agraria solo daba literaturas cosmopolitas de alto nivel, pero extraviadas del ser social y colectivo en lucha. Juzgaba que tal categoría pertenecía la literatura de Borges, que sin embargo era el autor que en sus primeros momentos literarios había escrito “los años que viví en Europa son ilusorios, yo he estado y siempre estaré en Buenos Aires”. Pero los escritos de la izquierda nacional lo hacían un autor europeísta. Así lo veían otros jóvenes ensayistas de la izquierda o el comunismo nacional, como Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, un Borges afecto a la herencia literaria británica, dando a esta vastísima literatura borgeana que nunca cesa de interpretarse (pues es una estructura interpretativa que se rehace cada vez que es invocada) un específico destino antipopular que distaba mucho de hacerle justicia a sus raras geometrías y escorzos. 

 

            Los años del peronismo, retornado de la mano de un tercermundismo en el que tanto influían Franz Fanon y Sartre, como la voz desgarrada y el contenido llanto evangélico de Eva Perón, asistió también el reverdecer de la obra de Arturo Jauretche, un escritor del nacionalismo plebeyo de origen yrigoyenista, que remedando con ingenio la lengua gauchesca que acompañó poéticamente toda la gesta de la emancipación argentina –desde Bartolomé Hidalgo a José Hernández- trataba todos los temas de lo que entonces aparecía como azulejo más brillante del razonamiento nacional y popular: la “unión del pueblo con las fuerzas armadas” y la crítica al colonialismo cultural, temas entrelazados a modo de cimientos de un nacionalismo de payadores del jacobinismo criollo.   

En la literatura argentina hay un episodio crucial, en 1933, que es la insurrección yrigoyenista en la localidad correntina de Paso de lo Libres, en los que participan jóvenes partisanos del recientemente derrocado presidente Yrigoyen. Entre ellos está Jauretche. La insurrección es reprimida duramente por la aviación militar, entonces dependiente del ejército. En el exilio brasileño, Jauretche escribe unas poesías en género gauchesco –el que a su manera Borges también cultivaba- narrando la insurrección como una patriada anticolonialista. Borges prologará ese libro y es el máximo encuentro entre en aquel entonces joven yrigoyenista Jorge Luis Borges y el hombre que había tomado las armas, el también yrigoyenista Jauretche. Hay que considerar esta circunstancia, este punto irradiante y fugaz, que une a estos dos 

hombres que muy pronto se separarían, como un jardín de senderos que se bifurcan: Jauretche apoyaría a Perón, aunque no dejaría de criticar severamente al personalismo del General, que Jauretche toleró menos que el personalismo más misterioso de Yrigoyen. Y Borges escribiría lo fundamental de su obra –Ficciones, Artificios, El Aleph, Otras Inquisiciones-, durante todo el período peronista, deslizando claves de interpretación que bajo al apariencia de relatos de remoto y precioso exotismo, remitían en algún secreto punto, a la crítica irónica sobre las pesadas armazones del peronismo, que había intentado su lengua propia con conceptos nada ajenos a los de Borges –lealtad, traición, duelo, honor, destino- pero a modo de cartillas axiomáticas y no como en Borges, en tanto reflexiones sobre “los ardientes designios del universo”. Aun hoy muchos viejos militantes peronistas recuerdan con disgusto las descalificaciones de Borges al peronismo, sin notar ni el modo hermético en que continuamente se refirió a él en su obra, ni al hecho de que aun mediado por afirmaciones tremendas, todas ellas se situaban en lo más alto que daba la literatura argentina del siglo XX.

 

         La caída de Perón en 1955 pone a Borges en la primera escena literaria argentina, aunque ya había sido consagrado por los estudios que a comienzos de los años 50 habían realizado varios críticos franceses de nota, entre ellos Roger Callois. El tema “Borges” preocupaba muy poco a los escritores más sensibles peronismo, cuyos intelectuales –salvo Marechal- prefirieron las formas narrativas del realismo, y para eso un selecto grupo de aquellos participó en una importante publicación peronista- el Suplemento del diario La Prensa, ahora en manos de la CGT, por haber sido confiscado por el gobierno. Eran escritores de realismo como léxico del dolor social, casi todos ellos ligados en los años 20 al partido comunista, y que ahora acompañaban esta rara experiencia que ocurría dentro del peronismo, pero con una literatura social vigorosa que no pertenecía al horizonte oficial de ideas, la famosa “mediación entre los dos imperialismos”, que había establecido Perón. 

             En años muy anteriores, la poetisa Alicia Eguren sorprendía con unos poemas de raigambre cristiana, a la luz de Sor Juana Inés de la Cruz, antes de convertirse en compañera del marxista-peronista John William Cooke, y con ese mismo ímpetu sacrificial de sus poesías, se lanzó a combatir al régimen militar de Videla, siendo hoy una de las miles de desaparecidas sin túmulo ni epitafio. Pues bien, el director de aquella experiencia periodística de la CGT era el importante escritor judío-porteño, Israel Zeitlin, que con el pseudónimo de César Tiempo dirigirá la publicación cultural del peronismo, atento al muralismo mexicano como al surrealismo francés, y que en una viaje a Chile en 1950, obtendrá la colaboración de Pablo Neruda para un ciclo de conferencias latinoamericanistas en las que participaría el propio presidente Perón. Dentro del partido comunista en sus distintas secciones latinoamericanas, el dirigente argentino Vittorio Codovila profesaba un ardiente antiperonismo, en lo que no era acompañado por el ex militar brasileño Luis Carlos Prestes, figura entonces central del comunismo mundial, quien consideraba a Perón un líder popular, pese a sus limitaciones, en lo que sin duda debe haber influido en Neruda, de quien el brasileño era amigo, desde que el gran poeta lo acompaña como orador en el gran acto de su salida de la prisión, ante una multitud reunid en 1945 en el estadio paulista de Pacaembú. Eran tiempos de Vargas y ese mismo año inicia su más notoria carrera pública el coronel Perón.

