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Notas sobre accidentes, capitalismo y política

Por Miguel Molina y Vedia*

(para la Tecl@ Eñe)

 

 

Más allá de las utopías racionalistas que inspiraron varias de las aristas del desarrollo de la ciudad moderna, la estremecedora experiencia del accidente fatal no ha podido ser excluida del paisaje urbano. Muy por el contrario, parece ser parte constitutiva de aquélla. Paul Virilio intuyó esta copertenencia al vislumbrar que cada innovación técnica conlleva la invención de un accidente; Ambrose Bierce, casi un siglo antes, en su célebre “Diccionario del Diablo”, había definido ácidamente al accidente como un “acontecimiento inevitable causado por la acción de leyes naturales inmutables”. La crónica espectacular de los estropicios metropolitanos construye su retórica exaltada sobre la denegación tenaz de esa dimensión ineluctable de la civilización contemporánea. La identificación de responsables concretos de cada catástrofe es presentada como un imperativo moral urgente, que simula la preocupación por las causas para ocultar la actitud exactamente opuesta: la atribución automática de culpas permite despachar la cuestión con celeridad y retornar al olvido y el desinterés cualunquistas por los complejos avatares que traman la vida (y la muerte) en común. 

 

Esa extendida modalidad comunicacional ha promovido el escarnio de diversos funcionarios públicos (incluida la presidenta) que ensayaron explicaciones de los siniestros ferroviarios que involucraban dimensiones genealógicas y demográficas de los sucesos en cuestión. No todas esas intervenciones fueron equiparables: algunas evidenciaban un recurso chapucero al pensamiento mágico (“si hubiera sido feriado”) mientras que otras planteaban una contextualización de largo alcance de la problemática de los trenes en la Argentina. En todos los casos, con mayor o menor solvencia argumentativa, esas frases filtraban homeopáticamente las densas problemáticas urbanísticas que anunciábamos en la introducción. Es cierto que la imagen de un funcionario esgrimiendo como coartada cierta ineluctabilidad sistémica tiene una innegable dimensión patética: no faltaron por ello las críticas desde los propios simpatizantes del Gobierno hacia una supuesta insensibilidad humana de sus representantes. Sin embargo, en ese supuesto distanciamiento crítico ¿no estaremos equivocando arteramente el enfoque?

 

Con frecuencia, el peligro de devenir un mero justificador posibilista de lo existente (del que no escasean ejemplos) orienta las voluntades hacia la búsqueda, una vez más, de responsables políticos sobre los que descargar la pesada angustia suscitada por la tragedia. Incluso quiénes adhieren con entusiasmo al programa de revalorización de la política, pueden compartir cierto recelo respecto del político profesional, del funcionario de carrera. Aún atravesados por esa tensión insoluble, los últimos años han ofrecido una profusión de discursos que recuperan la militancia y la acción política como dimensiones centrales de la transformación social democrática. Las consecuencias venturosas de esta reaparición son vastas y difíciles de compendiar en pocas líneas; sin desdeñarlas, creemos que la vindicación del involucramiento público puede hacerse de manera más elocuente con palabras aparentemente más desimplicadas, acaso no exentas de una pizca de escepticismo. La retórica militante puede caer presa de una trampa si se limita a producir la inversión especular de lenguaje neoliberal de la gestión eficiente de los asuntos comunes. La “política” no puede transformarse en un nuevo fetiche práctico de la solución aséptica de los problemas sociales. Antes bien, ese esquema básico de aprehensión de la vida colectiva puede dificultar la capacidad de comprensión de la compleja experiencia presente. Más allá de las falencias comprobables que un determinado gobierno pueda tener en un área determinada (y no negamos que las haya en la política ferroviaria desplegada desde 2003 a la fecha), es preciso refutar la idea de que habría un curso de acción sencillo e infalible para conjurar los siniestros. Para el argumento poco importa que ese hipotético manual de instrucciones recomiende la gerencia estatal o la privada, la dirección política o las técnicas de gestión empresariales; en cualquier caso, ese esquema explicativo solo puede atribuir los accidentes a la omisión criminal de una secuencia mecánica de procedimientos estipulados.

