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Mitos equívocos, utopías falaces

Desde los albores de la modernidad, América ha convocado innúmeras veces la imaginación utópica. Percibido como territorio virgen no desprovisto de riquezas, ámbito donde la imagen del buen salvaje alimenta las ensoñaciones paradisíacas de una convivencia sin fisuras, el continente americano, desde el mito de Eldorado, el Valle de Jauja, el Paititi y la Patagonia de los Césares, pasando por el tan idílico como disciplinario Imperio Jesuítico, impregnará el pensamiento utópico y derivará en el así llamado Imperio Socialista de los Incas de Louis Baudin– indulgente versión traspolada de la crítica liberal al despotismo asiático stalinista-, que excusaría diversas inflexiones de hálito liberador. Hasta arribar al actual irredentismo étnico igualitario promovido por el zapatismo o la insurgencia boliviana, múltiples han sido las torsiones que ha ido adquiriendo la idea de la tierra feliz del futuro latiendo como una promesa en el pasado americano redivivo.


 

Por Guillermo David*
(para La Tecl@ Eñe)

 

 

La sociedad sólo se propone aquellas tareas
que está en condiciones de realizar.

Carlos Marx.

La historia no resuelve ninguno de los problemas que plantea. 
Nicolás Gómez Dávila.

 

Ningún bien quedará sin castigo.
Louis Ferdinand Celine.

El Inca sionista



El pensamiento utópico ha alentado en sus intenciones originarias a la vez que una crítica de la condición ominosa del presente, ciertas perspectivas emancipatorias encarnadas en fuerzas sociales irredentas. El mito es su contracara, su motor aglutinante, que así como dirige su mirada al pasado en busca de potencias simbólicas de proyección actual, conlleva un llamado a la acción en la medida en que engloba –es decir: constituye- sus sujetos históricos. El mito construye el futuro del pasado. La utopía le brinda su anclaje actual. Pero en el entramado de mito y utopía late un designio infausto que contradice el ansia primigenia. Toda utopía y su mito contienen los gérmenes pesadillescos que destituyen en forma luctuosa el destino anhelado . (1)
Desde los albores de la modernidad, América ha convocado innúmeras veces la imaginación utópica. Percibido como territorio virgen no desprovisto de riquezas, ámbito donde la imagen del buen salvaje alimenta las ensoñaciones paradisíacas de una convivencia sin fisuras, el continente americano, desde el mito de Eldorado, el Valle de Jauja, el Paititi y la Patagonia de los Césares, pasando por el tan idílico como disciplinario Imperio Jesuítico, impregnará el pensamiento utópico, de Moro a Cabet y Morelli, y derivará en el así llamado Imperio Socialista de los Incas de Louis Baudin– indulgente versión traspolada de la crítica liberal al despotismo asiático stalinista-, que excusaría diversas inflexiones de hálito liberador. Hasta arribar al actual irredentismo étnico igualitario promovido por el zapatismo o la insurgencia boliviana, múltiples han sido las torsiones que ha ido adquiriendo la idea de la tierra feliz del futuro latiendo como una promesa en el pasado americano redivivo.

Ya Hegel había pensado la geografía americana como despojada del soplo del Espíritu, el cual se afincaría en ella ayuno de historicidad, libre de los arbitrios y condicionamientos del ciclo occidental (2). En nuestro país, Carlos Astrada y su discípulo Rodolfo Kusch encontrarían en ese enclave la ocasión del resurgimiento de un logos emancipador asentado en los mitos originarios, dadores de mundo y sentido, provenientes del fondo arcaico de la teluria, recogidos en el habla de los pueblos. Martínez Estrada, que había hecho del fatalismo geográfico ocasión de sus reflexiones acerbas sobre la desventura destinal que nos aqueja, tras su fascinación con la Revolución Cubana prolongaría aquel designio utópico entramado en el mito estableciendo la ascendencia textual del imaginario liberador en su ensayo La isla de Cuba y la utopía. Allí, con su método alegórico que hace de las hipótesis meramente probables claras instancias de intervención en el presente, muestra que la Cuba de Fidel Castro es, históricamente, una concreción del mito de la Utopía de Tomás Moro, para lo cual no vacila en forzar las fuentes identificando como inspirador fundamental del mártir inglés a Pedro Mártir de Anglería, uno de los primeros cronistas de la isla.

