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Meditaciones  sobre la bóveda

Lo logrado por el programa de televisión del cual todos hablan, es un logro de la misma televisión como mater et magistra de lenguajes y narraciones. Logro turbio y sometido a la misma corrupción que dice descubrir. Es el gran mito de la bóveda y la fascinación que ejerce la corrupción como ensueño novelesco antes que como un evento inserto en las prácticas efectivas de lo político, es la fascinación que ejerce lo corrupto bajo la figura de un mausoleo donde hay un osario y dólares enterrados.












Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)

      Seguramente debe ser una palabra etrusca, y hasta de alguna civilización más antigua aún. Solo retrocediendo tanto se pueden hallar los primitivos sonidos que luego de miles de años y de voces que los pronunciaron, suenan ante nosotros en esta gran palabra: bóveda. Y que como toda palabra que posee un principio grandioso y secreto en su construcción, tiene en los pliegues interiores de su fonética algo de su significado. Hay mucho de sombrío en esa caída de la primera sílaba en la “bo” cavernosa y un toque largo que concluye en un aliento un tanto viciado, “veda”, que suelta un suspiro impuro. En idiomas más arcaicos que el castellano que hoy hablamos, debió resultar un tanto pavorosa. El ahuecamiento simultáneo del aire, las partes que se presionan mutuamente, la curvatura de los materiales que se exige al máximo. Todo eso es la bóveda para alguna clase de arquitectura o de historia de la civilización, si la vemos a través de las técnicas milenarias de construcción de toda clase de habitáculos para el hombre, sus cosas y residuos.
      La bóveda está en todas las culturas porque es la forma más primitiva, más interesante y más riesgosa de la construcción. Es obra de arquitectos alquimistas, de matemáticos en desvarío, de sacerdotes herejes. Paro saliendo de ese mundo atractivo y sombrío, cobró actualidad en la argentina gracias a una forma de hacer política que repudiamos pero que secretamente nos fascina. ¡Encerrar todo lo acontecido en el misterio de una bóveda! ¡Hacer condenable todo un gobierno, sus infinitos actos, el tiempo en que ha actuado, las esperanzas despertadas, incluso las críticas más fervorosas que haya recibido… todo, todo, clausurado en el interior de una palabra! ¡La bóveda!
       ¿Quién no ha leído cuentos de bóvedas, quién no recuerda la barraca del amontillado de Poe? Un ambiente lóbrego, la humedad de paredes asesinas, una siniestra determinación, una trampa, un encierro en vida. Ocurre en la bóveda de Poe. Castigo supremo, alguien encadenado, en una noche de carnaval.
La palabra, como toda palabra, tiene usos extensos que recorren un arco que va desde la vida a la muerte. Como suprema cavidad arquitectónica, puede alojar un osario como puede atesorar decenas de garrafas del mejor vino añejado. Si pensamos bien, nuestra vida se segmenta en distintos compartimentos y experiencias. Para cada uno de ellos hay una bóveda. A veces, cuna, a veces estómago, a veces camastro, a veces capilla, a veces nicho, a veces tumba, a veces sótano, a veces mausoleo. La sola pronunciación de esa palabra suele inquietarnos, por más que le demos usos de albañilería civil. Como toda palabra, pero quizás más que otras, es una palabra mito.

     Tienen razón los que dicen que no se puede hablar sin mitos. El mito es el principio organizador de la fuerza inmanente de la palabra, de todas las oraciones que pronunciamos y hasta de los chasquidos que hacemos con la lengua, con pretensiones de que signifiquen desagrado, repudio, festejo. Pero todo a condición de que todos estos materiales inacabados del mito, nos lleven a reflexionar en nuestra libertad como hablantes. No podemos ser presas del mito, pero él no debe dejar de actuar con sus partes en libertad, yacentes en nuestra memoria discursiva, para ser combinadas de distinta forma, y a veces tolerando la combinación ritual, repetitiva. Si tenemos una conciencia útil de esas ritualidades, entonces son buenas. Las tenemos nosotros a ellas y no ellas hablando por nosotros, que sino, creeríamos como perejiles que así estamos pensando o discutiendo.