 

El análisis crítico y comparativo del transporte urbano en el Gran Buenos Aires nos indica   exactamente lo contrario: la perspectiva de una experiencia apacible del traslado masivo de trabajadores resulta incompatible con la distribución desigual de la actividad productiva del país. Martínez Estrada ya lo había expresado amargamente en La cabeza de Goliat al condenar la relación enfermiza que la nación mantiene con su fulgurante ciudad capital. Los accidentes viales son el síntoma extremo de esa imposibilidad constitutiva. Las modificaciones pasibles de ser emprendidas por el urbanismo realmente existente no pueden superar el estadio de la reducción de daños (lo cual no es una empresa de exigua importancia: de sus relativos éxitos depende la salvación de vidas de las víctimas potenciales). Es lícito aspirar a que no se repitan sucesos funestos como el del 22 de febrero de 2012; más problemático es anhelar un funcionamiento del sistema de transporte reconciliado con las demandas colectivas de confort y fluidez mientras se mantenga el complejo entramado económico, pero también libidinal, que concentra las energías de nuestro pueblo en una región tan acotada de nuestra geografía. Los embotellamientos reales replican un embotellamiento mental. En cualquiera de esas variantes, no hay programa de inversiones públicas, privadas ni mixtas que pueda resolver con eficacia las demandas logísticas de la ciudad que deseamos habitar. Lo demuestra, por poner un ejemplo, la concentración en pocas manzanas de un punto vital de conexión del transporte interurbano, la terminal de ómnibus de larga distancia, una de las rutas principales recorridas por los vehículos particulares, las redes de tránsito pesado, un barrio fastuoso que alberga tanto edificios de oficinas de las grandes empresas multinacionales como viviendas de alta gama, y una emblemática villa de emergencia.

 

La descripción que antecede no debería suscitar, sin embargo, la ambición inverosimil de una recomposición orgánica y funcional de esas actividades. De hecho, como señaló Marshall Berman en su clásico Todo lo sólido se desvanece en el aire, en la fase neoconservadora del modernismo (y su variante posmodernista) se abandonó el intento racionalista de domesticar el caos citadino y se apostó a diseñar espacios que disimularan el conflicto mediante la segregación social. No invocamos las contradicciones del espacio presente para postular una supuesta reorganización funcional del territorio, en la cual Puerto Madero y la Villa 31 no fueran vecinos. Máxime cuando sería absolutamente factible que el eminente progresismo de derecha vernáculo saludara un emprendimiento tal alegando solidaridad con las condiciones sanitarias de los marginados. Sin que fuera el argumento central de su diatriba, algunas inflexiones del pensamiento estradiano admiten esa deriva hacia la admiración de virtudes foráneas en la estructuración de sus respectivos Estados. Si esas observaciones guardaban algún viso de veracidad cuando Martínez Estrada las efectuó, las transformaciones culturales globales de los últimos decenios relativizan esa perspectiva. No porque no persista el influjo de las diferencias avizoradas en aquel entonces por el ensayista, sino porque el desenvolvimiento infausto de la historia ha cancelado también las promesas utópicas que esos territorios anhelados parecían albergar.

 

Las fallas irresolubles de nuestro entramado urbano pueden traducir espacialmente las miserias de nuestras clases dominantes históricas, pero en ningún caso se agotan en esa atribución de culpas. Como en las tragedias griegas, todos participamos de nuestra eventual debacle: subjetivamente, estamos atados a la configuración descoyuntada de la nación. Nuestro deseo de perpetuar la fisonomía heredada de la Argentina ignora cualquier instinto de conservación, propio o ajeno.

 

Es por eso que ningún funcionario ni ningún gobierno, actual o pasado, progresista o reaccionario, debería concentrar la responsabilidad de la precariedad cotidiana de la vida en Buenos Aires. Y sin embargo, hablamos constantemente como si así fuera. Como argumentábamos más arriba, la reivindicación de la acción política puede resultar un gesto defensivo necesario, pero paradójicamente pierde fuerza cuándo exagera sus virtudes y se presenta como un sucedáneo ideologizado del paradigma de la gestión.

 

Preferimos emprender la alabanza de lo político de una forma más oblicua, recurriendo a un significativo fragmento de las implacables Irreducciones del antropólogo francés Bruno Latour. Una lectura apresurada podría tomarlo por un mero despliegue de cinismo pragmatista o una operacionalización sociologicista del pensamiento nietzscheano. Muy por el contrario, creemos que la relevancia de este texto para comprender nuestra escena actual no puede ser exagerada. Escribe Latour:

 

“Solo en política la gente acepta hablar de 'pruebas de fuerza'. Los políticos son los chivos expiatorios, los corderos sacrificiales. Nos mofamos de ellos, los despreciamos, los odiamos. Nos apresuramos a denunciar su venalidad e incompetencia, su estrechez de miras, sus componendas y claudicaciones, sus fracasos, su pragmatismo o falta de realismo, su demagogia. Sólo en la política se supone que las 'pruebas de fuerza' definen la fisonomía de las cosas. Únicamente los políticos son tildados de deshonestos, sólo ellos están obligados a ir a tientas en la oscuridad.