Pero esa entraña imaginaria no solo se reviste con los ropajes de la ensoñación épica –o trágica-, o declina en milenarismos anudados a profecías de alarde insumiso, sino que admite capítulos irrisorios en los que, pese a su propia naturaleza, es dable hallar el germen del drama histórico ulterior. Ya Jonathan Swift, con sus mundos liliputienses y sus caballos parlantes, demostró que la ironía, la parodia, el kitsch y demás torsiones modernas del distanciamiento no están reñidas con el hálito crítico de una época sino que más bien denuncian su doble faz. Pues lo cómico puede ser también la contracara de lo funesto. En El gran dictador Chaplin mostró que lo desopilante hitleriano es hermano del horror; reímos cuando vemos al funambulesco y teatral Mussolini arengando a las masas como si de una parodia de sí mismo se tratase. En esa estela, consideraré en este estudio dos raras utopías marginales basadas en equívocas mitografías que contienen en su seno el anuncio de un avatar risible y siniestro a la vez.
Sarmiento abría su manual del exterminio étnico –Conflicto y armonías de las razas en América- con la pregunta: “¿Quiénes éramos cuando nos llamábamos americanos, y quiénes somos cuando argentinos nos llamamos?” Aún en su forma amañada, formulada en vísperas de la masacre fundacional del Estado moderno que fue la llamada Conquista del Desierto, la cuestión señalada ameritaba la interrogación por el origen y sus pervivencias.
El debate sobre el poblamiento de América abarca dos largos milenios. Sus antecedentes ficcionales van desde la forja del mito de la Atlántida por Platón, pasando por la última Thule de Séneca o la Lemuria de la tradición ocultista, hasta los cronistas de Indias y los etnógrafos, arqueólogos y antropólogos contemporáneos, que dieron otro estatuto a esa ficción fundante. Así, durante medio milenio se ha ido levigando una abigarrada imaginería mediante la cual los primeros americanos serían egipcios, fenicios, tártaros, griegos, chinos, cananeos, árabes, vikingos, polacos, daneses, latinos y un copioso y no menos bizarro etcétera cuya sola enumeración recuerda la carcajada foucaultiana ante la serie imposible propuesta por Borges en su imaginaria Enciclopedia china con la que inaugura su taxonomía de la modernidad en Las palabras y las cosas. Hacia mediados del siglo pasado algunas teorías más verosímiles, avaladas por las últimas investigaciones arqueológicas, como las de la proveniencia polinésica y norasiática a la que adscribieran Hrlidka, Rivet y sus continuadores, encuentran su lugar en dicha saga, en contraposición a las audacias de Florentino Ameghino que proponía la autoctonía del hombre americano, al que quería surgido en sus propios pagos bonaerenses, en su esfuerzo por rever la tradición europea hegemónica que solo admitía relatos que suponían como un axioma el carácter exógeno de las etnias que habitaron el territorio americano. Ese alerta, aún en su desmesurado despropósito, funcionaría como un incentivo para construir otras series. Una de ellas, recogiendo atisbos dispersos en los cronistas, aludía a la proveniencia hebrea de los pobladores americanos. La hipótesis, aún pese a su escasa verosimilitud, cobró carta de ciudadanía a partir de un relato que garantizaba en la experiencia el encuentro con los incas judíos.

En Blasón de Plata, libro compuesto bajo la pregunta por la argentinidad durante el Centenario, que ciertamente actualizó el debate planteado por Sarmiento, su biógrafo Ricardo Rojas da cuenta del problema de los orígenes de las razas de América. En él informa sobre la teoría urdida por Menassé ben Israel en su Esperança de Israel mediante la cual deduce la ascendencia judía de los pueblos originarios. Pero lo que no decía Rojas era que se trataba de un gran maestro de vasta influencia en el gran filósofo Baruj de Spinoza. León Dujovne, en su magnífico y señero Spinoza, de 1941, señalaba su presencia en la educación sentimental del joven pensador en épocas en que conocía el jerem, la expulsión de la sinagoga de Ámsterdam con que se decretó su muerte civil. En La Sinagoga Vacía, su estudio sobre las fuentes marranas del espinocismo, Gabriel Albiac trascribe el testimonio original de Antonio Montezinos en que se basan las especulaciones de ben Israel, pero no colige mayores derivaciones de él. Incluso pese al auge de los estudios espinocianos en la Argentina no se ha llamado suficientemente la atención sobre esta deriva impensada que anuda su destino al nuestro. Examinaremos con cierto detalle dicha ficción fundante.

