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Anotaciones discretas sobre la libertad de expresión como mito.
La clausura de la conflagración

No tenemos palabras comunes para explicar cómo alguien acumula una fortuna, cómo alguien adquiere fama o prestigio, cómo alguien forja una obra reconocida: perseveran en el secreto. La ausencia de esas palabras comunes coexiste con océanos de palabras destinados a explicar o definir esa clase de problemas, por otra parte decisivos de los núcleos conflictivos de la vida política











Por Alejandro Kaufman*

(para La Tecl@ Eñe)

* Ensayista. Investigador del Instituto Gino Germani (Facultad de Ciencias Sociales, UBA) Profesor de la Universidad Nacional de Buenos Aires y de la Universidad Nacional de Quilmes.

Formulemos el siguiente problema: no es accesible a una conversación pública, compartida por lo menos en los términos de lo que se discuta, la determinación de aquellos cambios estéticos o subjetivos que modifiquen de maneras significativas las posiciones relativas de los agentes. No tenemos palabras comunes para explicar cómo alguien acumula una fortuna, cómo alguien adquiere fama o prestigio, cómo alguien forja una obra reconocida: perseveran en el secreto. La ausencia de esas palabras comunes coexiste con logorreicosocéanos empeñados en explicar o definir esa clase de problemas, por otra parte decisivos de los núcleos conflictivos de la vida social, es decir, de la vida política. Si nos fueran transparentes viviríamos en paz y armonía.Eso pensaron los ilustrados y los utopistas del pasado y del presente. Sin embargo, en cada momento presentaron promesas antes que concreciones efectivas. En tanto, podríamos definir como poder, sin más, a aquellas determinaciones que imponen narrativas o explicaciones que resultan dominantes sobre tales cuestiones: la escuela, las disciplinas sobre lo humano, las instituciones en general.


Digamos que la conflictividad socio política gira alrededor de esos problemas (repitamos: los procesos por los cuales cambian de posición relativa los sujetos, haciéndose así unos prevalecientes sobre otros, situándose unos por encima de otros, estableciendo tramas y jerarquías constitutivas de restricciones y coacciones frente a las cuales emergen conflagraciones de distinto tipo). El curso de la conflictividad no espera a dirimir el orden del discurso que nos ponga de acuerdo sobre lo que se discute. Precisamente, las luchas por el lenguaje forman parte de las luchas mismas. No sabemos separar la conflictividad de las descripciones que nos harían posible superarla propia conflictividad mediante un acuerdo respectivo sobre cómo hablar. Y, no obstante, cualquier mínimo convivencial requiere algún acuerdo sobre cómo hablar.
Es decir: el punto al que hemos llegado, en un cierto plano del conocimiento y la política, es a que no podemos más que consentir, en términos relativos, con permanecer en el plano conversacional donde tales confusiones, no obstante irresueltas, no superen ciertos umbrales de violencia que nos permitan definir la convivencia entonces como una forma aproximada y precaria de paz.


En tal terreno queda mucho más claro cuándo en una sociedad la convivencia es resultante de concesiones hechas por el poder frente a las fuerzas emancipatorias. A la inversa, no es tan evidente cuándo las fuerzas emancipatoriasaceptan la tregua alcanzada para diferir las formas más brutales de la violencia.
Ese es el estado de las cosas en el siglo XXI: no hay puntos de inflexión desde donde desarticular los equilibrios existentes, siempre desfavorables, bajo la caución de una violencia exterminadora ilimitada y aterradora. Es el terror aquello que nos atenaza, nos reduce a un estado de conformidad facilitado –mediado- por las mieles de la sociedad espectacular y consumista que nos calma y distrae.


Cuánto pudiera llegarse a una conversación semejante en la esfera pública definiría un horizonte emancipatorio plausible.En cambio constatamos una distancia desmesurada entre deseo y eficacia, expectativas y realizaciones.
Atravesamos una instancia de estancamiento respecto de horizontes emancipatorios. Las discusiones sobre la reducción del daño que la barbarie capitalista ejerce sobre las almas ocupan –cuando se tiene la fortuna de contar con tales posibilidades- el centro de la atención de maneras excluyentes. Ocupados como estamos en sobrellevar los conflictos en sus expresiones inmediatas, no alcanzamos a vislumbrar un escalón ulterior que pudiera dar cuenta del escenario que nos enclaustra.
Las frases precedentes intentan referir a las razones por las cuales el debate sobre las condiciones de la violencia social es inherente a cualquier otra dilucidación sociopolítica en la medida en que en la época actual es la condición misma de la violencia social aquello que define el estado de la cosas en lo que concierne a la politicidad vigente.


