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Acto reflejo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por Susana Cella*

(para La Tecl@ Eñe)

           Entró a la sala de escritorios en dos filas. Medio inclinada la espalda, con una camisa nueva, se notaba por lo almidonosa, y el pelo para atrás. Bajito, cara redonda, marrón oscuro la piel. No por la altura, era por otra cosa, me di cuenta, de que miraba así como miraba, desde abajo para arriba, los dos ojos negros, dos soles negros, dos carbones, dos malditas bolas de alquitrán caliente. De pocas cejas y menos pestañas, la frente ancha, de las que se curvan arriba, doblan antes de que nazca el pelo y siguen para atrás, por lo menos una pulgada.

 

      Era en uno de los escritorios de las filas, de la sala celestosa, nublada, turbia, que estaba yo redactando mi carta de despedida sin ser más en ese momento que un vago apunte, sin destinatario fijo, encabezamiento ni, como se dice, tenor definido. Había llovido el tratado de la desesperación, completo, derretido todo sobre mi alma indefensa y me arrastraba por las baldosas resbalando algunas veces con el susto de estar a punto de caer al suelo y el deseo callado de irme a la mierda de una vez por todas hartísimo de hacer silencio, recibiendo, como monigote, los ventazos de donde soplaran, malos vientos, de podredumbre y cuchitril. Esquivando, si podía las acechanzas de los malignos sentados por detrás y por delante. Destino cruel habría dicho de no ser tan ordinaria la frase, tan igual a los que me rodeaban y cuyas imbecilidades tenía yo, día por día en larguísimas horas, que soportar por lo que el destino se me convertía en una presión ensañada en hundirme, el destino eran ellos. Y al consuelo de ninguna doctrina puedo apelar por ser, el consuelo en sí, una denigración a la cual pese a que hasta grandes hombres hayan sucumbido, con todo yo no voy a, ni quiero, siquiera, pensar en caer.

 

          Y por no tener al menos en mi declaración un espacio en blanco donde se acomodara el sosiego, la angustia de mi carta de despedida era más un ridículo que verdadera amargura. Se me olvidaba lo inseparable de dos frases, como decir las dos caras de la moneda, eso la hacía más torpe que mis propias discordantes palabras enrevesadas. Dos frases a lo lejos mentando qué cosa sería, unas virtudes, me parece, y no puedo recordar.

 

       De no ser que desprecio profundamente la mera idea de honestidad consigo mismo, por la hipocresía que implica, habría sido capaz de borrar con el codo. Mi estado iba más lejos que el impulso de destrozar a los enemigos, no que no hubiera estado, ni que no estuviera, apretujado, macizo, en el mismo centro de gravedad de mi cuerpo, y, levemente corrido, como si empezara a tomar, inseguro, otra ruta, subiendo igual que una niebla flotando arriba de un baldío embasurado, entre que la vi, entera la basura por debajo junto con los ojos negros del petiso recién llegado, que no miraban ni la basura ni la desesperación tratada. No más un marco irregular a la luz oscura eran la intermitente hechura del cuerpo enano y la expresión mezclando admiración y temor, tímida simpatía y visible vergüenza por su poco ser.

 

         Todas esas cosas lograron causarme una sensación de molestia que llamé entonces remordimiento, que luego acrecí a culpa y que más tarde rematé con martirio. Testigo, heraldo y sufridor,  yo asumía dolorosamente la unión con lo divino entrando en la intimidad con lo horrible. Una cara así, redonda, despareja, con pozos y cicatrices, los pelos duros y tirados para atrás, los ojos como ya he dicho, la boca ladeando una sonrisa para pedir el pedir mismo. Una cara así de horrible remuerde la conciencia, o insulta la condición de algunas personas y simultáneamente las hace deshacerse en pedidos de perdón por malvadas y más por insensibles. Mi calvario acrecido al ver esa cara... y sin embargo, sin embargo, seguir hamacando minúsculos orgullos individuales. Oh error. Por no ver, incapaces ojos y alma, la belleza de lo espantoso, por sospechar donde no hay lugar para. Por matar la simpleza de los ojos negros. Por negros y bajos, humildes y sonrisa ladeada. Suspicacia vil, encontronazo, sospecha.