Ya Durán y Las Casas consignaban relatos en los que los pobladores indianos se reclamaban hijos de Adán. Uno de los padres fundadores de la arqueología argentina, Adán Quiroga, resumirá: “Arias Montano sostenía que el primer poblador de América fue un nieto de Heber, Ophir Indico; Piedrahita, que los pobladores fueron descendientes de Jafet; Montesinos, que de Salomón; otros, que los trabajadores dispersados de la torre de Babel; Juan de Pinedo, que fueron los hebreos; y con éste, diez más, que yo conozca, del mismo parecer; González Fernández de Oviedo, que Tubal, hijo de Jafet; Genebrardo, que los americanos descienden de aquellas diez tribus que Salmanazar esclavizó y desterró a tierras lejanas; Pedro Simón, que descienden de la tribu de Isaachar; Ulloa, que pertenecen a la estirpe de Noé...” (3). Pocos años después, en el “momento incaico” de reconocimiento a los pobladores originarios, Arturo Capdevila desechaba en Los hijos del sol (1923) esa hipótesis por poco plausible.
Sin embargo, cabe decir que la determinación de dicha genealogía en los primeros siglos de la colonización hispánica no era un capricho bizantino, sino que obedecía a la necesidad, por un lado, de establecer la humanidad de los indios al ligarlos a una cultura venerable, y por tanto a abrir la cuestión de su sometimiento a esclavitud como problema. De allí que se tramaran genealogías fantásticas basadas mayormente en analogías formales en lo que respecta a la escritura pictográfica, que se extendería a la comparación entre las construcciones faraónicas de los pueblos de oriente medio y las de los amerindios. Pero por otro lado, pretendían  mantener la solidez del sistema de pensamiento teológico escolástico. Puesto que si se consideraban seres humanos a los aborígenes –y allí estaba la evidencia de que eran capaces de no quedar en un estadio de “salvajismo” produciendo culturas como la Azteca, Maya e Inca- había que resolver la grave cuestión de su origen: si eran hijos de Adán, como todo hombre, grave problema que no admitía muchas chances, o, como postulaban las vertientes protestantes para acomodar el edificio teórico, si eran preadamitas, lo cual abría la cuestión de su posible autoctonía.

Naturalmente, a comienzos del siglo XX estas especulaciones fueron barridas por la arqueología que asentó sobre bases materiales los criterios de procedencia. Aunque, como veremos, no desaparecerá del todo aquella operación de validación, que dejará abierta las puertas a una serie de relatos fantásticos de curiosa –aunque no pocas veces peligrosa- deriva.
De todos modos, retornando a la serie que establece orígenes hebreos, cabe apuntar que, hasta donde sabemos, será solo Menassé ben Israel quien propondrá una vuelta de tuerca –la constitución de una utopía restauracionista- a ese relato.

Según su texto, Aarón Levi, alias Antonio de Montezinos, arribado desde España a Holanda en 1644, refirió “delante de diversas personas de la nación Portuguesa” que, dos años y medio atrás, saliendo del puerto de Honda hacia Quito había alquilado unas mulas a un “indio mestizo” llamado Francisco del Castillo. Con él marchaba otro también llamado Francisco, “al cual los demás indios llamaban Cacique”. Durante una tormenta, para su sorpresa, los porteadores acusaron un justo merecimiento de su desgracia por los pecados cometidos. Según Montezinos, “trataron tan mal a la gente santa y la mejor del mundo” que tenían bien merecidos, afirmaban, “todos los trabajos y inhumanidades que los españoles usaban con ellos”. Estamos, ya, en territorio mítico. Al día siguiente, el Cacique le comunica al jefe de la expedición que en breve se vería vengado de aquella gente “cruel, tirana e inhumana” –los españoles-, “por vía de una gente oculta”. Hasta ahí la primera parte del relato. 

Retengamos una característica que será una constante del texto, y es la sucesión de enmascaramientos y desplazamientos de los personajes. Siempre son voces de terceros, de identidad incierta, las que transmiten conocimientos no menos brumosos que el cronista refiere extrañado pero con reticencia casual, sin abundar en su posible sentido. Menassé ben Israel no asiste al testimonio directo, le es referido por terceros. Montezinos / Levi recibe del lenguaraz, figura clave en su construcción legendaria, las voces enigmáticas de seres cuya naturaleza identitaria es también, por el momento, un secreto. Por lo demás, la crónica, que prescinde mayormente del relato de las vicisitudes subjetivas que atribularán la suerte del protagonista, las deja suponer: su carencia, notoria, reclama el concurso del lector. A cada tramo podemos entrever el asombro, la consternación, la curiosidad que presiden sus días y lo impulsan a continuar su pesquisa por los orígenes identitarios, los propios, y los de ese otro -los indios-, que no lo serán tanto. Ese es su núcleo. Prosigamos.

