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Violencia y discurso: de la palabra al acto
El Poder Centauro

A través del discurso hegemónico se imponen jerarquías y se consagran categorías. También se ejerce violencia. La noción de Estado de Derecho se fraguó como límite a la arbitrariedad en el ejercicio del poder de los estados precapitalistas. Sin embargo, toda forma estatal, aún las más sangrientas, se conformaron bajo normas jurídicas y necesitaron de usinas discursivas justificantes para organizar mecanismos de consentimiento.









Por Rodolfo Yanzón*
(para La Tecl@ Eñe)

       A través del discurso hegemónico se imponen jerarquías y se consagran categorías. También se ejerce violencia. La noción de Estado de Derecho se fraguó como límite a la arbitrariedad en el ejercicio del poder de los estados precapitalistas. Sin embargo, toda forma estatal, aún las más sangrientas, se conformaron bajo normas jurídicas y necesitaron de usinas discursivas justificantes para organizar mecanismos de consentimiento.


         Los estados modernos se sostienen mediante el monopolio de la violencia física legal. Para ello es necesario un principio que los legitime. La burguesía logró instalar la idea de unidad “pueblo nación”, erigiendo a los individuos como ciudadanos políticos, libres e iguales, bajo el concepto del “contrato social”, según el cual todos los integrantes de una sociedad, en condiciones de una igualdad imaginaria, acordarían las bases del modelo que los rige. Las luchas populares y las relaciones de fuerza entre las clases son sus límites y demuestran que ese contrato no es tal.



       Los centauros, por lo general, no gozan de buena fama. Se los considera, quizás injustamente, cautivos de las pasiones, gruñones y borrachos. Quirón es la excepción que, alejado de las cuestiones mundanas como consecuencia de haber sido adoptado por Apolo, supo adquirir buenos modales y sabiduría –fue médico, músico, poeta y maestro-. Así llegó a ser tutor de Aquiles y Ajax, entre otros héroes. Maquiavelo decía que un príncipe debía saber comportarse como bestia y como hombre. El “poder centauro”, medio hombre medio bestia y cada mitad a quien correspondía. 


         La conformación de la Argentina está atravesada por la violencia ejercida por una clase sobre otras. Durante el siglo XIX la burguesía de Buenos Aires ejerció la violencia sobre las provincias para instaurar un modelo económico basado fundamentalmente en la ganadería y en los intereses de la metrópoli. En ese contexto, Domingo F. Sarmiento se erige como una figura trágica. Siendo uno de los mejores escritores de esta tierra, que mejor la describió, comprendió la necesidad de impulsar un desarrollo capitalista promoviendo la industria, la agricultura y la educación, oponiéndose a los intereses de los ganaderos, al latifundio y al impúdico reparto de tierras que provino de la masacre de las comunidades indígenas. Pero también fue quien se alió con la clase acomodada porteña para imponer una guerra de policía contra quienes desde las provincias se oponían a su dominio, y corresponsable de la guerra de la triple Alianza que masacró al Paraguay, donde terminó sus días lamentando su equívoco. Sarmiento perdió la batalla por las ideas contra los estancieros con olor a bosta y sangre gaucha y campesina, que él mismo ayudó a derramar. Ese es el Estado que amplió sus fronteras llevando a cabo el genocidio de los habitantes originarios; para lo que necesitó de los discursos político y jurídico utilizados como justificación de la eliminación de oponentes e indeseables y que se perciben no sólo en las normas sancionadas –entre ellas, la propia Constitución Nacional- sino también en las publicaciones de la época (a juzgar por los beneficiarios, el centauro debería transformarse en minotauro).    
         Durante el siglo XX los perseguidos fueron parte de las clases que exigían participación política y luchaban por sus derechos como trabajadores, promoviendo la organización sindical y la conformación de fuerzas políticas que los representaran. Con el advenimiento del peronismo y luego del golpe de 1955 cambiaría en parte el entramado ideológico y político pero no la conformación de clase ni la respuesta estatal de persecución y disciplinamiento –mediante la utilización de métodos ilegales, inclusive-. Una vez más, el poder centauro.