 

            Hacia los primeros años de la caída de Perón, mientras el presidente Frondizi pone en marcha su dificultosa y de alguna manera trágica experiencia llamada desarrollismo, sectores intelectuales relevantes se proponen apoyar esta prueba que tenía mucho de laboratorio social y mucho de elementos flotantes de las teorías basadas en el talismán de las fuerzas productivas.  Esto traía ciertos rumores de izquierda. Los asesores de Frondizi, muchos de ellos ex militantes del partido comunista, acercan a la memoria pública los actos del último Lenin, interesados en el desarrollismo industrial y energético de Rusia como un hecho de tanta sustancia histórica como la formación de los soviets-, pero todo este proyecto que se centraba en el autoabastecimiento petrolífero con el auxilio de empresas norteamericanas, fracasa por la inestabilidad provocada por la proscripción del peronismo, por un lado, y por la oposición de las Fuerzas armadas a que Frondizi siga en su línea de sostener su partido desarrollista –que en algo recuerda la experiencia anterior de Haya de la Torre- con un conjunto de alianzas prohibidas por lo que ya se comienza a llamar el partido militar. En especial la frágil alianza inicial con el peronismo proscripto, ante el cual termina ensayando un plan de represión que tampoco complace a las fuerzas armadas, que tendrán otro motivo de disconformidad cuando Frondizi, recibe en una actitud desafiante, aunque sigilosamente, a Ernesto Guevara en Buenos Aires.

 

           La revista Contorno de los hermanos Viñas y del filosofo León Rozitchner, primero aceptan y muy pronto rechazan estos vaivenes que protagonizaba Frondizi en sus tribulaciones circulares, y se suman a un fuerte concepto que surge de la vida intelectual ajena del peronismo pero respetaba la identidad peronista adquirida por las masas populares. Y ese concepto tiene tremenda sonoridad: la traición Frondizi. ¿Traición frente a quien? Ante sus votantes, en su mayoría peronistas, que querían la devolución de los sindicatos, la vuelta de Perón y además un desarrollo económico sin tantas concesiones al capital financiero internacional. El gobernante que había prometido ese vasto y difícil elenco de temas, era ahora vituperado por la significativa intelectualidad que lo había acompañado, llamándolo traidor. Una importante novela de David Viñas, Dar la cara, se interna en los sombríos paisajes de esta época.

 

            Conocida muy prematuramente la obra de Antonio Gramsci en la Argentina, editada por el partido comunista, cuya lectura originará nuevos desprendimientos de sus grupos juveniles, comienza otra etapa crucial en el debate intelectual. A la luz del pensamiento gramsciano, que resalta la voluntad nacional popular, el trabajo de crítica orgánica sobre el sentido común de las masas y las configuraciones culturales hegemónicas que hacen del marxismo una praxis desalojada de los tradicionales determinismos y relaciones con su soterrado positivismo, un fuerte grupo de intelectuales funda la revista Pasado y Presente, que se sitúa entre la renovación de las ciencias sociales y una fuerte impronta culturalista para encarar la crítica histórica. Durante los años en que ocurre la cerrazón política originada en el gobierno del General Onganía, tiempo en el cual ocurre el Cordobazo y otros episodios similares, esta fundamental revista se inclina por acompañar las primeras experiencias guerrilleras de origen no peronista, en el este caso en la provincia de Salta, y en medio de fuertes discusiones sobre la vía armada revolucionaria, un notorio integrante de ese grupo, José Aricó, fundador de una de las importantes empresas editoriales de la época, precisamente bajo el nombre de Pasado y Presente, se entrevista con el Ché y concluye que éste está movido por un sentimiento que denomina “Sed de absoluto”, del cual pronostica que finalmente lo llevaría al fracaso.

 

            Un último número de esa revista, vuelve su mirada hacia las circunstancias de la vida nacional que hacia 1973 trascurren bajo el fuerte sello de las organizaciones armadas, y en una suerte de manifiesto sobre la época, se lee en una de sus páginas: “la unidad de Far y Montoneros es el acontecimiento decisivo de la época”. Efectivamente, tal hecho produce una fuerte conmoción, por estar originado en una izquierda marxista de alto nivel de argumentación, de la que proviene también el primer grupo mencionado; Far, fuerzas armadas revolucionarias. Su figura más prominente era el joven intelectual Carlos Olmedo, cuya lengua estaba fraguada en una fina expresión cultural, agudeza de análisis y creación de fórmulas de extraordinaria sutileza para explicar su acercamiento a un grupo que tenía en su nuevo tabernáculo a la figura del exilado Perón en tanto exótico significante alusivo a las masas populares. 

 

            El terrorismo de Estado que barrería con esas y otras experiencias originó el multitudinario y heterogéneo exilio argentino, hecho histórico de tanta singularidad y dramatismo como el exilio chileno, que sin embargo tiene la prestigiosa divisa universal de que proviene de la caída de un presidente socialista, mientras que el exilio argentino es esa rara mixtura de peronistas y marxistas que proviene de la caída del bufonesco gobierno de Isabel Perón.  