 

         Y mientras, el ataque de los enemigos no cesaba, con cara negra y todo y sin embargo. Gente blanca taimada, almas de fibra sintética, olor a perfume, manos sudadas, gestos flácidos de vidas livianas. El de los agujeros negros venía con la prolijidad del pobre, la pobreza llamada digna que arrastraba con la cara fea y etcétera. Pero no era repugnante por ser, así lo vi entonces, toda la masa del sufrimiento cumplido.

 

        Los enemigos enfilados apenas si sacaron las cabezas de las pantallas para ver al negro, apenas si le dijeron buendía. Troncos, palitos, horquetas, pura madera humedecida y mohosa. Los enemigos se escondían, andaban esperando que yo saliera como el soldado voluntario a dar el primer paso al frente, a decir qué cosa o una palabra causa eficiente para disparar la ráfaga ametrallante contra mí. Y si les dijera la verdadera verdad, si les dijera a los enemigos que no son enemigos porque para ser mis enemigos tienen que ser algo más que quistes sebáceos esculpidos. Mucho, muchísimo más. Qué dirían, entonces los enemigos. Qué dirán. No se les dirá y entonces no dirán nada, seguirán haciéndome sufrir con su solo respirar. Y no serán vueltos a llamar enemigos sino cerdos en memoria de aquel que una vez vi, en un rancho de El Cielito, del lado de afuera, en el medio de una cerca cuadrada, bajo un techo inclinado, apoltronado en barro, bosta, cerdos más chicos, pedazos de comida y charquitos de agua. En ese rancho las gallinas caminaban por la cocina y el comedor, los gatos estaban arriba de las camas y un perro, echado, al lado de las tiras azules, verdes, blancas y rojas de plástico formando una cortina o puerta de entrada.

 

         Mi carta existencialista seguía su curso. Estaba en la escena de la tarde de otoño, diciendo la conjunción de los relámpagos, la epifanía del abatimiento, las lágrimas amargas, las gotas de lluvia sobre mi cabeza, el sol tapado o la espesura de las nubes bajas arrastradas en el viento con mis suspiros, gritos ahogados y quejas infinitesimales, u otro hastío de la misma época del año. Ellos, los chanchos, roncaban en su chiquero, el chiquero estaba tapado con una lona plastificada y transparente, la gordísima miseria los arrimaba. Una extensión de materia grasa de un volumen aproximado de treinta y dos metros cúbicos. Los años pasan, helas, allí, a ellas, mujercitas, helas. A ellos también, todos en la pocilga.

 

        Haciendo memoria estaba, evitando con todo rigor resbalarme por la insensata imagen de un acto de mala educación. Mojar una galletita en el té es ni más ni menos que eso. No puede resultar en otra cosa que en una estupidez ínfima, como ver fotos de blanco y negro descolorido o chillonas. Unas cintas grabadas o algún video podrían completar el recorrido más que pronosticable, con una musiquita de fondo, alguna ropa mueble o utensilio por ahí tirado. Una caja de cartas guardadas en un placard completaría más. Así me agregaba la voz aturdidora metida dentro de mí, atenta como siempre a mis menores deseos, encharcada con las trompadas no repartidas. Nadie guarda una sola carta o una sola carta es muy poco para una caja, devolví la observación a la voz aturdidora de mi mala conciencia, porque de todas las que tuve, de las cartas que me mandaron y que no mandé, no quedó una sola. No las quemé por ser ése un acto más que vulgar. Solamente las tiré a la basura sin que me importara si algún ciruja, de los que todas las noches andan fisgoneando y embolsándose lo que les interesa, se ponía a leerlas, con el convencimiento, además, de que ni iban a prestar atención a unos papeles de tinta corrida por la humedad de las cáscaras, restos de verdura o de carne, y por todo eso mismo, manchados. Una sola carta tenía frente a mí, la que, con todos los resquemores del caso, no pude sino llamar, la definitiva.