 

Hace falta coraje para admitir que nunca aventajaremos a los políticos. Contrastamos su incompetencia con la pericia de los expertos, el rigor del académico, la clarividencia del profeta, la perspicacia del genio, la neutralidad del profesional, la habilidad del artesano, el buen gusto del artista, el sentido común del hombre de la calle, la intuición del indio, la destreza del cowboy que gatilla más rápido que su sombra, la perspectiva e imparcialidad del intelectual. Aun así, ninguno aventaja al político. Todos ellos simplemente cuentan con un lugar donde esconderse luego de cometer errores. Pueden refugiarse e intentar nuevamente. Sólo el político está circunscripto a un sólo tiro y tiene que disparar en público. Desafío a cualquiera a descollar bajo esas condiciones, a ver más lejos que el congresista más miope de todos.

 

Lo que despreciamos como 'mediocridad' en la política es apenas la suma de claudicaciones que obligamos a los políticos a hacer en nuestro nombre. Si despreciamos la política deberíamos despreciarnos a nosotros mismos. Péguy estaba equivocado. Debió haber dicho: 'Todo comienza con la política y -lamentablemente- degenera en misticismo'.”

 

Resulta fácil explicar diversos fenómenos de nuestra realidad nacional (los cacerolazos, por ejemplo) a partir del fragmento latouriano. Omitimos extendernos sobre esa dimensión, aunque por obvia no la consideramos menos acertada. Pero nos resulta más insidioso extender la inyunción del autor francés a toda nuestra comprensión de las relaciones entre ciudadanía, subjetividad y clase política. No es sólo el lenguaje destituyente antikirchnerista el que se ve reflejado en la descripción recién 

citada. Estas palabras también evocan los desencantos de los simpatizantes críticos del gobierno contra algunos de sus funcionarios, las extorsiones de la derecha mediática contra los propios partidos de la oposición, y también buena parte del repudio biempensante de la gestión macrista en la Ciudad. ¿Qué pasaría si en lugar de la indignación ante cada uno de estos fenómenos pudiéramos repetir: “lo que despreciamos como 'mediocridad' en la política es apenas la suma de claudicaciones que obligamos a los políticos a hacer en nuestro nombre”?

 

El macrismo debe ser criticado porque manifiesta de manera recurrente ese lenguaje destituyente y antipolítico. En cambio, cada vez que nos rebajamos a repudiar al jefe municipal porque la ciudad se inunda o el tránsito anda mal, repitiendo lo que otros hicieron previamente con Aníbal Ibarra y tantos otros, propagamos las estrategias de negación de la política. No es casual que sean los medios hegemónicos los más fervientes militantes de esta modalidad discursiva, ya que al cuestionar la legitimidad de los dirigentes políticos perpetúan su propia posición de poder. Más allá de algún blindaje que proteja a algún eventual aliado de esta prédica antipolítica, el recurso se mantiene disponible para usos futuros: los retos casi escolares a la dirigencia opositora que suelen aparecer en los diarios aludidos son prueba de ello.

 

En rigor de verdad, una de las características más encomiables del kirchnerismo acarrea como indeseable daño colateral una distorsión de la autopercepción del colectivo nacional. En estos diez años se impuso una agenda indudablemente progresista, tanto por las transformaciones efectivamente realizadas o en proceso (derechos humanos, distribución del ingreso, desarrollo productivo, integración regional, matrimonio igualitario, entre otras) como por las que aparecen como tareas pendientes o incluso inconsistencias del relato oficialista (reforma fiscal progresiva, inclusión de los pueblos originarios, protección del medio ambiente, reducción de la informalidad laboral, despenalización del aborto, etcétera). Es mérito no sólo del partido de gobierno sino también de numerosas ramas del activismo, algunas integradas al Frente para la Victoria y otras no, haber desplazado el horizonte de lo posible en el sentido de la ampliación de derechos y libertades. Sin embargo, sería nocivo interpretar esta venturosa deriva como una conquista irreversible. La polarización de la discursividad política brinda argumentos automáticos para quienes quieran integrarse a la fútil danza de la chicana sin estar provistos de elaboraciones propias. Entonces, mientras los elementos más reaccionarios de la sociedad prometen una voraz revancha que revertiría cualquier logro social conseguido durante esta década, otro sector supuestamente menos recalcitrante se provee de argumentos de izquierda (ecologistas, antiimperialistas) o moralistas cuando en realidad propugna una salida conservadora. Pero también muchos de los adherentes inorgánicos al kirchnerismo exhiben su ethos profundamente conservador cuándo alguna polémica puntual excede el esquema binario que tan convenientemente les prescribe el libreto.