  

          Especialmente en México, continuaron las publicaciones de Pasado y Presente y otras expresiones revisteriles que analizaban lo que con distinta terminología y grados de consternación, se denominó el fracaso de la lucha armada. Salen de ahí demasiados destinos contritos y numerosos escritos que intentan explicar, hasta hoy, la razón de una catástrofe de dimensiones incalculables desde el punto de vista de la vida en común. Retornados al país muchos de los más notorios exilados, se dedican a escribir obras sociológicas de gran significación, balances del largo ciclo de lecturas gramscianas en argentina, novelas de amplia capacidad narrativa de lo que va de gran gesta inmigratoria de aquellas familias europeas hasta las generaciones subsiguientes que empuñarán las armas en nombre de la revolución social, y escritos de gran naturaleza mística en los que se analiza bajo la autoimpugnación y un dolorido concepto de culpa, la participación de los autores de esos conmovedores mea-culpas en las acciones armadas. Nos referimos en el primer caso a Juan Carlos Portantiero, quien junto a Miguel Murmis explora una veta no convencional para explicar los orígenes del peronismo (no en la clase obrera nueva sino en la antigua, con dirigentes provenientes del socialismo y el comunismo), al caso de Aricó con su libro de memorias respecto a lo que no mucho después se llamó “estudios de recepción”, en este caso la de Gramsci en la argentina, en la que el autor mismo había tenido un papel preponderante, al caso de Nicolás Casullo, proveniente de los grupos intelectuales del peronismo insurgente, fino lector de la literatura del ciclo europeo del romanticismo y pensador de gran calibre respecto a las influencias del mito y la religión en la especulación social y en la escritura, y por último el de Oscar del Barco, que inicia una polémica que aun repercute, en el sentido de la culpabilidad no solo de los militares, sino de los militantes de la época, al ponerse el tema de la muerte del otro en una cuerda marginal respecto a la condición sagrada de la vida humana. Se completaba así, al terminar el siglo XX argentino, una curva que para muchos había comenzado en el seductor llamado del orden insurreccional –originado en los nacionalismos redentistas, en los guevarismos que nacían de opciones primeras por el indigenismo del noroeste argentino, como en caso del ERP –momentos iniciáticos que el gran escritor polaco Witold Gombrowicz,  ya había percibido como testigo privilegiado, dada su larga estadía argentina, otorgándole un conjunto de observaciones escépticas al destino de tal empresa tal como se percibía hacia mediados de los años 60. Esa curva cruzada por momentos quebradizos y agónicos, en muchos casos se resituó biográficamente valorando los procesos de transición democrática y la crítica los nacionalismos. 

       Al filo de la caída de la dictadura militar , una novela de Ricardo Piglia se proponía desentrañar las raíces de la tragedia argentina a través de un conjunto de voces fantasmales que asemejaban ser la de los críticos literarios caídos en una orfandad donde solo subsistían lenguajes astillados que venías del pasado (Respiración artificial), con los mismo efectos de lectura que conectaba el oído reciente con perdidas payadas arcaicas, tal como antes los habia hecho el gran poeta Leónidas Lamborghini y más o menos simultáneamente Juan José Saer, contrastando la historia nacional con un desglosamiento de almas perdidas que no pueden pensar más rápido de lo que significa su integración en un mundo natural, psíquico o animal, que confisca buena parte del tiempo humano.

       Del mismo modo sucede casi lo impensable: que un tema incrustado como una joya fija en la imaginación nacional, la cuestión de Malvinas, sufriera por parte de intelectuales que –luego de las mencionadas travesías cancelatorias de pasados pendientes, despojan a este caso candente de la vida nacional, de todo ámbito identitario o redentista. El pensar sin resarcimientos nacionales ni restituciones legendarias forjó en la actualidad un núcleo de intelectuales, en su mayoría provenientes de las antiguas izquierdas sesentistas, que reiteradamente expresan en el diario conservador La Nación este credo de refundación de país bajo una superficie plana de carácter liberal-republicano, despojada de sus tensiones simbólicas, sin las reposiciones arcanas o recónditos que creen ver en el viejo pensamiento reparador que llevó a guerras cuyo carácter absurdo –en la senda del conocido poema de Borges- nadie discutiría. Pero existe la novela de Fogwill, los Pychis cyegos, donde las Malvinas son un extremo imposible de alcanzar bajo las condiciones en que se expresa el lenguaje nacional. 

Durante la época de Carlos Menen, debido a la peculiaridad histriónica de este personaje, sus rápidas contorsiones en materia de aseveraciones o ideas de modo actuaron de modo a producirse un verdadero vacío conceptual en el viejo arte de la argumentación política, y su política neoliberal de desmantelamiento de los viejos entes estatales, algunos provenientes de la generación de 1880, otros del yrigoyenismo y los más notorios del peronismo –partido al que Menem pertenecía- creó un vasto frente de descontento intelectual que forjó grupos intelectuales alrededor de revistas que no pertenecían a partidos políticos, sino a las coaliciones culturales que se había comenzado a recomponer durante el gobierno de Alfonsín. Éste había contado con el asesoramiento del entonces naciente Club Socialista, a dos de cuyos integrantes se le debe el discurso alfonsinista denominado de Parque Norte, por el lugar de la ciudad de Buenos Aires donde fue leído. Importante pieza, que en buena parte fue redactada por Portantiero y De Ípola, sobre la base de las teorías de la transición a la democracia y de la formación del sujeto político a través de actos de habla que le son constitutivos. El líder radical aceptó esos trechos de origen académico adjuntándoles algunos aspectos de la doctrina moral del radicalismo, proveniente del remoto filósofo alemán Krause. Esa fue una de los máximos contactos de una autoridad política superior del país con grupos intelectuales que venían de un complejo sendero de afirmaciones y recomposiciones autobiográficas.