Montezinos relata que al llegar a Cartagena de Indias fue apresado por la Inquisición. Allí sucederá entonces una escena que parece preparada a posteriori para conceder un aura de mayor misterio al participante, que pasa de ser espectador incrédulo a receptor pasivo de revelaciones ominosas que, en principio, no comprende. Encomendándose a Dios, durante su prisión, dice, le agradeció no haber sido hecho “idólatra, bárbaro, negro, ni indio”. Pero al decir “indio”, súbitamente se retractó diciendo: “estos indios son hebreos”. Se trató, al parecer, de una epifanía. Asustado con su afirmación, vaciló: “¿estoy loco, fuera de juicio?”. Pero tres días consecutivos en sus ruegos se le impuso la misma idea; se propuso entonces averiguar su sentido.
Extraña escena, no exenta de dramatismo. Es el sufrimiento y la constricción los que forjan su predisposición anímica en el fondo de las mazmorras inquisitoriales. El martirio de la carne, el cautiverio, serán no solo ámbitos privilegiados para la construcción de una verdad sobre sí mismo –Foucault diría, somero: “la tortura es la verdad”- sino que ofrecerá las condiciones para la revelación profética .(4)
Liberado de su prisión Montezinos retornó a Honda donde halló al indio Francisco, el Cacique. Desaparece en su relato la mediación oficiosa del lenguaraz, función que es adoptada ahora por una figura que será central en el relato. Montezinos refiere que emprendieron viaje hacia las montañas, y en su camino le confesó su motivo al cacique: “Yo soy hebreo de la tribu de Levi, mi Dios es Adonai, y todo lo demás es engaño” -dijo. Tan sorprendido como alterado, el guía le preguntó el nombre de sus padres: “Abraham, Isaac, Jacob”, respondió Levi. El guía no dio crédito a sus palabras, su asombro era mayúsculo; Montezinos insistió. Entonces su interlocutor, el Cacique Francisco, invirtió los roles dramáticos y de su posición de mero baqueano se colocó en situación de maestro: “si eres hombre de ánimo, valor y esfuerzo, que te atrevas a ir conmigo, sabrás lo que deseas saber”. “Pero te advierto” –lo conminó- “que has de hacer todo lo que yo te dijere”. Nuevamente estamos ante una escena clásica en la que se revela en el subalterno la capacidad de interpelación desde un conocimiento secreto, vedado al protagonista central: es Virgilio guiando al Dante en los infiernos, es Don Juan Matus conduciendo a Castaneda en su alucinatorio camino iniciático.

Prosigue el relato. Caminaron toda esa semana hasta el sábado –el Sabbath-, en que reposaron. Tres días más tarde, arribaron a la orilla de un río donde el cacique le dijo: “aquí has de ver a tus hermanos”. Al punto, tras intercambiar señales de costa a costa, una comitiva que surcó las aguas en canoas recibió a Aaron Levi Montesinos, el viajero judío renegado, torturado por la Inquisición, que ha partido en busca de la recuperación de sus orígenes étnico-religiosos, recitando versículos bíblicos, y, siempre traducidos por el cacique, refirieron su genealogía en Abraham, Isaac, Jacob, etc. “Los que quisieren venir a vivir con nosotros, les daremos tierras”, decían estos enigmáticos personajes, judíos americanos redivivos que irrumpían como una aparición atávica desde el fondo de los tiempos para devolverle el ser, para restituirle el alma a su cuerpo a aquel que ha sufrido la ordalía de la historia. Durante tres días la comitiva se renovaba; unos 300 indígenas fueron a saludar al visitante y le repetían su procedencia hebrea. Estas gentes “gozaban de todas las cosas que los españoles tienen en las Indias, así de comer, como de vestir, ganado, semillas y todo lo demás”-apunta. Ansioso por averiguar más de sus paisanos, Montezinos trató de subirse a una canoa pero no le fue permitido: fue echado al agua sin miramientos. Emprendió entonces el regreso. Durante el viaje apuró a su guía, quien le refirió: “Tus hermanos los hijos de Israel los trajo Dios a estas tierras, haciendo con ellos grandes maravillas, muchos asombros, cosas que si te las digo, no las has de creer”. Entonces le narró las luchas legendarias que en un tiempo remoto su propio pueblo había llevado a cabo contra aquellas tribus. “Tratámosle peor que los españoles nos trataron después, por mandato de nuestros Mohanes (hechiceros)” –afirmó el Cacique. Según refirió, hicieron tres campañas, pero murieron todos sus guerreros, por lo que, en reprimenda, sacrificaron a casi todos los Mohanes. Entonces los hechiceros sobrevivientes se sinceraron: “El Dios de estos hijos de Israel es el verdadero Dios, todo lo que está escrito en sus piedras, es verdad; al cabo de los tiempos, ellos serán señores de todas las gentes del mundo, vendrá a esta tierra gente que os traiga muchas cosas, y después de estar toda la tierra abastecida, estos hijos de Israel saldrán de donde están, y se enseñorearán de toda la tierra, como era suya de antes. Algunos de vosotros que quisiereis ser venturosos, pegaos a ellos”. El sueño de redención del Pueblo del Libro cobraba esta extraña forma: daba con su sujeto histórico, su territorio, y su cultura preservada intacta. Era el fin de la diáspora, era la enunciación de la Tierra Prometida, un nuevo espacio utópico anudado al ansia milenarista estaba teniendo lugar.

