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Pensar con fuerza
 



El gran inquisidor mediático alza su dedo acusador, en este caso, contra lo que denomina “tres intelectuales K”. Su burla soez conlleva todo lo previsible: desprecio, denostación. Aquí la violencia se destila bajo la forma de la sospecha: no hay nada que entender porque toda palabra es simulacro y toda enunciación arraiga en intereses oscuramente corruptos.

 


Por Perla Sneh*
(Para La Tecl@ Eñe)

 

Una continuidad de palabras correctas me despierta sospechas.
Prefiero el tartamudeo. En el tartamudeo oigo la inquietud,
el esfuerzo por rescatar a las palabras de sus limitaciones.
Aharón Appelfeld



 

Es tan sabido como olvidado que no hay discurso que no suponga una política. Esto no es menos cierto cuando se trata de abonar la ilusión de una lengua llana, sin pliegue ni secreto, que sólo comunicaría los hechos en su prístina nitidez. Una lengua sólo deudora de la objetividad y la claridad. Que ésta sea la lengua enarbolada por las lógicas del espectáculo algo nos dice de sus políticas.


Nuestras pantallas se recuestan en una consigna en apariencia simple: “hablar claro”, toda complejidad esconde fines inconfesables. Así, se teje una ficción en cuyo centro se ubica, triunfal, la figura del “conductor” quien – a la vez cruzado, juez y verdugo pero, sobre todo, inquisidor- se legitima en el mero recurso a ese lenguaje con pretensión de transparencia tan adecuado al chisme de alcoba como a la interpelación política; un lenguaje que convierte textos en titulares; pensamientos en remates sarcásticos; argumentos en injurias; historias graves en fotos congeladas; sujetos en fantoches.


Hemos visto recientemente uno de estos fantoches: su nombre está compuesto por referencias a tres intelectuales argentinos, diversos en sus estilos de obras y lecturas, incluso en sus lenguajes, aunque los tres son reunidos bajo el mote de “intelectuales K” (como si una vida de elaboraciones pudiera sustituirse por una letra); su aspecto  remeda el de uno de ellos – a cuyos sutiles argumentos se ha respondido con el diagnóstico de carencia de taller literario o el cuestionamiento de su atuendo (la risueña dignidad con que el aludido ha soportado estos embates es en sí un aleccionador modo de la crítica).


Ante ellos, el gran inquisidor mediático alza su dedo acusador. Su burla -baja, soez- conlleva todo lo previsible: difamación, desprecio, denostación. El fantoche recita un tosco guión que sólo busca llegar, sin mayores alternativas, al punto en que se pueda zanjar la cuestión con un ¡No te entendí una mierda! coronado por las risas y los aplausos del amable público presente. Aquí la violencia se destila en muchas formas, pero sobre todo, bajo la forma de la sospecha: no hay nada que entender porque toda palabra es simulacro y toda enunciación arraiga en intereses oscuramente corruptos. Las risas lo rubrican: nada hay más allá de esa sospecha.


La escena es basta; la risa, cínica. Lejos estamos de la melancólica alegría que rezuman ciertos personajes de Capussotto en su parodia tragicómica de un pasado tan complejo como interpelante; lejos estamos de ese humor liberador (subversivo por excelencia, dice Freud) que no se resuelve en el sarcasmo feroz, sino que, aventurándose a la ironía crítica, no evita reírse de sí mismo.
En principio no hay aquí originalidad; la historia argentina reciente nos ha acostumbrado a estos descaros bajo modos más o menos brutales, más o menos escatológicos y, por lo general, remitidos a la excusa pseudopopulista de crítica al “elitismo”. Ninguna novedad, entonces, sólo el inmemorial ánimo violento que acecha a la fuerza del pensamiento. Y sin embargo, estamos ante algo diferente porque la excusa es menos la denuncia de un supuesto “elitismo” que el abonamiento intencional de un “sentido común” modelado por los medios de pantalla dividida y elevado al rango de ordalía; un sentido común que abreva en napas viscosas, inubicables en términos ideológicos, pero que, amparándose en las buenas conciencias, inundan nuestra cotidianeidad y encarnan en la figura del gran inquisidor televisivo, a quien, por supuesto, sólo deben temer los canallas porque su ojo avezado es el que los diferencia de los honestos que solo buscan vivir en paz. 
No nos equivoquemos: aún si esto parece regido por la lógica binaria de los medios actuales - “oficialista/ opositor” - que anula toda otra diferencia, aún si parece golpear a quienes, de diversos modos y desde lecturas más o menos críticas, comparten una lealtad política, el ataque no se dirige meramente a ellos; no, su objeto es otro, es cualquier ejercicio de pensar críticamente. Se trata de un ataque a la misma condición intelectual. Como tal, es, a la letra, el anuncio de un tiempo de oscuridad. Porque hay umbrales lingüísticos cuyo atravesamiento –lo sabemos- anuncia lo peor.


Porque lo que el inquisidor pretende es atentar contra el esfuerzo de quien intenta una voz propia más allá de las disociaciones binarias, denunciando falsas identidades, exponiéndose a su propia vacilación. Es un ataque que decreta y valida, en la ritualidad impudorosa de las cámaras, la intolerancia por la fragilidad de las palabras. Un ataque que busca sustituir con la inmediatez osmótica de la pantalla la lenta potencia de los textos; que degrada la morosidad formativa del conocimiento en rapidez informativa. Y si, en principio, parece apuntar a conocidos integrantes de un colectivo cultural y político lo hace menos por sus estilos personales que por lo que ellos representan en las discusiones que hoy nos reclaman.  Que uno de ellos, además, sea el Director de la Biblioteca Nacional –cosa que el fantoche sólo puede indicar por los libros que lleva en la mano- no es un dato menor; porque hay en juego algo más que el cuestionamiento grosero de algunos adversarios; se trata, sobre todo, de un embate contra el valor que ha cobrado la Biblioteca como ámbito inéditamente abierto a la discusión política, social y cultural; un escenario infrecuente, que escapa a las lógicas del sentido común mediático. Se trata de un ataque a un fecundo espacio de pensamiento, ataque cuya saña algo dice sobre qué futuro intelectual quiere imponer. 

 

Paradójicamente, es precisamente en esa saña que se descubre su debilidad: sólo quien teme profundamente al pensamiento se esmera tanto en degradarlo. La virulencia del ataque no es sino el reverso del temor que ese pensamiento infunde al “sentido común” en juego. Y bien que hace en atemorizarse, porque, como dice Vladimir Jankélevitch, hasta cuando no hay nada por hacer queda algún recurso. Pensar con fuerza, lo llama.
 

Se trata, entonces, de no renunciar a los núcleos críticos de nuestras elaboraciones, se trata de insistir en forjar el lenguaje que la ocasión reclama, aunque la lengua se nos rebele y nos obligue al balbuceo y a la vacilación. Porque una lengua no es un rejunte de palabras sino una potencia que puede cambiar el destinos de los hombres y las cosas. Y hasta puede hacer que el fantoche del gran inquisidor caiga con estrépito, como una como marioneta cercenada de sus hilos.



*Psicoanalista, escritora. Doctora en Ciencias Sociales (UBA); Investigadora del CEG (UNTREF)​

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