 

            Antes de que finalizara el tortuoso período militar, comenzó a salir la revista Punto de Vista, dirigida por Beatriz Sarlo, intelectual que adquiriría progresiva notoriedad por sus libros de crítica literaria e historia de la literatura argentina y ensayos sobre la vida cotidiana, que recogías influencias matizadas de Raymond Williams, Walter Benjamín, Roland Barthes y Pierre Bourdieu. Muy pronto, esta intelectual cuyo nombre trascendió más allá del horizonte cultural argentino, fue transformando su labor en el terreno de la crítica, como en el de las revistas –en la anterior Los Libros, fundada por Héctor Schmucler y su propia revista Punto de Vista-, dirigiendo su posición política hacia objetivos que eran el populismo teorizado en cualesquiera de sus significaciones. Hizo una dura crítica a las tesis de Ernesto Laclau, presentadas como propias de un decisionismo político favorable a las posiciones del gobierno, y analizó con puntillosidad implacable los rasgos que constituyen la gestualidad y discursividad de la persona pública de la presidenta de la nación. Vio en su desempeño lingüístico y verbal, síntomas persistentes de autoritarismo, no tanto por sus enunciados visibles, sino por el tipo de interpelación e interlocución que establecía con sus seguidores. Una tesis comenzó así a circular hace unos años sobre la experiencia inaugurada por Néstor Kirchner –la tesis de la impostura. En buena parte se debe a la publicística de Beatriz Sarlo, pulida con frases de filosa mordacidad en el diario La Nación. En muchos artículos esta importante crítica literaria esgrime su anterior filiación maoísta para centrarse en un presente autocrítico absoluto, donde el salvoconducto para presentar dignamente tantos cambios obligados –como los realizados por todos, de una u otra manera-, equivale a una refundación de un estilo crítico, paradójicamente con cierto signo sartreano, a partir del cual se podría considerar que “éramos lo que no éramos y no éramos los que éramos”.

 

            Todo el ciclo de los sesenta fue examino por un cláico de la historia de las ideas, el libro de Oscar Terán titulado Nuestros años sesenta, donde con precisas puntuaciones va acompañando el montaje y la utilería violenta de una época, como un cronista que sabe lo que pasó, comprende a sus criaturas equivocadas con piedad, y extrae implícitas conclusiones que si pudieran darían la historia vuelta tras, despojada del asenso de los extremos. José Pablo Feinmann, en sus ensayos y novelas, proyecta observar una cuerda paralela del ciclo militar en una subjetividad tamizada por el terror y una simultánea crítica a la violencia y una reconstrucción nostálgica de la historia del peronismo. En ambos casos se interna en el pensamiento de la locura y sale de él con un yo que juega con los límites de su propio pudor. Por esa época fallecía Manuel Puig, que había realizado la hazaña de prestar un diapasón auditivo de grandes alcances a una lengua popular cultivada con un intenso candor que cuando la llevaba a la perversión, conseguía que se abriese la flor amorosa por su costado doblemente tierno y diabólico. 

 

            Estas pocas literaturas que cosideramos, pueden culminar en el magnífico Tartabul de Viñas, bosque de símbolos partidos en la conversación de personajes que son pedazos de memorias sombras y fracasadas. Muy lejos de ese lánguido recuento de nostálgicos desastres, el pensamiento político argentino dedicaba uno de su flancos a ingresar a una mención mas específica a un neorepublicanismo con un pasado de izquierda cancelado, frase a la cual despojamos de cualquier ironía. Comenzaban los tiempos de Kirchner y se pueden realizar diversas consideraciones respecto a uno de los primeros discursos realizados por este político adviniente, un en un contexto de disgregación social y pérdida generalizada de los lazos de expectativa entre las instituciones y la población en general. En esa oportunidad el presidente se declara hijo de las Madres de Plaza de Mayo y miembro de una generación diezmada. Era un llamado a una dispersa nómina de personas que atesoraban los recuerdos ardientes de lo que había significado la estatura de masacre que tuvieron los años más horrísonos del gobierno militar. El llamado de Kirchner, como una suerte de khora,  se lanza hacia los ríos subterráneos de la historia argentina, donde hay heridas que restañar, los juicios a los militares represores estaban estancados, la vida nacional se revolvía en la penuria de una sociedad desesperanzada, y el Estado-nación no tenía otra alternativa que volcar sus agencias policiales a la calle, con severas violencias envueltas en gases lacrimógenos: pero no se precisaba hacer llorar con gas pimienta, ya un llanto colectivo actuaba en todos los estratos sociales condimentados por la ausencia de posibilidades laborales, rebajas en los salarios, disminución de los aguinaldos y anulación de las paritarias laborales. Estos desmantelamientos ocurrieron en el tristemente recordado año 2001.

 

            Kirchner inventó un gobierno apresuradamente. Lanzó ideas rápidas sobre la reconstrucción de un nuevo espacio público, definió la situación actual como una estadía en el infierno, sin saber que coincidía con una cita de Rimbaud, y se movió con celeridad en varios temas de fuerte dramatismo, como la incautación del edificio central de la marina de guerra en donde se produjeron loas vejaciones más abominables contra la condición humana, donde se arrojaban miles de cuerpos al mar y se concebía la tortura, en ciertos casos especiales, como un modo de revertir las conciencias militantes y forjar entes humanos sucumbidos en vida para atender los oficios subalternos de defección que se requerían de esas almas vulneradas. Dio Kirchner un nuevo impuso a los juicios a las causas ya abiertas y abrió otras nuevas enjuiciando a gran cantidad de militares de alta o baja graduación, policías, colaboradores civiles y sacerdotes vinculados a la idea de la redención por la tortura y de descargo de fusilamientos clandestinos y el arrojo de cuerpos al Río de la Plata, exculpando a los pilotos cuando aterrizaban en el viaje de vuelta en sus aviones vacíos. Venía Kirchner del Sur y una rama de su familia era chilena. Su abuelo era almacenero de ramos generales, considerada uno de los tantos pioneros que en las primeras décadas del siglo XX expandían los tratos mercantiles a esas zonas desoladas.