El cacique Francisco dijo a Montesinos que sus padres, conociendo estas profecías de sus Mohanes, se habían acercado con la esperanza de ser admitidos entre aquel pueblo prodigioso. Pero no fue posible: mataban a todo el que se adentraba en sus tierras. Tiempo después, arribó a ellos una enviada con la que se concertó que cada setenta lunas cinco hijos de caciques podían llegarse hasta sus tierras, y que pesaría el secreto sobre ellos. Desde aquellos tiempos proféticos, dice el cacique, no hubo más que tres novedades: “la venida de los españoles, la venida de los navíos en la mar del Sur, y tu venida”. “Estas tres las han festejado mucho, porque dicen se cumplen las profecías”.
De regreso en Honda, el guía llevó ante Montezinos a tres indios que se declararon, sin dar sus nombres, hermanos hebreos. “De esta tierra no te dé cuidado, que todos los indios tenemos a nuestro mandado, en acabando con los españoles iremos a sacaros a vos y a otros del cautiverio en que estáis, si quisiere Dios, que sí querrá, que su palabra no puede faltar”. Hasta aquí el relato de Montezinos, entintado de milenarismo, utopismo, redencionismo social de base étnica, y demás componentes que confluirían tres siglos después en la constitución del sionismo. Sin embargo su profecía de una nueva Sión americana fue desestimada como un delirio desastrado. Ello acaso se deba a una ausencia clave en su relato que falla a la hora de constituir un mito prospectivo: la ausencia de la figura del Inca que encarne ese anhelo utópico, de un Príncipe regenerador que haga de ese mito una potencia política. Solo la concreción del Pachacuti, tras un largo proceso de invención historiográfica cuya trama deshizo José Imbelloni en El Inkario crítico, coronaría ese intento con un caso histórico: el de la rebelión de Túpac Amaru.

 

El discurso aluvional del mito, que, como el ángel de la historia benjaminiano mira atónito las ruinas del pasado, configura un cuerpo de visiones. La profecía, a menudo hija de la tribulación, es hermana de la utopía por vía alegórica: la complementa al darle forma e impulso en la medida en que liga el futuro al pasado, no solo al presente como el relato utópico. Sus credenciales son cierta conexión secreta con el orden divino que rige el destino a través de un lenguaje habitado por lo sagrado. Pero no es solo una descripción alegórica de los males pasados y presentes sino una instigación a la consumación futura del mito. La profecía, aún en su despropósito, captura algo del orden de lo real, sus tendencias secretas.
Con Montezinos tenemos entonces la construcción retroactiva del paraíso sionista americano, que no dio con su Herzl ni su Pachacuti cabalístico.