 

Las polémicas acerca del insoluble escenario urbano que describíamos al comienzo desnudan con frecuencia esta pobreza de argumentos. Es frecuente registrar críticas a las bicisendas impulsadas por el gobierno de Macri como si se trataran de un fenómeno cosmético. En todo caso, sería satisfactorio escuchar que el establecimiento de esos carriles es contradictorio con el proyecto urbano que el PRO desarrolla en sentido global, con la confesada idolatría de Macri por Cacciatore, el paladín de las autopistas, con el propio pasado del jefe de Gobierno como empresario automotriz. Ninguna de estas necesarias observaciones impugna a las ciclovías, desdeñadas sin beneficio de inventario por ser el emblema publicitario de una gestión repudiada. Sin embargo, nuevamente nos engañaríamos si creyéramos que esta ceguera está motivada por los meros avatares de la política partidista. La emergencia mediática de la práctica disruptiva de Masa Crítica lo puso de manifiesto: ante la aparición de un fenómeno que no se podía encasillar en los carriles comunes (¡valga el juego de palabras!) de la polémica consuetudinaria, una gran mayoría optó por condenar al grupo de ciclistas con argumentos ramplones, defensores del mismo statu quo que propicia la crispación de la experiencia urbana, cuando no los accidentes fatales. Mueve a perplejidad leer o escuchar justificaciones pretendidamente sagaces que identifican la promoción del uso de la bicicleta con un pasatiempo pequeño burgués y no con una alternativa de transporte popular, con derivaciones virtuosas tanto en lo ambiental como en lo económico. A menudo las polémicas cotidianas no son mucho más que una mera exhibición y consumo de poses estereotipadas, que suplantan la experimentación concreta de la ciudad. 

 

 

 

Desde luego que la prédica ecologista puede adquirir también ribetes insólitos, que ponen de manifiesto la brutal desconexión que la experiencia cotidiana promueve entre los sujetos y sus condiciones materiales de existencia. ¿Cómo calificar si no la profusión de campañas virales contra la minería extractiva promovidas a través de la telefonía celular de última generación, que depende ontológicamente de esa denostada actividad económica? ¿Estaríamos dispuestos a despojarnos de las ammenities que el capitalismo nos brinda a cambio de nuestra anuencia? En lugar de denunciar retornos (reales o fabulados, qué más da) que quedarían en manos de políticos corruptos, sería más sensato interrogar nuestra participación deseante en la configuración actual del mundo, con los ostensibles grados de barbarie que eso implica. Como si el presente ensayo tuviera una especie de estribillo que coronara cada párrafo, repetir, saborear, padecer otra vez estas palabras: “Lo que despreciamos como 'mediocridad' en la política es apenas la suma de claudicaciones que obligamos a los políticos a hacer en nuestro nombre”.

Desde luego que muchas de las problemáticas que venimos describiendo ponen de manifiesto la profunda problematicidad que supone articular un anhelo emancipatorio con un proyecto de desarrollo capitalista como el que propone el kirchnerismo. Comprobamos con cierta penuria que la prensa oficialista hace años que viene celebrando acríticamente el aumento de la venta de automóviles con un fervor que excede la genuina satisfacción por los procesos de ascenso social de los cuales ese guarismo podría ser indicativo. Es un ejemplo entre muchos equivalentes pero nos interesa porque remite una vez más a la cuestión del tránsito urbano y su naturaleza irresoluble.

