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El modelo o proyecto nacional compone líneas heterogéneas. Algunas sitúan una ruptura y un umbral y van configurando una idea cada vez más compleja y profunda de qué es la democracia. La idea de democratización va hacia allí: democracia como un deseo o una búsqueda, no como un estado. Pero entre las líneas heterogéneas hay algunas que son menos fundadoras que ejercicios de remache sobre lo conocido.







Por María Pía López*

(para La Tecl@ Eñe)



Preguntas sobre la cultura en el presente

1) ¿Cómo fue que el culturalismo desplazó al economicismo? ¿Fuimos nosotros, los activistas culturales e intelectuales? ¿Fue la época, sus condiciones estructurales, al situar la cultura como actividad central de la reproducción del capital en sus nuevas formas? ¿Fue la teoría crítica, en sus múltiples versiones, la que al señalar el modo en que funcionaban las estéticas e interpretaciones generó una conciencia extrema acerca de las intervenciones necesarias? Confluencia probable de todo eso en el presente argentino, en la idea de batalla cultural. Aceptemos por ahora el origen bélico de la metáfora, para señalar otra cuestión: ¿a qué idea de antagonismo o conflicto sustituye o apenas alude esa disputa cultural? Digo, porque si antes las clases y sus luchas eran el prisma interpretativo de las izquierdas, para pensar también los dilemas culturales, ahora es en el plano de la cultura donde se producen las particiones e identidades políticas. Llamaríamos a eso culturalismo si hay olvido respecto de las fuerzas sociales y sus condiciones desiguales. Como habíamos llamado economicismo a la explicación que barría de un plumazo mediaciones y especificidades para descubrir el origen económico de toda manifestación u obra. Problemas de acentos pero no sólo: de allí se derivan estrategias políticas.


2) Lo que se llama modelo o proyecto nacional compone líneas heterogéneas. Algunas sitúan una ruptura y un umbral: la justicia respecto de los crímenes del terrorismo de Estado, las políticas de reparación social, las estrategias de ampliación de derechos van configurando una idea cada vez más compleja y profunda de qué es la democracia.  Ésta deja de ser un conjunto de reglas procedimentales, para ser el nombre de un horizonte que se corre permanentemente. La idea de democratización va hacia allí: democracia como un deseo o una búsqueda, no como un estado. Pero entre las líneas heterogéneas hay algunas que son menos fundadoras que ejercicios de remache sobre lo conocido. El desarrollismo configura una idea de felicidad centrada en el consumo, en la llegada a un mundo de cosas y objetos. Necesita hacerlo porque esa felicidad es la trama subjetiva que organiza la expansión del mercado interno. Lo heterogéneo: otra idea de felicidad, formulada también al interior del kirchnerismo en los últimos meses, alrededor de la felicidad que surge del plano de las militancias, la cooperación solidaria y la forja de una voluntad colectiva. Me pregunto: ¿felicidad del consumo para las mayorías sociales, felicidad de lo político para las militancias? ¿Es una ensoñación demasiado ensoñada imaginar una idea de felicidad política capaz de ir más allá de los núcleos militantes? ¿Qué imágenes de felicidad tiene esta sociedad? Predominante, quizás, la que requiere el neodesarrollismo: del celular al plasma. Sólo con más voluntad política, más extendida, se pueden imaginar y construir otras ideas de felicidad, otro trato con los afectos, otras libertades para los cuerpos.