El Inca nazi



Las librerías de viejo suelen deparar sorpresas. Hace muchos años di con un libro que en su tapa rezaba: Señales en el rumbo - Resurgimiento de la mística incaica. Fue un título que concitó mi inmediata atención: había en él el hálito emancipador del aprismo peruano dotado de una vertiente místico-religiosa que prometía. Mi sorpresa fue mayor cuando descubrí, hojeándolo, que su autor era un paisano de mis pagos, Carlos Molina Massey, agricultor de Algarrobo, y que en sus páginas finales había una conferencia brindada en los salones de FORJA en los años cuarenta en la que conmina –invita- a los pueblos a consumar la alborada nueva en que se verán destituidas las “castas sacerdotales” a las que atribuía un matrizado judeocristiano. Estaba, sin duda, ante una de esas perlas que ameritan una lectura atenta.
Los avatares de la vida hicieron que urgido por otros trabajos lo dejara de lado sin leerlo y fuera a parar a un rincón olvidado de mi biblioteca de donde lo rescaté hace poco, más de veinte años después. Mayúsculas habrían de ser las revelaciones que me depararía el texto, en el que a la postre se proclama al Incario como la reserva mística del Tercer Reich.   
Molina Massey narra sus peripecias en los albores de siglo: establece con una goleta la navegación del río Chubut; emprende en Algarrobo, donde sucederán sus iluminaciones místicas, la cría de ganado; en Tucumán regentea una hacienda. Entretanto inicia su labor política en el radicalismo yrigoyenista. En el ‘20, se le quema la estancia en Santa Cruz. Según su capataz, “fueron los rojos” –recordemos que es un evento contemporáneo de los sucesos de la Patagonia trágica-, que para Molina Massey, nada original, son parte de una conspiración de la casta sacerdotal judeocristiana. A partir de ese momento comienza a decir que hay que reflotar Indoamérica, término que se jacta de hacer circular en el continente -en forma contemporánea a Haya de la Torre-, con su libro Fundación Estanera, utopía personal a la que él mismo caracteriza como asentada en un estado autoritario de base popular con fundamento en la mística panteísta de la tierra. Es del ‘25 su publicación, aunque antes trató de publicarlo en una editorial de Bianchi, el director de la revista Nosotros, que fue devorada por las llamas. También ardieron un barco y una de sus estancias: en su relato autobiográfico su vida aparece siempre atravesada por sucesos ígneos infaustos que preceden a una revelación.
En Algarrobo recibe la que sería su iluminación central: un bólido de fuego que había caído una noche antes de su arribo, era, dice, un rayo de pensamiento cósmico. Desde ese momento Molina aúna ciencia con mística: el átomo es la materia eterna e inteligente, que garantiza la supervivencia del hombre. Esto se le revela en una visión fruto de una experiencia extática, una suspensión temporaria de la realidad ordinaria que lo atraviesa en el campo, donde ve las que refiere como imágenes atávicas, similares a las estampas de la Biblia de su infancia, en la que un grupo de ángeles vuelan en torno al sol, luego a la tierra y al final a la luna, dando origen al mundo. Tras quince días de este estado al que cualquier profano caracterizaría como un brote psicótico, imagina –le es revelada – la cosmogénesis, cuya prédica deriva en una plataforma política.

Según estas visiones hay que remontarse al mito de la Atlántida: los primitivos pobladores de América son arios que luchan en una batalla cósmica contra las castas sacerdotales judeocristianas desde el fondo de los tiempos. Los incas son sus descendientes; dado a la interpretación de sus libros de piedra Molina Massey prohijará el mito de la restauración del incario.
Entretanto, prosigue su peripecia mundana: en vano tratará de comprar un diario y una radio para difundir su mensaje revolucionario, pero Yrigoyen no le da calce; Alvear, lógicamente, tampoco. Podemos imaginar su sonrisa sardónica al escuchar las concepciones del revolucionario iluminado, urgido por motivos más prosaicos.
Nuestro místico nativo se suma entonces al forjismo: es llegada la hora de influir, dice, en los coroneles jóvenes. Recordemos la fecha de edición del libro: abril de 1943. Momento clave, sin duda, de la historia política argentina, que pone todo su texto bajo el signo de la anunciación: el peronismo aparece prefigurado en sus peores caracteres bajo el ensueño de la revolución de derechas, no sin la curiosa nota de un cierto tinte indigenista, pero que alienta una utopía de carácter autoritario y estructura jerárquica en aras de la construcción de una sociedad raigalmente americana.