        A partir de 1930, una vez incorporados a la vida política nuevos actores sociales y la nueva herramienta que fue la legislación electoral, la burguesía echó mano al poder militar para instaurar como Estado de excepción a lo que la Corte Suprema de Justicia de la Nación de 1930 dio en llamar eufemísticamente “gobierno de facto”, al que avaló como continuidad de los gobiernos constitucionales.


         Cuando se cuestiona el monopolio de la violencia, el Estado responde con la peor de sus caras. El Estado de excepción es la opción más despiadada y los discursos político, militar y jurídico se redimensionan y son utilizados profusamente por las usinas de propaganda. Crear al enemigo - es decir, su imagen-. Pero en la Argentina de los 60 y 70 lo esencial no fue el cuestionamiento del monopolio de la violencia por parte de organizaciones políticas que decidieron utilizar la vía armada, sino algo mucho más vital, que fue el cuestionamiento al propio discurso legitimador de la dominación burguesa sobre la clase trabajadora, y, por consiguiente, la idea de unidad del pueblo nación como concepto totalizador y justificante. Y detrás de ese fin –el cuestionamiento a los mecanismos de consentimiento estatales- no sólo se suscribieron las organizaciones armadas, sino políticas, sindicales, sociales, religiosas y territoriales. Y el exterminio desatado por el Estado de excepción alcanzó a todas ellas, respondiendo con la existencia de centenares de campos de exterminio y tortura, con desapariciones y muertes, persecuciones y exilio. Pero también con la prohibición de la palabra, impedir el debate y quemas de libros, muchos libros (no se salvaron ni “El Principito” ni “Un elefante ocupa mucho espacio” de Elsa Bornemann).


         Mediante la última dictadura la burguesía no instauró un Estado de excepción por el cuestionamiento al monopolio de la violencia –como han pretendido hacer creer tanto el poder militar como las usinas de propaganda de la burguesía-, sino porque se cuestionaron las propias bases de ese Estado, que eran las relaciones de producción y el consiguiente disciplinamiento social, que las clases trabajadores no estaban dispuestas a soportar y a la que se opusieron con organización y lucha. Por eso es que se necesitó diseñar un discurso según las necesidades. Conceptos como “terrorismo” o “subversión” se utilizaron a la orden del día, tanto en comunicados militares, como en leyes nacionales, informativos, editoriales y circulares educativas. Tanto que hasta continuó siendo utilizado, luego de fenecida la dictadura, en piezas fundamentales como la sentencia a los miembros de las juntas militares de 1985 y que, a modo de justificación de su propia labor, los integrantes de la Cámara Federal que los juzgó dedicó largos párrafos a describir el accionar de las organizaciones armadas, pero según el discurso de la misma dictadura y con sus propios informes. Se necesitó, como en el siglo XIX, despejar toda duda acerca que debía ponerse por fuera de la sociedad a quienes eran presentados como sus agresores, quitarles toda connotación jurídica y, de esa forma, desprotegerlos completamente, que no hubiera ni ley, ni juez, ni fiscal, ni abogado que interrumpiera la labor.


            Las distintas formas de gobierno pasan, incluso el Estado de excepción y su poder militar, pero su discurso queda plasmado en la práctica cotidiana de la superestructura. El discurso es una de las armas más poderosas de justificación de la violencia estatal y se ve crudamente en la arbitrariedad de las cárceles y en el accionar ilegal policial, avaladas por la experiencia judicial que las legitima sin beneficio de inventario.  


         Cuando se echa mano a leyes como las denominadas Blumberg o a las “antiterroristas”, bajo el pretexto de dar “seguridad”, no se hace más que replicar experiencias, fomentar discursos indeseables –como las profusas editoriales de La Nación sobre los intereses de ganaderos, la reivindicación de la dictadura o las comparaciones del gobierno argentino con el nazismo-.
            Quirón es la excepción. El poder centauro siempre acecha. El tema es no darle excusas para que se sienta con energía, que siempre será descargada bestialmente contra el pueblo.





* Abogado- Fundación Liga por los Derechos Humanos.

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