 

          De ahí surge seguramente su vocación por los negocios, que nunca se sobrepuso a su pasión política, pero origina el actual debate sobre la fortuna de los Kirchner, en el cual se basa una campaña de descrédito artificiosamente agigantada, en la cual era infamado con un humorismo vitriólico, el hombre que había restituido partes sustanciales de la moral cívica, llamando a la vocación política, anunciando el fin de la represión a los movimientos sociales, el desendeudamiento del país, la posible tentativa de dar al cuerpo mayoritario de la política nacional un perfil de centro izquierda –cuestión en la que habían fracasado casi todos los proyectos de los grupos y partidos que exhibieron el nombre del socialismo-, y modernizar las relaciones familiares con la admisión del llamado matrimonio igualitario. Ensayó crear una empresa petrolífera paralela, a la postre desbaratada, que supliera a la privatizada YPF, en manos de la española Repsol, y se empeñó en numerosas actitudes cuyo corte pertenecían vivamente a un proyecto de transformaciones, vertiginosamente delineadas, sin grandes textos ni grandes presunciones intelectuales, pero que significaba una profunda democratización de la sociedad argentina. El período presidencial de Kirchner, donde se proponen las bases de la Unasur y se vuelca la acción exterior a un latinoamericanismo más avanzado, gozó de cierta tranquilidad social, en gran parte asegurada por la relación poco conflictiva que al principio se había entablado con el diario Clarín, eje de un gran conglomerado mediático, uno de los mayores del continente, poseedor de paquetes accionarios privilegiados en la crucial fábrica de papel en la que el estado es también accionista minoritario.

 

            En el período presidencial de Cristina Kirchner estalla simultáneamente un encadenamiento de conflictos: sobre la base de la crisis provocada por el diferendo sobre las retenciones estatales de la renta agraria, en un país progresivamente en expansión de su frontera sojera, y con el Grupo Clarín, que para decirlo con un símil, posee la mayor renta semiológica e informativa en la expansión de su frontera comunicacional. El grupo Clarín apoya decididamente a los productores rurales enardecidos, que temen una confiscación general de sus existencias, suposición absurda convertida en una leyenda que da sustento a un levantamiento rural que prácticamente detuvo la circulación económica del país. No eran los campesinos insurrectos contra el gobierno francés de la revolución de 1789, la célebre Vendée, pero en algo se parecía este nuevo ruralismo, munido de nuevas tecnologías de sembradío gracias a la semilla transgénica, enriquecidos por los altos precios internacionales de sus cosechas.

 

            En algo se parecía todo esto, sí, a las manifestaciones de odio contra el gobierno de la Revolución Francesa, motivado por gran cantidad de razones, generadoras de un miedo social de los pequeños y medianos propietarios contra lejanas estructuras políticas en las que solo atinan a ver un improbable ánimo expropiador de lo políticos del estado. Esta acción ruralista tenía pues ciertos ribetes que la superponían con los dilemas de la frontera agraria conjugando ambas en una no tan imaginaria frontera golpista.   

            Este conflicto que estalló durante el gobierno de Cristina Kirchner dividió profundamente a la sociedad y a los grupos intelectuales, y aun David Viñas y León Rozitchner se acercaron fugazmente a los núcleos que con mayor o menor simpatía hacia el gobierno, repudiaban la acción de las tradicionales patronales agropecuarias. Grandes núcleos de la población se volcaron a las calles en uno u otro sentido, y de este diferendo se pasó casi de inmediato a otro, que fue el debate de la Ley de Servicios audiovisuales, que fue aprobada por una gran mayoría parlamentaria pero al día de hoy no rige en su totalidad, debido a una intervención sobre uno de los artículos que se refieren especialmente al diario Clarín: el que obliga a la desmonopolización, también llamada por la ley 

como “desfinanciamiento” respecto a las empresas subsidiarias del grupo, que controla el cable, la radiofonía y una abrumadora cantidad de medios de comunicación en todo el país. La Ley obliga a la empresa a optar por porciones menores de su gran poderío empresarial, desprendiéndose de muchas de ellas según los alcances por porciones de audiencia y según las zonas donde se posea más de un medio. Pero las medidas cautelares decididas por sectores de la justicia relacionados con la empresa Clarín, llevaron muy pronto a otro conflicto respecto a cómo definir la función de la medidas cautelares en casos de honda significación política. Esa vez, la presidencia de la nación preparó un decreto-ley reglamentando las cautelares y proponiendo un sistema de elección, originado en el padrón electoral general, del consejo de la magistratura. Este es un importante organismo constitucional que nombra jueces proponiéndolos al Poder Ejecutivo y Judicial, lo que fue interdictado por la jueza electoral federal. 

            Durante todo su gobierno, la Presidenta tomo medidas que tuvieron fuerte impacto en la población, además de continuarse con la importante política de subsidios a los transportes públicos, asignaciones mensuales por hijo, planes de trabajo dotados de un salario general social, jubilación independiente de los aportes ya realizados, y fundamentalmente, una medida destinada a tener gran efecto, la estatización de los fondos de pensión, que habían sido privatizados, lo que incluyó la posibilidad de que el gobierno obtuviera una porción de acciones minoritarias en numerosas empresas, entre ellas Techint y Clarín. La nacionalización de Aerolíneas, también sujeta a la privatización en el anterior período neoliberal de Menem, junto a la nacionalización de las acciones mayoritarias de YPF, otras de las empresas estratégicas en manos privadas, hacía que el gobierno cumpliera con un propósito no exento de explicaciones radicalizadas, que concebía al Estado como promotor general de la elevación de las condiciones de vida de la población. Junto con ello -contradictoriamente-, se daba curso a una amplia aceptación de las políticas de producción de semillas transgénicas de la empresa Monsanto, y a una política extractivista que abarca a la mayoría de las poblaciones cordilleranas, en algún caso en concordancia con simétricas partes chilenas, con las que se inicia una larga querella en sectores aledaños a esas zonas y en un grupo no menor de militantes ambientalistas, respecto al efecto depredatorio que estaría asociado a este régimen de extracción de minerales.