Lo logrado por el programa de televisión del cual todos hablan, es un logro de la misma televisión como mater et magistra de lenguajes y narraciones. Logro turbio, desde luego, y sometido a la misma corrupción que dice descubrir. No es fácil determinar la fuerza icónica que tiene el movimiento por el cual la televisión actúa. Es la fuerza de su montaje, de la inactualidad de su temporalidad siempre en furioso presente, de su utilería naturalista que parece siempre onírica. Pero lo esencial es su manera de captar mitos inespecíficos pero profundos en épocas turbulentas, captación que surge de estrías muy soterradas en la conciencia que no precisan otra demostración que el esfuerzo que hacen por salir a luz. Por eso todo puede terminar en la fijación de objetos concretos. Un mausoleo, una valija. Pues el pensamiento abstracto con el que proceden tanto el lenguaje, como las transacciones financieras y el capitalismo en general, también son algo que deben cobrar forma concreta para los grandes públicos angustiados que viven en grandes urbes en la inminencia de su quebranto existencial (véase Buenos Aires, ya paralizada en su circulación democrática, expropiados sus parques circulatorios, como la avenida 9 de Julio, convertida en mercancía pseudo paisajística). Dijimos capitalismo. Éste posee un tipo de corrupción científica llamada plusvalía, y una corrupción cotidiana llamada ilegalización del fetiche, esto es, el viejo fetiche de la mercancía del que tanto se ha hablado, que ya no es una forma solo abstracta y legal como en los tiempos en que se lo aludió a mediados del siglo XIX; es ahora una acción en general beneficiada por la ilegalidad que producen los mismos estados –que se balancean en una articulación entre la ley y su sacrificio tolerado u obligado.



      Queremos decir: es tanta la fuerza de la abstracción capitalista para  regir la existencia colectiva a través de autómatas tecnológicas de toda clase y cuantía, que el pensamiento popular debe refugiarse nuevamente en horizontes folletinescos o de novela gótica, donde la abstracción se puede visualizar con técnicas de narración basadas en la simplificación lingüística, la comicidad vulgar y la escenografía teatral puesta en el rápido collage de los sets. La televisión hace esto sin que se lo pidan, y mucho más cuando debe descubrir métodos de lucha para supervivir en su forma capitalista… el capitalismo de las imágenes de control colectivo. Por eso, sin decirlo, alimenta una de las más espesas percepciones de los pensamientos que han sido victimados por la obturación mítica –no el mito emancipador, sino el que se hace pasar por charla natural-, y en especial una que tiene ahora como preferida, además de los amores prohibidos, las conversaciones de trastienda, las ocultas traiciones, la investigación sobre la paternidad, los asesinatos indeclarados que recubren toda relación familiar. Ya lo dijimos. La bóveda. El gran mito de la bóveda.


      Con estos temas, desde luego, se escribieron grandes novelas. Es la fascinación que ejerce la corrupción, lo corrupto, como ensueño novelesco antes que como un evento inserto en las prácticas efectivas de lo político. No que en un gobierno no haya preferencias por ciertas relaciones económicas, sustituyendo otras más aceptables, no que no haya cierto afán del Estado por suponer entre varias hipótesis de adjudicación una que pueda favorecer más campos en que no se avizoran peligros que a aquellos donde suele aposentarse el abstracto adversario. Pero aquí nos referimos a otra cosa: a cómo juega en el habla común la fascinante palabra corrupción, hija suprema del mito de la carne ofrecida a la destrucción del tiempo, masa de arquetipos rotos en la conciencia que en un momento dado se entrelazan bajo la figura de un mausoleo donde hay un osario y dólares enterrados. El tánatos y la gloria dineraria entrelazados. Se permiten así dar la imagen postrera de un gobierno, de las instituciones cívicas, de una memoria colectiva que cuando se establece en sus verdaderos fueros, sale por encima de todo ésto.


      ¿Cómo hacerlo ahora? Volviendo a separar las leyendas de la realidad. Y señalándolas cuando las primeras quieren pasar por ser las segundas. Exigiendo pruebas y no meras intuiciones. Pero si eso no cuenta demasiado, lo más importante es que la respuesta a la justicia mediática mitomaniática, además de saber reconocer las propias fallas frente a la historia –es decir, necesitamos una vida económica con empresas sociales productivas junto al Estado, en condiciones que deban ser de exclusión de toda sospecha, inaugurando una época de tratos públicos entre la sociedad civil, el estado y la justicia, de un carácter semejante a una reflexión completa sobre las éticas públicas-, además de todo esto, digo, también mostrar que se pueden forjar las propias leyendas democráticas de movilización con un empleo de las grandes tradiciones teatrales.


      Pero aquí pondría la vieja y muy conocida condición de no estetizar la política con la espectacularidad de la imagen globalizada de la televisión, sino con ingenios mejor relacionados con las grandes tradiciones artísticas. Demás está decir que lo contrario, politizar el arte, tampoco debe ser un programa. Lo mejor es lo político tomando lo esclarecedor de la gran tradición teatral y artística, sin abandonar sus grandes ejes argumentales fundados desde hace muchos siglos, en la razón crítica y la genuina vida popular. Si no se lo piensa así, siempre una tenebrosa bóveda, una simple cava doméstica, podrá incentivar la imaginación desesperada de las grandes tecnologías de dominio, que saben bien lo que es la tumefacción de las ideas (los bubones  de la corrupción) y lo que debe ser un arte comunicacional basado en nuevas reflexiones sobre la relación entre imagen y democracia, discurso colectivo y vida cívica liberada.


*Director de la Biblioteca Nacional. Sociólogo y ensayista

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