Conclusión



Elegí estos dos mitos no solo por sus resonancias impensadas en la historia política ulterior, sino por su carácter prospectivo, dado que en su núcleo proponen una actualización del mito político y abren el debate sobre las posibilidades no ya bienhechoras sino terribles que anidan en el pensamiento utópico como su contracara secreta, como una promesa ominosa.
Friederich Georg Jünger en su ensayo Die Perfektion der Technik, sintomáticamente traducido bajo el título Perfección y fracaso de la técnica (5) por Héctor Murena, ha demostrado que la articulación del pensamiento utópico con la racionalidad técnica es la matriz tanto de su posible historización, con el consecuente despojamiento de su sacralidad constitutiva, como de la realización de la pesadilla implícita en su ensueño originario. La caída de la visión profética en las mallas de la trama secular es el índice de su eficacia histórica en la modernidad; la utopía es su complemento, su visión laica. El anudamiento de la visión escatológica de raíz mistérica indoeuropea a la potencia tecnológica que subsume el mundo de la vida en una maquinaria estatal de gran potencia es uno de los motivos de la consumación histórica hitleriana en un Estado totalitario, cuyas vicisitudes conocemos. Cabe observar que el devenir mito de la utopía igualitaria del comunismo, forjado durante las dos últimas centurias, encontró su faz atroz en el Gulag soviético y el exterminio étnico practicado por Stalin cuando se hizo de la organización técnica del nuevo Estado el medio y fin de su esencia, así como la realización del mito de la nueva Sión dio en el Estado de Israel con su liquidación implosiva cuando se ligó su milenaria vocación reparadora a la maquinaria económica y militar occidental. Los fundamentalismos atávicos, capítulo recurrente de la reposición de la dimensión teológico-política en la escena histórica, operan en el presente ceñidos a la cooptación técnica del mundo sin que la desacralización afecte su carácter de dador de sentido, sino más bien los potencie. En la estela de Max Weber, y redoblando las torsiones que la institucionalidad católica le imprimió en la modernidad, en La Cosa y la Cruz León Rozitchner ha mostrado la ligazón necesaria entre capitalismo y cristianismo con su producción del sujeto abstracto, numeralizado, activo en la historia a partir de la obturación de su dimensión corporal, y su internalización de un sesgamiento: el del fundamento materno del linaje subjetivo del animal humano. Los mitos religiosos son, pues, la “glándula pineal” de la teología política totalitaria formulada en términos del relato utópico en el que se sutura el sueño de la igualdad y el bien común con la iniquidad más tremenda propuesta por la racionalidad técnica.

Por otra parte, hay que recordar que Mircea Eliade ha establecido que la articulación con el rito es la condición de eficacia profana del mito, su caída –su consumación y actualización- en la historia; lo que Marx reclamará para la filosofía: su hacerse potencia actual al devenir mundo. La modernidad, para producir su anclaje histórico, requiere su construcción como razón tecnológica, como organización técnica (con su consecuente alienación y despojo de la autonomía del sujeto y su subordinación a la teleología propia de la esencia de la técnica) del mito activo, encarnado en fuerzas sociales disponibles. Para que la utopía funcione requiere ese maridaje. Que es, también, la condición de su ruina. La resacralización del mundo en la era de la preeminencia tecnológica no escapa a su designio. Solo la catástrofe escatológica que promueve anuncia su actualización, su pregnancia, en la medida en que conlleva la promesa de redención. Cuando el orbe técnico colapsa es cuando se abre la posibilidad de la intervención de las fuerzas espirituales en la historia moderna, que proponen una sutura a la pérdida del sentido histórico. La promesa de redención social que encarnó el Cristo Rojo del Kremlin, como llamó a Lenin el libertario vasco Ricardo Zabalza, ya anunciada en el discurso de Dostoievsky y los narodniki decimononos, solo pudo consumarse sobre el territorio devastado por la Gran Guerra. Pero también tenían acogida en el período de entreguerras las no menos alzadas mitologías técnicas del nazismo -y del fascismo soñado por las vanguardias futuristas- que Ernst Jünger expusiera magistralmente en El trabajador.