 

            Hasta este momento –estamos hablando de los últimos tiempos del segundo mandato de la presidencia-, estos temas permanecían como banderas específicas de las izquierdas ecologistas, pero también ya habían sido tomadas por el Grupo Clarín, que en el pasado nunca había mostrado intereses por tales cuestiones ambientalistas. La cuestión del pasado y los imponderables de la coherencia en el tiempo, esto es, de que hizo en épocas anteriores cada persona o grupo –Néstor Kirchner y su esposa- y el empresariado comunicacional más concentrado, apareció naturalmente en el debate. Así como se acusaba a la clásica empresa desarrollista en su momento y hoy como un economicismo práctico capaz de cambiar rápido su ropaje sin salvarse por ello de una oposición que la atacara por derecha y por izquierda, también a los dos presidentes Kirchner, se los acusaba de haber tenido fuertes carreras políticas en tiempos posdictatoriales, sin haber hecho ninguna alusión a los derechos humanos, base hoy de una fundamental política de juicios a los militares represores. Derechas e izquierdas lo atacaban por motivos semejantes y bajos las retóricas pautadas por los gradnes diarios tradicionales.

 

            Como si un espiral circular guiara los acontecimientos argentinos, el fuerte acoso al gobierno se realiza al amparo del vastísimo y multiplicado orden de hechos, algunos de los cuales obedecen claramente a la paradoja de la demostración: poseen mucho más materia simbólica en la misma medida en que menos sustancia argumental exhiben. No esta situación desconocida en los procesos electorales y en las fuertes luchas por el poder, pero ahora adquieren en la Argentina una vehemencia tormentosa. El concepto genérico de corrupción, mas allá de los casos específicos investigados, adquiere eficacia talmúdica. Tal como antes de los golpes de Estado que derrocaron a Yrigoyen en 1930 y a Perón en 1955, el ataque a la impalpable materia de credibilidad que debe tener todo gobierno, arrecia desde los medios de comunicación, a su vez afectados por la hasta ahora incumplida ley de medios. Sin poner en discusión los débiles controles oficiales sobre acciones de trabajo colectivo mercerizadas (en la lucha contra las cuales se originó la muerte de un militante de izquierda), subsidios al trasporte y a otras muchas actividades irregulares, empresas contratistas que mayoritariamente provienen de esquemas de negocios sustentados en una dimensión que no deja de ser legal, aunque  por haberse mencionado la pública y antigua amistad del ex presidente Kirchner con algunos de esos empresarios, tales acciones gubernamentales parecen alojadas en un grave halo de sospecha. Este es un gran logro  discursivo de la sistemática campaña de la derecha argentina, más allá de las muchas imperfecciones del gobierno. Las necesarias investigaciones sobre casos específicos de corrupción –así ocurre actualmente con un antiguo funcionario hace tiempo separado de su cargo- se han convertido en fuente de montajes televisivos de alta intensidad retórica y con metáforas de tal contundencia –como las bóvedas donde la familia gubernamental encerraría sus tesoros, coincidiendo en algunos relatos con la idea de mausoleo, por lo que los restos del ex presidente serían un osario gótico que unifica en un tánatos estatal la imaginada corrupción que le trae la muerte a la carne, como el entierro de dólares y oro en esas mismas criptas, con lo que este viejo concepto multifacético pero no falso de la política, se convierte en una fábula agresiva intemperante y con alto potencial desestabilizador.

 

           La historia anteriormente contada en este escrito –por eso le dedicamos un especio bastante amplio-, se reitera pero ya sin el prestigio de las ideologías y sus resortes discursivos últimos, cuyo dominio pertenecía a una antigua capa de escritores laicos iluminados por la pasión revolucionaria, intelectuales de formación ensayística fundada en el psicoanális existencal, como León Rozitcher, quizás cierran con su fallecimiento un estilo argentino y universal que escribió sobre la base de una voz anclada en las tramas complejas de la sociedad argentina. La idea del fin del ciclo revolucionario bañado en sangre, para un sector de la intelectualidad que exhibe un liberalismo sin atributos, guía ahora en buena parte las percepciones sobre un gobierno de que se afirma que habría tomado falsamente el tema de los derechos humanos en vez de darles a esto un giro opaco, un mendrugo judicial que clausure la “ordalía de los falsarios”, para por fin dar por arribada a la república. Este concepto polisémico se emplea ahora como un artículo de fe, un medalla milagrosa desprovista de historicidad, exenta de consideraciones fundamentales sobre sus alcances sociales y sobre el hecho de que el gobierno, nunca dejó de actuar republicanamente dentro de sus ímpetus populistas, tan innegables como que ellos también tienen lejanos orígenes en un republicanismo donde izquierdas sociales y socialistas populares hicieron notables contribuciones.

 

            Un país así dividido, en una dicotomía alimentada por los medios de comunicación mas profesionalmente ligados al sentido común, queda preso de una vida política mitológica, con napas idiomáticas subterráneas regidas por estilos soeces, un sumidero donde se disgrega la palabra política y queda exangüe la razón crítica. El tema de la impostura, que tuvo la batuta del debate intelectual desde el comienzo del gobierno kirchnerista, parece haber triunfado en variadas capas de la población que ven la historia desde ángulos culturales muy cernidos por los horizontes de una globalización con éticas de consumo que deterioran crecientemente a la razón pública, las génesis misma de la vida social compartida.