3) La felicidad del consumo se liga a un optimismo tecnológico sobre el presente y a un relato histórico sobre la tragedia como signo del pasado. El revisionismo, en sus nuevas galas de diálogo con públicos masivos y con estilos llanos de escritura, ofrece una mercancía bien particular en el mercado de los relatos: dicotómica, valorativa y moral, presume de invertir lo ya conocido apelando a una idea de justicia. El neo-revisionismo habla en nombre de los vencidos no al modo benjaminiano de una memoria murmurada sobre el carácter irredento de la historia, si no con el tono de la constatación casi triunfante de que se persevera a pesar de la voluntad de las clases dominantes o la crueldad de las elites. Una hipótesis de triunfo alienta el relato sobre las desdichas pretéritas. Halperín Donghi alguna vez escribió que si Sarmiento seguía incitando lecturas era porque tras su voluntarioso optimismo –el que lo llevaba a suponer un futuro triunfo civilizatorio- había una concepción de la historia como agencia de conflicto, como lucha permanente y que ése, su pesimismo fundamental, era lo que se volvía relato necesario para un país que tiene una experiencia constante de la crisis. Del revisionismo actual podríamos decir lo inverso: narra tragedias, cuyas víctimas son los dirigentes populares y sus victimarios las elites y sus intérpretes intelectuales, pero sobre el fondo de una concepción optimista que percibe que la felicidad perdida puede reponerse junto con la producción del relato justo. Hay que pensar entonces la relación entre el plasma del presente y el documental revisionista sobre el pasado. Ambos: éxitos de mercado. Pero a no moralizar, porque el mercado es un modo de regulación de la vida en común, de presencia de lo colectivo y de modos de la felicidad.


4) Dicotomía en el pasado, la del revisionismo, que se corresponde a la tensa nitidez con la que se interpreta el presente. La situación política, desde el 2008 para aquí –esto es: desde el conflicto por las retenciones agrarias y el surgimiento, alrededor de la disputa, del kirchnerismo como fuerza militante y movimiento social articulado a un conjunto de hechos y personas de gobierno- se fue constituyendo como lógica binaria. Hay dos partes fundamentales –oficialismo y oposición- que subsumen a su interior toda otra diferencia. Si la alianza electoral oficialista va de Hebe de Bonafini a Gildo Insfrán, entre los opositores cunde la pasión por desplazarse a la derecha y no renegar de ninguna articulación subordinada a la derecha previa y realmente existente en la ciudad de Buenos Aires. Partición en dos, que subsume y rearticula diferencias y conflictos. Que por un lado exige silencio frente a los pasos desdichados de los aliados, y por otro, confrontación con todo lo que surge de la vereda opuesta. Cada tanto, alguien recuerda que muchos valores se arrojan por la borda con esa doble complicidad, pero suele quedar, esa protesta, como murmuración más que como acto con efectos políticos. La partición binaria tiene correlato o expresión en las narrativas mediáticas. Leer un diario es tomar partido y un ciudadano con un Clarín en el colectivo es tan partidario como aquel que lleva una remera  de la Cámpora.

5) El problema es que la fuerza mayoritaria y que gobierna no puede aceptar esa partición en dos que sí rige a sus adversarios. Porque el dos conviene a las minorías que de lo contrario se fragmentan, no a aquellos cuya función gubernamental los obliga a hablar más allá de su facción. Aceptar la partición refuerza la identidad militante pero a la vez difumina la capacidad de interpelar a amplias capas de la población no militante. La partición se liga a la intensidad de las minorías que siguen      o participan activamente de la vida política, pero coexiste con la apatía pública con la cual las mayorías suelen acompañar cada época.   Muchas de las intervenciones culturales del gobierno o las propuestas mediáticas  para  el  debate  político le  hablan a  la intensa minoría de 

convencidos más que a la masa de sus votantes efectivos y menos aún de los que eluden toda identificación en la lidia política. Hay dos modos de intentar eso. Uno, es el que prescriben y realizan las industrias del espectáculo y con el cual despliegan sus más eficaces intervenciones: mezcla de sainete, teatro de revistas, sensualidad a la carta, guiones efectistas, interpelación política y denuncias altisonantes. Eso da, cuando lo arma un Lanata, millones de espectadores. Otra, es la apuesta a una intervención cultural, en la que el formato resulte aliado con las ideas políticas o los valores que se ponen en juego: pasó así con los festejos del Bicentenario y no puede desdeñarse lo que ahí surgió, la tensa articulación entre multitud y vanguardia, entre narración sobre la historia y optimismo tecnológico. Una fuerza mayoritaria debe pugnar diariamente por su hegemonía, pero hegemonía no es una mera suma de expresiones electorales sino forja de valores comunes, de dimensiones de la subjetividad, de formatos estéticos. Más bruscamente: no se trata de combatir a Lanata con un anti-Lanata, sino de apelar a las fuerzas críticas del país para que un Lanata se vuelva irrisorio, se revele fantoche, se derrumbe titiritesco.