Se trata de una problemática que excede el escenario argentino, desde luego. El impacto global del desarrollo capitalista de nuestra nación es marginal comparado con los interrogantes que plantea el despegue económico de estados tan extensos como populosos, a saber: Brasil, Rusia, India y China. La conversión de los países del llamado BRIC en potencias industriales hace tambalear la hegemonía política instaurada tras la caída del muro de Berlín, pero al mismo tiempo plantea una acuciante incertidumbre sobre la sustentabilidad del planeta. No es un dato menor que estas naciones mantienen en el medio de su crecimiento elevados niveles de desigualdad, no necesariamente resueltos por la bonanza de las cuentas. Aun así, la enorme envergadura de sus poblaciones supone que incluso un acceso lento y limitado de un porcentaje bajo a la clase media haga aumentar exponencialmente el mercado de consumidores. Ese horizonte de inclusión social que no cuestiona las inclemencias inherentes al modo de acumulación imperante está estructurado por la adopción planetaria de la cultura capitalista, íntimamente anclada tanto en la subjetividad popular como en los entramados técnicos que viabilizan los intercambios. En 2011, en una entrevista de la revista Crisis, el ministro uruguayo Eleuterio Fernández Huidobro enfatizaba esta encrucijada con una humorada campechana: “Si los hindúes llegaran a tener cisterna para tirar la cadena en los baños, colapsa el planeta: tienen que seguir cagando como hasta ahora. Lo mismo si los chinos quieren tener un auto cada uno. Y el problema es que quieren.”

 

Paradójicamente, las crisis periódicas del capitalismo descomprimen esta asignatura apremiante, como también lo hacen los fracasos relativos en la distribución del ingreso (en ambos casos, claro está, al costo de la miseria de mayorías). El crecimiento sostenido, en cambio, multiplica las contradicciones y los conflictos. En ese sentido puede reconocerse una correlación entre la recuperación económica de la Argentina y el colapso recurrente de su red de transporte, incluidos los accidentes. Al mismo tiempo que es necesario evitar la aceptación lastimera de lo existente con excusas posibilistas, tampoco resulta demasiado sagaz interpelar la adhesión del gobierno de Cristina Kirchner a los principios rectores del capitalismo como si se tratara de un rasgo de excentricidad. Adaptando levemente nuestro recurrente leitmotiv latouriano, arriesgamos que las inconsistencias aparentes del proceso kirchnerista traducen con bastante fidelidad las ambigüedades, por no decir la mala conciencia, que los argentinos, adeptos o adversarios a la gestión, experimentan por consentir gozosamente a un sistema cuyas vilezas no pueden ignorar.

 

En este sentido, resulta sugerente que Jorge Lanata y el Grupo Clarín monten un show televisivo basado en presentar ejemplos puntuales de prácticas consuetudinarias del sistema financiero mundial como si se trataran de casos excepcionales. María Pía López, en la edición de junio de La Tecl@ Eñe, describió con precisión las groseras encarnaciones materiales del dinero y sus contenedores (lingotes, billetes, valijas, bóvedas) a las cuales Periodismo Para Todos necesita recurrir para figurar elocuentemente los movimientos de fondos que pretende denunciar. Si en esas operaciones narrativas se sacrifica cualquier fidelidad a las modalidades contemporáneas del flujo de divisas, el recurso esporádico a la exhibición de documentos probatorios repone fugazmente una viñeta de -digamos- costumbrismo del capital. Sin embargo, la maniobra explicativa que acompaña las demostraciones las reenvía hacia el mismo universo fantasmagórico de la venalidad política.

 

El propio mote recurrente del “Dinero K” apuesta a calificar y encasillar una evanescente materia que en el marco del capitalismo sólo se realiza plenamente en el bruto e impersonal reino de la cantidad. Otras formas de categorización cualitativa de la moneda utilizadas por Lanata resultan menos problemáticas porque responden a modulaciones legitimadas por el sistema: la separación entre el dinero limpio y el dinero sucio; la distinción entre los fondos públicos y los privados. Por evidentes que parezcan, tales diferencias sólo existen como excrecencias secundarias instrumentadas por el capital para difuminar el carácter colectivo de la creación de riquezas. Si en otras áreas de la realidad social contemporánea la tradición marxista se prueba insuficiente para proveer de respuestas satisfactorias, en esta dimensión los descubrimientos del pensador alemán siguen sacudiendo la textura presunta del mundo, incluso adquiriendo sentidos insospechados en la época de sus formulaciones originales. La compleja trama de las finanzas internacionales implementa dispositivos cada vez más sofisticados para volver inasible ese origen público de toda riqueza. Las derivaciones de esa estructura del mundo son efectivamente aciagas, pero su materialidad resulta escamoteada si se alienta el escándalo por casos particulares indistinguibles en su operatoria del curso generalizado de las transacciones. Antes que cuestionar la estructura inherente al sistema, estos discursos naturalizan las categorías ideológicas que parcelan el continuum de la producción social. Mientras la marcha de la economía extraiga su fuerza motriz de un colectivo expoliado, podríamos afirmar, con cierta inflexión brechtiana, que “todo dinero es lavado, todo enriquecimiento es ilícito”. Sin embargo, esta sentencia improvisada todavía adolecería de cierta asimilación idealista entre la virtud y la ley; más preciso sería concluir que “todo enriquecimiento es lícito”, porque es habilitado por reglas prácticas, escritas o de facto. La cesura que introduce el parámetro de la legalidad no constituye una diferencia esencial, sino que es apenas una función que modaliza la valorización del capital. El lucro abundante que conceden las actividades ilegales como compensación de los riesgos corridos remeda las facilidades que otorgan numerosas plataformas de inversión formalmente lícitas. La crisis de las hipotecas subprime desatada en 2008 expuso la lógica de un sistema de obtención de ganancias que guardaba llamativas similitudes con los esquemas piramidales empleados por estafadores célebres. La carrera criminal del agente de bolsa y ex presidente de NASDAQ Bernie Madoff podría ser considerada un emblema de la época por haber revelado aviesamente esa familiaridad esencial entre todas las formas de acumulación de riquezas, sin importar su status legal.