 

          No obstante, un núcleo popular resistente que valora los actos de gobierno a pesar de muchas de sus decisiones apresuradas pero necesarias –intervención más decidida del estado en la economía, planes sociales y educativos de alcance universal, impulso a las universidades públicas de una dimensión nunca conocida en la larga historia universitaria argentina-, está a la espera de nuevos llamados al horizonte de la constructividad colectiva. Muchos temas esperan nuevas argumentaciones específicas, como el recientemente alumbrado por la discusión en torno al nuevo jefe de estado mayor del Ejército. Una derecha que adquirió nuevos tonos de vivacidad, se otorga el lujo de criticar su nombramiento por un supuesto pasaje juvenil en las fuerzas represivas, que de haber existido sería grave de toda gravedad, pero flota en tenebrosas dudas cuando es proclamado ufanamente por representantes comunicacionales, empresariales y políticos que en el pasado fueron los mismos aliados de aquellas numerosas zonas de penumbras y represión.

 

            El tema de este militar es con todo muy ilustrativo. Siendo joven teniente debió firmar un documento a todas luces falso donde se establecía la deserción de un soldado conscripto, hecho que en verdad solía estar relacionado con fusilamientos y desapariciones que producía el mismo ejército al comprobar o al forjarse una mera sospecha del compromiso de esa persona con algún grupo insurgente. Otros hechos se le adjudican al ex-teniente, hoy candidato del gobierno a la jefatura del ejército. El tema se presenta con una importancia crucial. Por más que este general se avenga más que la mayoría de sus colegas de un ejército silencioso, que ensaya un profesionalizado mutismo, a las posiciones “nacional populares” del gobierno, es necesario preguntarse si este hecho debería sobreponerse a los actos que el antiguo teniente había protagonizado como parte de una maquinaria total de destrucción, o si su condición actual desde la cual él mismo hizo denuncias contra los antiguos destacamentos de la inteligencia militar terrorista, alcanza para aminorar o atenuar los alcances de su firma en la carátula de un expediente. ¿Sabía o no sabía el joven teniente que un simple expediente de deserción tenía otras implicancias? Si su “no saber”, como en toda la tradición filosófica occidental, implica otra posición de la conciencia respecto al saber, queda la solución de las tragedias griegas, en donde el personaje se considera culpable aún en el en caso de que no hubiera sabido. En la polémica que inicia Oscar del Barco en la Argentina sobre su propio contacto superficial con las guerrillas primeras que se establecen en el Noroeste argentino, no hay ningún acto que pueda inculparlo, pero él mismo se declara culpable ante una apelación universalista que reviste un aire sacro y moral a la vez: no matar. Esta trama es intrincada y divide a los organismos de derechos humanos. Mientras la oposición, optando por las vías más fáciles, lo ve como un renunciamiento del gobierno, cuando en verdad son los miembros más importantes de la oposición los que hace décadas recomendaron acabar con los juicios de lesa humanidad, lo cierto es que puede reabrirse un debate todavía más necesario sobre la consistencia de ética de aquellos años.

 

          Ni parece conveniente lo que opinan muchos opositores de “canjear” actos de perdón por la información veraz que pudieran ofrecer lo militares sobre el destinos de los cuerpos torturados y mutilados; tampoco no es recomendable la actitud, si la hubiera, de hacer pasar por un acto insignificante y meramente administrativo, envuelto en las brumas del pasado, una firma en un expediente salido de la fragua burocrática que sostuvo al aparato de represión. Este caso recomienza una gran polémica, la renueva, pues nombrarlo jefe del ejército ni es ir para adelante, ni dejarlo de nombrar, de la misma manera, no permite ampliar el tema de, primero, lo que sabía cada uno en aquella época, y segundo, lo que podría sincerarse hoy de la palabra política, que el campo intelectual opositor ve tan oscurecida por la “impostura oficial”, si cada crítica pensara en verdad hasta que punto en los varios pasados que todos tienen a su disposición, renegaron del gobierno Kirchner por la forma amplia y decidida en que organizó los juicios a los criminales y torturadores, juicios que aún perduran en todo el país. 

 

          Esta es pues la situación del debate intelectual argentino: se acusa al gobierno de dar paso a lo que esas derechas mismas defendieron con encarnizada fe ordenancista. Al mismo tiempo, la urgencia en resolver la cuestión militar luego del mayúsculo acto de Kirchner de descolgar el cuadro del dictador Videla del mismo Colegio Militar de la Nación, pasa por otra discusión que le añade a su carácter intelectual, elementos éticos y científicos, que dan a imaginar que debe ser ésta una próxima discusión que empeñe los mejores recursos argumentales del país. Nuevas instituciones militares humanísticas, despojadas de las tinieblas del pasado y capaces de mirarse en los más rigurosos términos autocríticos, son cuestiones en las que probablemente deba lucir más la problemática noción de la “unidad del pueblo y las fuerzas armadas” que, aquí sí, debe conjugarse con un republicanismo humanista y científico social, que le de a las armas del estado un destino de eticidad pública doblemente ciudadana: porque serán ciudadanos militares y la idea de “armamento” buscará su raíz en la misma historia de las éticas públicas nacionales más avanzadas. Y a través de estos magnos pero no necesariamente utópicos acontecimientos, se resignifica la noción misma de lo nacional popular, adquiriendo los elementos vitales que dan aliento también a la “patria de los otros”. No es mera “unidad nacional”, Es búsqueda de la nueva movilidad y significación de los puntos comunes en las cosmologías nuevamente fundadas del país, que un aprovechamiento mayor de la idea de alteridad no haría más que favorecer.