Dicho de otro modo, no hay algo por fuera de las condiciones vigentes de la violencia socio política que pueda dirimirse en términos emancipatorios. Antes no se pensaba así. La violencia se entendía como inteligencia de medios y fines. En la actualidad, fines y medios se han reformulado en tanto un conjunto de vastas transformaciones desplazó los ejes constitutivos de los objetos de interés. Precisamente ese es siempre el propósito y la consecuencia de toda forma de violencia: poner los objetos de interés bajo su dominio. Aquello que antes reconocía fronteras entre paz y guerra, hoy ha mutado a un estado de perturbación permanente no reconocido como tal. Cierto que en las descripciones, los pensamientos críticos emancipatorios habían caracterizado a nuestra época capitalista en términos semejantes. Lo nuevo no es tanto la descripción de un estado de discordia  ilimitado e inmanente, sino su carácter de clausura, la imposibilidad de salir de las condiciones de la conflagración mediante el imperio de la fuerza. No es allí donde se dirime la cuestión, salvo en términos de derrotas catastróficas.
El debate es tan necesario como difícil porque lo establecido admite la circulación de retóricas que estetizan los viejos discursos revolucionarios, siempre que hayan renunciado de hecho a sus consecuencias prácticas más significativas, de modo que puedan cumplir una función en la reproducción de los campos de fuerzas existentes.
Aunque aquí y ahora no podamos enunciar ni siquiera en general lo que intentamos formular, hay sí una aserción que anotar sobre la cuestión de la violencia simbólica. La violencia simbólica remite a los términos de la barbarie en sus instancias verbales y propositivas, sin pasaje a la acción –entendida como efecto físico- salvo esporádicamente. En su entramado deviene la subalternización de actores y de prácticas.La violencia simbólica otorga un escenario decisivo a la politicidad alcanzada en un momento dado por el colectivo social.
El escenario trazado por la vigencia de los derechos humanos y la constatación de formas convivenciales habitadas por el respeto recíproco y por la delimitación de la difamación, la injuria y las diversas modalidades discriminatorias son condiciones ineludibles de la lucha emancipatoria en las sociedades realmente existentes. Un escenario público plagado de intercambios brutales en términos discursivos es problemático no solamente porque antecede a las formas aterradoras de la violencia física, sino porque el propio alcance del acoso intimidatorio, el maltrato simbólico, la malevolencia como método dan lugar a un estado de reducción de la conciencia colectiva a un umbral disminuido en términos de empobrecimiento y parálisis (no es solo que hay una “polarización” sino un tercer espacio social con tendencia creciente a una supuesta neutralidad desenvuelta como pasividad).


En escenarios semejantes prospera el espectáculo de la riña, la arena del coliseo, donde el destino común se representa dirimido por un evento ejemplar, y donde la determinación efectiva del conflicto queda así interdicta en la conciencia colectiva, desplazada al rango de unaomisión.


No nos afectan aparentemente las configuraciones de una subjetividad colectiva totalitaria, la captura de las multitudes por un dispositivo de aglutinación identitaria perseguidora, aunque tales rasgos forman parte de las difamaciones circulantes, entre las cuales operan como discursos injuriosos.Alimentan la malevolencia de modo sistemático.
Lo que nos caracteriza más bien es un estado de desenlazamiento, de negligencia, de desamparo, caracterizado particularmente en la actualidad por la indiferencia extendida hacia la violencia simbólica por parte de quienes comparten responsabilidades y propósitos emancipatorios. Se trata de una defección inadvertida, condicionada por las formidables fuerzas simbólicas en juego, capaces de instalar flujos recursivos de discursividad brutalmente organizada alrededor de la culpa y el castigo, la moralización y estetización de la política y su hundimiento en una espectacularidad cada vez más necia y violenta.

Ni siquiera es el caso aquí de atribuir tal defección a tal o cual actor, sino de señalar la captura de que hemos sido objeto por el desenvolvimiento de fuerzas de gran alcance que requieren ser caracterizadas en su magnitud y calidad a tiempo y en cada momento.
Si tal tarea aún se emprendiera, tal vez se propenderían a recrear las condiciones en que se pudieran establecer acuerdos convivenciales protectores de las multitudes oprimidas.
Mientras no entendamos que un colectivo social políticamente definido como emancipatorio tiene tanta responsabilidad para luchar contra el hambre como contra las imágenes que al manipularlala perpetúan, mientras no logremos retomar la iniciativa sobre el sentido de la lucha contra esas imágenes, mientras nos embargue el imperio de las supersticiones, proseguiremos habitando el instante del peligro.

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