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A todos aquellos que deseen reproducir las notas de La Tecl@ Eñe: No nos oponemos, creemos en la comunicación horizontal; sólo pedimos que citen la fuente. Gracias y saludos. 

Conrado Yasenza - Editor/Director La Tecl@ Eñe

Ficción, política y hegemonía

Día del militante. Preguntas posibles. O no. En el diario aparecen declaraciones de un dirigente importante: necesitamos predicadores. Las figuras del soldado o del predicador quedan rengas, escuetas se presentan ante las fuertes exigencias del momento: la de inventar, producir inserciones en la sensibilidad y las creencias, o fisuras en la dramática contundencia de las ideologías de la conservación. Quedan débiles para la tarea política por excelencia: pasar del relato al mito .

Por María Pía López*

(para La Tecl@ Eñe)

 

 

Día del militante. Preguntas posibles. O no. En el diario aparecen declaraciones de un dirigente importante: necesitamos predicadores. Y uno se imagina la bambolla evangelista, las retóricas de púlpito, los altos adjetivos de los sacerdocios. Por el otro lado, acusan, los ideólogos opositores, a toda palabra de relato y al relato lo entienden como ficción mentirosa. Y si se dan manija, rapidito, tiran de la cuerda y dicen que el relato está al servicio de la hegemonía. Y ahí sí, los asustados, ven en cualquiera un agente de propaganda que encadenará las conciencias temblorosas al mástil de las coerciones, sin dejar resquicio ni aire. Algo especular hay en todo eso, entre el llamado y el miedo: sitúan la vida militante en la zona de la producción de creencias y no desdeñan el plano de los símbolos y las creencias.

 

Y una que vuelve siempre a los viejos textos, se tienta con la lectura de Antonio Gramsci. Cuadernos que son canteras, los leo con el desorden del pescador hambriento y no con la paciencia del filólogo prudente. Algunas ideas. Una muy conocida: llama hegemonía al consenso moral, intelectual, político, hacia una dirección de la vida colectiva. Esa función, desplegada en la sociedad civil, es parte del Estado, en tanto “Estado significa la dirección consciente de las grandes multitudes nacionales, es necesario un contacto sentimental e ideológico con tales multitudes, y en cierta medida, simpatía y comprensión de sus necesidades y exigencias.” Cuando Gramsci escribe esto no está pensando sólo en instituciones públicas, capaces de recoger y atender demandas, sino de la forja de una literatura nacional, capaz de expresar la vida colectiva y convertirla en amalgama de creencias, en sensibilidad, en enunciados. La literatura es pensada, de este modo, como un hecho cultural antes que como obra de arte y merecedora, por ello, de las preguntas políticas que se deben hacer a la cultura. La pregunta fundamental: cómo participa del hilado de esa trama nacional-popular.

 

Cultura y política no son disociables en esos textos ni la primacía de alguna de ellas está presupuesta. Hay nación –para Gramsci como para Mariátegui o Martínez Estrada- si se sistematiza la cultura popular, si se produce la amalgama lingüística con el necesario reconocimiento de lo que difiere en ella. De allí los precisos análisis del teatro de Pirandello y el especial interés con el que considera su momento dialectal. De la articulación entre cultura y política se desprende una doble consecuencia. Primero: si la disputa por la hegemonía parte de las tensiones en el campo de las creencias y los enunciados –y no es, sólo, una construcción de poder-, entonces en un partido político todo militante es un intelectual, en tanto creador de ideas, organizador de valores, agitador de conciencias: “se pueden hacer distinciones de grado, un partido podrá tener una mayor o menor composición del grado más alto o del más bajo, no es esto lo que importa: importa la función directiva y organizativa, es decir, educativa o sea intelectual”. Segundo: si la literatura siempre merece la interrogación política, un escritor es, lo sepa o no, un político.

 

Breviario que no es el de ninguna iglesia, requerido, apenas, para señalar la relación entre ficción, lengua y hegemonía.  Un relato político –de esos que atemorizan las conciencias liberales, que no cesan, mientras denuncian, de abonar el propio- construye rasgos nítidos allí donde hay ambigüedades, despliega una forma retórica y postula una narración sobre el pasado y una cierta promesa de futuro. En ese sentido, se presenta pleno, aunque no carezca de lagunas y oquedades. Suele esquivar las zonas grises en nombre del claroscuro evidente. En tanto narración ninguno es “verdadero” en el sentido de plena adecuación entre palabras y hechos –como podría pensar un realismo ingenuo-, pero ningún relato político puede desligarse absolutamente de los hechos. Si lo hiciera, no convencería. Aun en sus momentos más ficcionales, debe recurrir a imaginarios consolidados, a creencias maceradas, y que conforman, no menos que los hechos, el orden de la experiencia.

El relato como dimensión de la hegemonía, es recorrido por enunciados y valores, por creencias que se articulan y se arrojan a la vida colectiva. Pensado así, obliga a preguntarnos cuáles son esos valores y enunciados que se convierten en objeto del consenso y cómo se ligan con el orden de las luchas y antagonismos sociales. No cualquier relato es hegemónico y quizás la ficción que lo es merece el nombre de mito. Un mito que no es invención cínica ni invento, ni estructura vacía o lógica sin contenido, sino momento de la autorreflexión colectiva de un pueblo, que se estructura como ficción. Maquiavelo, autor de un libro-mito, como El príncipe, “se vuelve pueblo, se funde con el pueblo, mas no con un pueblo concebido en forma ‘genérica’ sino con el pueblo que Maquiavelo previamente ha convencido con su trabajo, del cual procede y se siente conciencia y expresión y con quien se identifica totalmente”, escribe el encerrado en los cuadernos.

 

El relato no puede estrecharse en su dimensión mediática, porque al hacerlo flota por los aires y cualquier retórica se vuelve verosímil. Basta ver el modo en que Lanata responde a los montajes de 678 con una redoblada apuesta a la corrosión de la diferencia entre realidad y ficción, y a la idea de que hay archivos en los que la temporalidad histórica se inscribe en la atemporalidad fílmica confronta la idea de un archivo que no lo es porque se produce en el instante y es escena televisiva, maqueta, representación, y convence en ese mismo movimiento de ficcionalización. Frente a eso, el movimiento debe ser territorializar: evitar que se desencarne la lucha por la hegemonía. Sacar la política del set e interrogar su presencia en las articulaciones sociales.

 

Riesgo mayúsculo hay en pensar que un relato es doxa que se repite, oración que se predica, y el militante un transmisor o difusor. Se borraría, de ese modo, la función intelectual del militante, la de constituir un círculo virtuoso con el conocimiento, las creencias, el saber y los enunciados del mundo popular. Las figuras del soldado o del predicador quedan rengas, escuetas se presentan ante las fuertes exigencias del momento: la de inventar, producir inserciones en la sensibilidad y las creencias, o fisuras en la dramática contundencia de las ideologías de la conservación. Quedan débiles, digo, para la tarea política por excelencia: pasar del relato al mito.

 

 

*Socióloga y ensayista. Directora del Museo de la Lengua y el Libro. Docente e Investigadora en la Universidad de Buenos Aires.

 

 

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