 

       --No importa -- oí a los lejos al negro y por más que no podía referirse a mi carta, se me antojó que estaba respondiéndome. Sería su mensaje negro para mi centuplicado aislamiento cercado, la voz que, indirectamente, me recordaba la fuerza indomable que se había desatado, que yo había desatado, o los grotescos enemigos. ¿Y si eran grotescos por qué los sentía tan enemigos? Por grotescos seguramente, por el terror a la inmundicia acechante, por temor al poder de la perfidia en grado de vileza y taimada, que vendría a ser lo mismo. Por zorros, falsos, sepulcros blanqueados, detritus que soslayan los verdaderos combates, títeres desviando la mirada, cobardes y traicioneros, expertos en la pelea sucia.

 

       La carta siguió contando esto mismo, y agregué, no tuve fuerzas para evitarlo, la frase al pasar del negro, una pura casualidad, o un efecto de ilusión auditiva, más probable lo segundo, porque el negro a unos tres escritorios de distancia estaba recogiendo los papeles que le daba el pastoso Julián.

 

           Transcurría mi prolongado descargo sin que hallara, en la forma tornándose aburrida de mi pareja letra, en la forma similar de las palabras repetidas, menos la manifestación de lo ineluctable como había querido, que una estirada parrafada de maldiciones ocultando el recóndito miedo cuyo origen se me iba haciendo, al paso de las frases, cada vez más lejano o lo contrario.

 

           Y en eso sucedió la interrupción. No porque me hubiera hartado de elongar quejas y furias, ni porque se me acabara la tinta o el papel, ni porque en mis adentros se hubiera impuesto a la apodíctica voz gritona, la por el momento, disonante melodía de dar un viraje y tomar para el lado del enterrado secreto, sino porque vino el negro a pedirme prestado un lápiz, mi lápiz, uno solo para mí y de mí junto con mi lapicera de pluma, que a nadie jamás le daría aun por el motivo más inminente y la tenía en la mano. Estaba sólo el lápiz en mi portalápices único, mío.

 

       Uno solo en el escritorio mufoso de la oficina empapelada de folios y carpetas, con sus extensiones de madera clara, armarios cerrados, computadoras de luz agrisada, todo un quirófano, salvo por mi portalápices de ópalo, o del material que fuera pero al que yo, por su textura lánguida, le llamaba ópalo. El negro ganas de usar el lápiz o siquiera de sostenerlo un rato tendría, como habría tenido, me imaginé, tantas veces, ganas de tener algo rico que comer, zapatos nuevos o cualquiera de esas cosas que andan siempre los desgraciados añorando, los desgraciados de las cosas materiales, los incapaces de poner el pensamiento un paso más allá por no poder ver, en su carencia elemental, más que lo que tienen frente a los ojos. Prestarle mi lápiz exclusivo era como dar media capa al muerto de frío, un acto de santidad. Se lo puse en la mano sin pedirle que me lo devolviera pronto y limpio porque no le cuadraba a las características del acto. A punto de llevárselo estaba cuando le supuse una infancia, una vida entera. El niño que lloraba por el secreto que le sacaron de la mano como si fuera un cuchillo afilado con que se estuviera apuntando y que después, con los mismos ojos, otra vez apuntando, miró agradecido a esos otros por no sacarle el cuchillo que de veras se había conseguido y con el que soñó matarse, de haber tenido valor, para no soportar más la triste figura que era, cabalmente, y según se lo habían, bien claro, hecho notar. El crecido entre dos camas mal tendidas, con una colcha azul marino raída, una sábana blanca de dos plazas doblada y una almohada chata, el que fue andando, de costado, entre las púas que corrían por los pasillos de esa casa donde vivía su vida de prestado, de mal hijo, de intruso. Vi que nada más había entre nosotros una superficie de aire fino como una escarcha ligera que se depositara en un terreno verdoso. 

       La falta del lápiz en el ángulo izquierdo de mi escritorio, me estaba dificultando proseguir mi carta. Se había cortado la ilación y si era yo capaz de darme cuenta de que esto era una suerte, no llegaba a dar con la causa de haber sentido el roce de una semejanza con el negro. Con mi lamentable historia inventada para su pasado, un clisé sin gusto ni gracia, era igual a mí en el ínfimo detalle que tuve el desatino de llamar aire común como se llama aire de familia a lo que hace parecidas a personas que tienen caras completamente diferentes. Distintas, como era su piel marrón oscuro de mi tez mate, una blancura diluida en ocres o palidez olivácea.  