 

       Del mismo modo, entidades empresariales y órganos de comunicación que en el pasado fomentaron salvajes privatizaciones del patrimonio público, se oponen a una importante inversión coadyuvante a la ahora empresa petrolífera estatal YPF. Los críticos a la estatización de YPF, sempiternos declamadoras de la necesidad de inversiones extranjeras, son los mismos que objetan su contrato con la petrolera norteamericana Chevron. Este tema no es fácil de tratar. En principio, tal como en 1955, se acusa al gobierno que proclama su estatismo democrático, de malversar el patrimonio nacional con esos contratos de jeroglífica interpretación. Pero esos dicterios provienen de los mismos que vieron con desagrado que YPF, la metonimia productiva misma del estado Nacional, volviera al seno de la propiedad pública. Los espectros del pasado parecen así retornar vigorosos. Es la misma situación en la que se produce el golpe de 1955, donde los militares nacionalistas y la izquierda política cuestionan los contratos petrolíferos que impulsa Perón entre YPF y la Californian, cuyo nombre hoy es precisamente Chevron. Esto debe señalarse más allá de que debe conocerse mejor la índole del contrato realizado y el tipo de explotación que se practicará, que con justicia es señalada como de las más riesgosas para el medio ambiente. Todo está en discusión y todo debe estar en discusión. El dividido campo intelectual no solo lo está por diferencias ideológicas clásicas, sino por la manera en que se ponen o retienen los temas en vistas de generar los ámbitos de discusión sobre el destino común.

 

       El progresismo propone una superioridad de la razón instrumental pero esto es escaso para una generosa acumulación de nuevos valores educativos, para lo cual debe bucear también en sus hendiduras o cesuras. Allí donde actúa la astucia de la pasión. Una razón democrática profunda no necesita controlar el tiempo, sino dejarlo escéptico de su crasa su linealidad. Debe refutarlo como regulador del ordenamiento progresivo par advertir su drama de recurrencias y extravíos. La política es cuanto más pedagógica si sabe señalarse sus propensiones al fracaso y a las pasiones que gozan con no poseer el principio de su propia explicación. La teoría populista se aprecia respecto a la de la ilustración popular en que está inmersa en la singularidad quebradiza del tiempo; pero la ilustración popular progresista mantiene una raigambre universalista que debe pasar como donación a la génesis de lo popular, en cuanto ésta no debe cerrarse en gigantescas órdenes claustrales de una voz popular manipulada por demagogias sicarias. No en vano es en la Argentina donde la obra de Ernesto Laclau tiene mayor repercusión y donde la dialéctica de los derechos humanos cuanta con organismos de cautela y observación crítica, como el Cels, que preside Horacio Verbitzsky, que poseen una máxima capacidad de dictamen simbólica sobre el modo en que el pasado debe ser enjuiciado.

 

        El odio, a cuya fenomenología nos referimos al comienzo de este artículo, no debe convertirse en el garante epistémico de la palabra política. Ésta, convertida en una simulación o en una máscara provecta, suele traducir en palabras que formalmente son correctas, el enorme caudal sombrío de injurias que acompañan los artículos de los diarios y publicaciones de todo tipo. Mientras el articulista expone razones que la hora candente del país obliga a trazar con rápidas acuarelas de encono, en la consulta electrónica de los comentarios sale el verdadero uso de la expresión pública sometida a un tejido oscuro, una maraña viscosa que lastra todo el pensamiento político argentino. Tarea intelectual es el de impedir que este estilo proliferante destruya las lenguas nacionales, la materia prima misma de la razón política.

         A la acusación que recibe el gobierno de expropiar las escenas cívicas y achicar el campo de las libertades públicas, amenazando la libertad de expresión –tópico distintivo de la oposición-, puede oponérsele la experiencia práctica de cualquier ciudadano, que puede atestiguar que este es el período de mayores libertades expresivas de la historia contemporánea argentina, llegando al vejamen diario y sistemático de la figura de la presidenta. A la actuación del gobierno de que esas expresiones opositoras bordean el abismo golpista, también se le puede ofrecer la demostración de que hay una vida intelectual con sus claros derechos de crítica a lo que considera ser un populismo improvisado y adulterado. Tienen estas líneas que me han invitado a escribir, el propósito de imaginar que se reafirma un republicanismo avanzado cuando no adquiere formas abstractas –pues nada hace suponer que se haya vulnerado la representación republicana aún si se propusiera, como en algún momento se hizo, aunque para retirar de inmediato la propuesta, una reforma constitucional. En cambio, utilizado por dúctiles voceros de la oposición, de ser un vocablo plurilingüístico de lo político durante varios siglos, el republicanismo despojado de un societalismo activo, se convierte en un talismán vulnerado por políticos que llevan una disminuida locuacidad que nunca llega a ser una heráldica: todo es falsía y engaño, y solo un ungido nos diría la verdad. Así, la alternativa o república o corrupción, no tiene otro alcance que construir una civilización de odio –materia válida de la pasión política- pero en cuanto es disciplinada por la crítica que los símbolos del lenguaje reflexivo le oponen a la monomanía del juicio visceral. La escena es convulsiva, las razones que subsisten deberán encargarse de la tarea de convertir la pringosa materia del encono sin ideas dialoguistas relevantes, en un nuevo dialoguismo que incluya tanto un tema omitido –vivimos en grandes metrópolis capitalistas a las que les falta una alternativa de democratización general de la vida, y una mera visión moralista y papal del tema, no solo no es suficiente, sino que encubre las soluciones mas veritativas-, como una duda siempre persistente, la pregunta misma del Político, que debe animar la vida diaria de la política: ¿seré yo realmente el que tenga la verdad?

 

*Sociólogo y Ensayista. Director de la Biblioteca Nacional.

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