Este fracaso, por otra parte, tuvo el efecto inesperado de revalorizar las experiencias de transición –o de transacción- contemporáneas, tan criticadas por su reformismo o su populismo, tales como las experiencias peronista, zapatista, chavista, los llamados estados benefactores, los neokeynesianismos, etc. Que, después de todo, en sus versiones históricas –pienso, sobre todo, en el peronismo- lograron la realización material de un grado mayor de bonanza colectiva. O, para decirlo en términos caros a la tradición emancipatoria argentina: consiguieron mayor independencia económica, mayor bienestar social y mayor soberanía política que aquellas experiencias históricas de pretensiones más radicalizadas cuyos logros no fueron posibles sin el contrapeso de la opresión de grandes sectores de la sociedad. Para decirlo sin ambigüedad: la sociedad argentina, y en especial los sectores populares, sujetos y destinatarios de las políticas emancipatorias, durante el peronismo alcanzaron un mayor grado de bienestar y logros materiales que las sociedades como la rusa o la china, que no fueron posibles sin gulag, pogroms, guerra civil, limpieza étnica y desastres económicos como el comunismo de guerra de Lenin o la colectivización forzada de Stalin, o, para China, el genocidio planificado conocido eufemísticamente como El Gran Salto Adelante. Políticas que retrasaron el despliegue de las fuerzas productivas a un costo de millones de muertos, reiterados con la llamada Revolución Cultural -y fue Mao, el mismísimo Gran Timonel, y no los “infames revisionistas”, quien encabezó el proceso. Ni hablemos de los campos de la muerte de Camboya, o las masacres alentadas por las izquierdas en África o los países árabes (cfr. el caso de los kurdos o las poblaciones, etnias y naciones oprimidas por el stalinismo, el socialismo real y sus sucesores). Pero esos muertos aún son invisibles, no se debitan en las cuentas de la conciencia moral de las izquierdas. Son excrecencias, efectos indeseados de un proceso al que se exime en su Motus fundamental, no reconocen responsabilidad alguna; la complicidad secreta, la anuencia distanciada o su contracara, la apatía, cuando no la mera ignorancia, actitudes con las que se justifica la autoexculpación, encubren la mala conciencia que colapsa las ansias liberadoras, cadáver insepulto en las más alzadas gemas del discurso revolucionario.
En este marco, la pregunta que se impone es si es posible una política utópica que recoja el anhelo de fraternidad universal sin que ello implique aquellas derivas. Rodolfo Kusch llamó Itinerario del Dios en el vacío a esa senda. Pero eso ya es parte de un trabajo positivo de construcción de un mito liberador.

 

*Escritor, Ensayista



1- Considérese en ese sentido la nunca del todo valorada obra de Georges Sorel, quien por primera vez en el pensamiento socialista articuló la noción de mito en clave política. En Lenin, Gramsci y Walter Benjamin, además de en la acción y el pensamiento anarcosindicalistas, así como en la construcción del irredentismo fascista de entreguerras e incluso en el decisionismo de Carl Schmitt, su obra fue tan profundamente eficaz como trágicamente inspiradora.

2 - Cf. Mario Casalla: América en el pensamiento de Hegel. Ver los debates sobre la impronta hegeliana en la visión europea de América, iniciado en el marco del pensamiento marxista por Aricó en su Marx y América Latina, y continuado por el mexicano Arturo Chavolla, que ameritara una airada respuesta de Néstor Kohan. Por otra cuerda, Álvaro García Linera en su libro La potencia plebeya ha contestado críticamente las posiciones de Aricó.

3 - Calchaquí, pág. 18.

4 - Es usual la formulación de la utopía y el mito luego de la tortura: el caso de Campanella, que según Valcárcel había basado en la imagen que de los incas tenía su época para construir su Ciudad del Sol, es emblemática. Incluso fue desechada durante mucho tiempo al considerársela como un desvarío de un loco, un torturado.

5 - Sur, 1968. La edición alemana data de 1949. Su inclusión en la colección de Estudios Alemanes, inspirada en cierto espíritu de la Escuela de Frankfurt, en fecha notoria como 1968, es más que elocuente sobre el sentido de su inscripción de los debates argentinos.

Los procesos de descolonización y los movimientos de liberación nacional y social de la segunda posguerra reconocen una dimensión de actualización mítica de las promesas incumplidas por el despliegue, en todo el orbe, de la racionalidad capitalista. Incluso allí donde triunfaron los movimientos emancipatorios, tras un momento épico dieron paso a la organización técnica que acabó por destituir sus anhelos liberadores. Ernesto Che Guevara percibió ese oscuro dilema: su propuesta de los incentivos morales para elidir la ley del valor y producir el Hombre Nuevo redivivo en la escena de las alienaciones estaba orientada en ese sentido; era su manotazo de ahogado, su recurso último a la dimensión épica para hacer del marxismo “ni calco ni copia, sino creación heroica”, como quería Mariátegui. Aquello que las filosofías vitalistas de entreguerras ponían en términos de la tragedia de la cultura daba así con un nuevo avatar.
Las utopías de argumento estatal ofrecían una resolución rápida a estos problemas. Su consumación histórica en los totalitarismos del siglo XX, ya en su versión marxista, en su versión nazi, o en su versión sionista, e incluso en su más común, naturalizada –y por ello no percibida como tal- versión liberal laica, destituyó de la escena utópica al Estado y emplazó en los actores de la sociedad civil la idea de una nueva forma de comunitarismo que conduciría al reino de la libertad y el bienestar colectivo.

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