      Fue que estaba yo profundamente conmovido por mis pensamientos o en serio le tembló la mano cuando puso mi lápiz encima del escritorio, pero del otro lado del que correspondía. Lo había dejado sucio, por tocarlo con la piel aceitosa y seguramente, por más que prolijo se quisiera, no podría de seguro evitar que se le pegara lo que lo habrá rozado vaya a saber cuántas veces, una de las cosas más asquerosas concebibles: el punto de licuefacción miasmática cuando la grasa se mezcla con la transpiración y la suciedad del aire en una pasta semitransparente, semigrisácea, que les cubre la cara a los desgraciados de la calle, que a la vez, a veces, se les mixtura con un aluvión de sangre y queda de precipitado arriba de la piel, sudor, grasa, poros abiertos, manchas rojizas y superficie embarrada que al menor toque, como para fingir un beso, por ejemplo, infecta la cara de la víctima que tiene que, luego, disimuladamente, porque esas bestias no se acostumbran a su indigna condición, limpiarse la mejilla.

 

      No le contesté cuando me dio las gracias, era la última vez que se lo prestaba y ahora ir al baño a lavarlo, porque aunque mi carta ya se estaba haciendo una cincha escabrosa y desquiciada, aunque de trascendental y definitiva importancia la había creído, limpiar el lápiz se me volvió lo más importante de todo. Lo único. Sábana sobre sábana doblada y pieza mugrienta quería comprender por qué me estaba molestando odiarlo tanto. Si no era él, en definitiva, mi enemigo, sino el que, perfil o matiz de piel cercano, tenía algo en común conmigo, y los dos juntos todo en contra de mis habituales compañeros de oficina, de cuya crueldad tenía la cotidiana prueba no más con verles las caras, escucharlos hablar, peor que peor reírse y ahora, para confirmarlo, mandar al negro de un lado para otro, regustándose de las ganas de hacerlo mover nomás por el gusto que tienen los poca cosa de ensañarse con el más débil. Y se estarían riendo ahora, los enemigos insertados en las sillas, detrás de sus respectivos escritorios, con sus más inútiles mentes que papeles y pantallas, de mi lápiz sucio.

 

     Fue ocasión y la aproveché, me quedé en el baño un rato largo hasta que no pude más queriendo saber qué estarían diciendo de mí, y qué pensaría el negro de mi ostentosa caminata con el lápiz bien a la vista, si es que se dio cuenta.  

 

        Y así seguimos todos los días. La infinita molestia que me provocaba el hecho de que el negro me tocara el lápiz y no fuera enseguida yo a lavarlo, se me compensaba con la infinita alegría que me daba verles las caras torcidas a esos imbéciles. Torcidas hasta para la conversación torpe que me los hacía un coro de sapos bocones como si alardearan de belleza ante, por ejemplo, una palma real.

 

       La fortaleza del espíritu no se condice con la del cuerpo, así me di cuenta el día que me tuve que ir antes, descompuesto del estómago, olvidando, en la corrida, cerca del vómito, con la transpiración fría y lo peor, las atenciones de los que no sabían de qué manera disimular su alegría y su pedestre espíritu de venganza, mi saco de cuero. Y volver, a los dos días para encontrarlo, donde lo había dejado, sin manchas ni rastros de haber sido siquiera, percibido. No fue hasta el momento de salir que fui a descolgarlo del perchero, pensando con lejana sospecha si alguna mugrosa mano lo habría tocado sin dejar huellas, ojos que no ven corazón que no siente fue la frase remanida pero reconfortante que me dije al mismo tiempo que hundía la mano en el bolsillo interior izquierdo y no encontraba los quinientos pesos que ahí había guardado. Y simultáneamente, por una suerte de indefinida asociación de faltas, caí en la cuenta de que en su rincón particular no había estado, en todo el día mi portalápices opalino, nomás la lapicera y el lápiz, desbaratados. Para saber, sin duda, que solamente el negro pudo haber sido el culpable de los dos robos, porque los demás, en su extensa estupidez, de haber hecho algo, lo llevarían escrito en la frente y aun preguntándome si no se habrían borrado su letrerito.