 

Este apresurado resumen ha dejado a Lanata bien lejos, empequeñecido por el provincianismo de sus berrinches. Pero aunque sea a regañadientes debemos regresar a él para indagar otra de sus cantinelas preferidas, la que identifica todas las variantes del gasto estatal con la malversación: hasta el financiamiento de productos culturales o la protección de fundaciones que combaten la trata de mujeres fueron víctimas de su módico esquema difamatorio. Esta insistencia tiene su contracara en la renuencia a develar los pormenores de las transacciones en las que se ven envueltos los periodistas o las empresas comunicacionales para las que trabajan. El involucramiento del dinero público en las primeras y el carácter privado de las segundas es invocado con suma efectividad para justificar la radical diferencia de tratamiento. La comprensión del carácter público y colectivo de toda riqueza, incluida la que amasan los medios hegemónicos desbarataría esa superstición, tan funcional a los intereses concentrados. Este rasgo habitualmente omitido del capital, tiene algunos agravantes adicionales en el caso del Grupo Clarín, que no sólo fabrica y comercia una mercancía de relevancia pública como es la información, no sólo se financia con publicidad cuyo costo es indirectamente solventado por los compradores de los productos anunciados, sino que además edificó su actual posición dominante a partir de una alianza con una dictadura que usurpaba los poderes del Estado.

 

En sus antípodas vitales, no renunciamos a la esperanza de alumbrar una vida pública que se emancipe de los imperativos de la mercancía, pero nos mantenemos prevenidos ante cualquier tentación autoexculpatoria que desconozca nuestra solidaridad militante con el estado de cosas.

La combinación de subjetividad y técnica que mencionábamos en un pasaje previo se vuelve progresivamente más estrecha, hasta el punto de tornar indistinguibles sus elementos formativos. En el estado actual de la cultura, sería complicado, acaso fútil, intentar descomponer la dimensión subjetiva de la variable técnica. En el mismo sentido, se vuelve indiscernible la supuesta contraposición entre la adhesión voluntaria a la cultura de consumo dominante o la aceptación forzada de los paradigmas hegemónicos. Técnica y deseo se confunden hasta constituir un material nuevo, una suerte de argamasa psicosocial que afianza y reúne cualquier atisbo de dispersión. Los novedosos procesos políticos latinoamericanos se mueven en este escenario limitado conmoviendo parcialmente algunos de los supuestos heredados, sin cuestionar otros. Sin resignarnos al estrecho posibilismo, ni mucho menos rebajarnos al ejercicio de 

denunciar supuestas imposturas, es necesario comprender los complejos avatares de la política contemporánea, presionada entre los lobbies transnacionales y las multitudes destituyentes, constreñida por la adopción subjetiva del ethos consumidor a escala planetaria, pero al mismo tiempo única reserva eventual de las prácticas emancipatorias que se recrean a cada momento. 

 

 

* Docente-Investigador. Facultad de Ciencias Sociales, UBA y Ciclo Inicial, UNAJ.

Más allá de las utopías racionalistas que inspiraron varias de las aristas del desarrollo de la ciudad moderna, la estremecedora experiencia del accidente fatal no ha podido ser excluida del paisaje urbano. Muy por el contrario, parece ser parte constitutiva de aquélla. 

 

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