6) Ficciones argentinas: El dinero es piedra de toque para toda ensoñación. Shakespeare lo imaginó capaz de volver lo feo bello; Marx lo comprendió como equivalente general, o sea, capaz de transmutarse en todo y todo transmutar. Arlt lo tensó como tesoro a buscar y en Los siete locos lo imaginó en cheque prostibulario, en billetes falsos salidos de la imprenta anarquista y en botín que ese mayúsculo farsante que era el Astrólogo se llevaba en su fuga. La fantasmagoría requiere dinero material, como se dice: contante y sonante, doblones, lingotes, billetes. También bolsas, bóvedas, valijas, escondites. Nada de transacciones electrónicas o cuentas bancarias. Lo más material es lo que se inscribe en las ficciones argentinas y en las fantasmagorías de la conciencia social. Eso es lo que sabe agudamente el periodista dominical y los escritores que lo guionan, como Marcelo Birmajer. La crítica al programa de Lanata debe ser literaria –analizar procedimientos narrativos y ejercicios retóricos-, ideológica y teatral. ¿Por qué resulta verosímil esa ficción? Quizás porque se presenta tramada como ficción, porque construye escenografías y pone al testimonio en el lugar que importa: no como relato argumental o declaración judicial sino como rostro que dice, imagen que se presenta. Es por todo aquello que se lo cuestiona que el relato funciona, porque no niega ni elude la fuerza ficcional, no la ampara en papeles ni en expedientes. La realidad, decía alguien, tiene la estructura de una ficción. Eso es lo que saben conductor, empresarios y guionistas. No le pidan otra ética que ese salvaje apego a la narración llevado adelante con una voluntad de cruzado. ¿Se contesta a esa idea con la anterior y más precaria de la “única verdad es la realidad? Pienso que no. Que si la realidad se presenta como ficción, hay que disputar con las armas de la crítica y con la potencia productiva de ficciones, o sea con la disonante fuerza del mito.



7) Dos acontecimientos multitudinarios están en la base del funcionamiento mítico del kichnerismo. El de la fiesta popular del bicentenario; el del duelo colectivo por la muerte de Néstor Kirchner. En las calles de esos días nos reconocimos en comunidad con otros. Ese reconocimiento no se desliga de la fuerza del mito convocante: ya sea el de integración común a una nación, ya sea el de un líder que murió demasiado temprano pero que antes produjo un hiato en la vida del país. A diferencia de Perón, Kirchner no pasó por la desdicha de la vejez ni fue apremiado para que se retire. Sin embargo, las militancias juveniles ya habían procurado otorgarle un barniz mítico asociando su figura a la del Eternauta. El personaje de Oesterheld, el hombre de la memoria, el tiempo cíclico y la resistencia siempre recomenzada, venía con su escafandra a superponerse a ese político que había inaugurado su gobierno diciendo que no abandonaba sus convicciones en la puerta de la casa rosada y que en cada uno de sus pasos evidenciaba la memoria dolida del sobreviviente de una generación derrotada. Surgió, de esa superposición, el Nestornauta. Y a ella le contesta la industria televisiva y concentrada con la figura del Tío Rico. Historietas, desplazamientos, una pregunta: ¿No habrá que acudir a otras mitologías más capaces de hacer justicia al presente y a sus voluntades transformadoras? Algo de eso se insinúa en la contraposición entre dos películas que tratan sobre el ex presidente. Una, la que mereció las galas del estreno público, combina el melodrama con la reducción de la política a la bondad asistencial. La otra, que circuló inconclusa y técnicamente deficitaria, por las redes sociales, dibuja un Kirchner que no cesa de hacer política, generar alianzas y conflictos, pero a la vez un hombre atravesado por la nerviosa angustia del que se sabe fundando. El film encarado por Caetano, quizás por su misma circulación hecha de la masividad cuasi militante de las redes sociales o por su factura imperfecta que hace recordar más a los viejos cines insurgentes de los 70 que a las grandes producciones que surgen de las tecnologías actuales, parece más adecuado para rozar el mito político de Kirchner. O para rodearlo de otro modo: el mito supone menos la plenitud positivizada que el reconocimiento interno del conflicto con el cual lidia.


*Socióloga y ensayista. Directora del Museo de la Lengua y el Libro. Docente e Investigadora en la Universidad de Buenos Aires.



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