 

      Mi carta tenía que seguir con los malestares. Por ellos y por el negro. Hasta dónde tenía sospechas o cuánta era la seguridad. No podía decirle nada, decirle o preguntarle por qué no volvió a pedirme el lápiz, porque, hasta donde pude ver, se había conseguido uno. Y para mí, la falta del portalápices era tanta como la falta de ganas. El triunfo de los demás andaba estampado por todo el quirófano. Al negro lo hacían dar vueltas, más vueltas alrededor de mi escritorio, pensando, clara y voluntariamente, que así me recordarían minuto por minuto, no la ausencia del ópalo con el que yo quería cortar el resplandor verdeazulado y frío que nos envolvía, sino que ése al que yo había visto y quise que me viera como semejante a él, me había visto y había obrado como pensaban ellos de todos esos, así les decían o similar, y ahí fue que los vi a ellos mil veces peor, blanquiñosos de mierda, de alma envenenada y podrida.

 

        Entonces, mi carta siguió nombrando a todos los enemigos. Y como me di cuenta el día que llegó el negro de que miraba para arriba, me di cuenta en este momento de que miraba contento y se ponía, entre palabra y palabra mía, rojo como una brasa, el mugroso carbón. Mi semejante. Negro de mierda y ladrón. No tengo, como tenían antes otros ni alma gemela, ni hembra de tiburón, ni tengo, afortunadamente, manos criminales. O son manos criminales las que escriben la carta dirigida todavía no se sabe a quién. Ni para qué.

 

       Las preguntas me debilitaban la mano, alzadas ante mí me decían el sinsentido de escribirlas. ¿Qué pasa con los que se roban algo, así de chico y opalino como mi portalápices, más o menos tan poca cosa para el que lo posee como para el mismo ladrón? Asco me daban estos pensamientos no por incorrectos sino por gastados, como los pesos que ése se habrá gastado, en cualquier huevada indigna, no me cabe la menor duda. O el negro habrá gastado, correctamente, los pesos robados comprando, por ejemplo, un abrigo para el frío, un regalo para su madre, alguna provisión de comida. Encontré en mi larga parrafada un desvío no mejor, pero sí algo más autorizado, rondé en una larga reflexión sobre el carbón y las frazadas hasta llegar, rato más tarde, a lo necesario y lo superfluo, sobre todo a preguntarme qué cosas corresponderían, de apilarlas en dos casilleros, a cada cual, y fue entonces cuando un amarillo círculo me cortó la meditación. Era no más que un intruso destello de un sol jamás aparecido por esa oficina en la que, antes nada más podía odiar a los enemigos y nada más, y menos tiempo hace, escribir la carta que dijera, todavía no sabía cuál misteriosa punzada en el estómago.

 

      Breve el destello, ido al instante y vuelta la platinada penumbra, siguieron mis meditaciones sobre los ladrones. En el Gólgota, después de las tres de la tarde y el temblor de tierra, uno de los dos ladrones habrá pedido: "Un lanzazo queremos nosotros también, hace rato que esperamos. Hasta hubiéramos preferido las piedras, es más rápido. Un lanzazo como al otro, o seguimos acá hasta que los buitres nos coman los ojos vivos".

 

        Siguiendo mi costumbre, tiré por fin esos inmundos papeles al canasto junto a mi silla, en esa oficina, y deseé, sin admitirlo, que ellos con sus rictus idénticos, igual que los mendigos de los basurales los leyeran manchados de bizcochos de grasa, gotas de cocacola y café. El negro también, si es que sabía o entendía.

 

       Tengo ahora una nueva última carta y nadie que diga si será o no será esta la final, ni una frase resta que pueda yo acumular a mi escrito como una marca de certidumbre. Mientras tanto, la canalla ocupa plenamente toda la superficie blanca. No entiendo hasta el día de hoy qué fue lo peor, malo que el negro me sacara el portalápices y los quinientos pesos, pésimo que los enemigos aprovecharan para hacerme una más de sus continuadas ofensas y magnífico que algo incorrecto o irregular, no sé bien qué, sucediese, para que el pobre infeliz se fuera de una vez y yo no tuviera que seguir viendo los malditos, pringosos, alelados y entornados ojos redondos negros.  

 

*Poeta y novelista. Profesora titular en la carrera de Letras de la UBA y colabora habitualmente en la sección libros de Radar, tiene a su cargo una sección de libros en la revista Caras y Caretas y dirige el Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación.

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