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A todos aquellos que deseen reproducir las notas de La Tecl@ Eñe: No nos oponemos, creemos en la comunicación horizontal; sólo pedimos que citen la fuente. Gracias y saludos. 

Conrado Yasenza - Editor/Director La Tecl@ Eñe

El nombre del kirchnerismo

 

 

 

 

 

El presente texto de Ricardo Forster, que ofrecemos en esta edición de La Tecl@ Eñe, forma parte de un texto mayor, un trabajo en proceso de elaboración cuyo destino es un libro de próxima aparición.

 

 

 

 

Por Ricardo Forster

 

“Choque frontal contra el pasado mediante el presente […]

La exposición materialista de la historia lleva al pasado a colocar al presente en una situación crítica […] Es el presente el que polariza el acontecer en historia previa y posterior”. W. Benjamin, El libro de los Pasajes

 

 

 

1.  

 

¿Qué dice un nombre? ¿Qué de nuevo se guarda en el lenguaje político cuando sobre la escena de una historia desnutrida y avara con sus mejores tradiciones surge el nombre de algo otro y semejante? ¿Es acaso el advenimiento de una nominación la evidencia de una novedad? ¿Qué misterios se esconden en el interior de una palabra, cuya significación se mueve al compás de lo que cambia en una sociedad, cuando poco y nada se vislumbraba en el horizonte oscurecido por la impiedad de una época ajena a las grandes reparaciones populares, como lo fue la del último cuarto del siglo XX? ¿Qué implica que el patronímico de una persona se convierta en santo y seña de un giro fundamental en la historia de un país? ¿Qué nombramos, de qué manera y por qué cuando pronunciamos la vastedad difusa, ambigua y compleja de un nombre que viene a resignificar la realidad política y la materia simbólica con la que nos habíamos acostumbrado a decir, a pensar y a hacer lo nacional? ¿Es ese nombre continuador de otro más amplio, contradictorio y desgastado que lo precedió? ¿Es lo propio e innovador heredero o traidor de la nominación previa? ¿Puede un nombre perturbar tan intensa y decididamente el itinerario de una sociedad hasta dividirla de modo casi irreconciliable despertando demonios dormidos? Preguntas que surgen, arremolinadamente, cuando lo que intentamos descifrar es el “nombre del kirchnerismo”, su irradiación incendiaria, su potencia hermenéutica y su reconfiguración del presente y el pasado. Algo porta ese nombre que no nos deja en paz. Algo insólito para un tiempo crepuscular en el que ya no esperábamos novedades refulgentes, inspiraciones políticas capaces de sacarnos de nuestra parsimonia dominada por un pesimismo que parecía irrevocable. Como si el enigma de su pronunciación nos obligara a repensar nuestras biografías individuales y colectivas.

 

Cuando escribimos sobre un tiempo que es el nuestro no podemos eludir las peripecias personales —aunque lo queramos tratando de responder a ciertas exigencias académicas que nos prohíben las confesiones por extemporáneas a la rigurosidad metodológica—,  los estados de ánimo que ocupaban nuestras reflexiones en momentos en los que experimentamos la brutal escisión entre la lejanía de otra época en la que nos quemamos en el fuego de la insurrección y la inmediatamente previa a la actual, la que ahora nos ocupa, en la que el lenguaje se nos escapaba a la hora de intentar establecer los lazos entre uno y otro tiempo de nuestras biografías. La llegada imprevista de Néstor Kirchner, su silueta anacrónica que parecía querer testimoniar un ayer olvidado y sepultado, revolvió las aguas estancadas de la memoria reactualizando lo que ya no discutíamos. O, tal vez, sería mejor decir lo que buscábamos interpelar sabiendo que de lo que se trataba era de un pasado clausurado, de recuerdos gelatinosos que nos remitían a otra época del mundo. Una historia sellada, acabada, a la que sólo podíamos mentar desde la monografía académica (el más distanciado de los modos) o desde la experimentación del ensayo (escritura en la que nos atrevíamos a cruzar lo personal, lo íntimo de experiencias vividas con el balance crítico de una generación desmembrada por derrotas propias y ajenas). Lo cierto, diga lo que se diga, a favor o en contra, es que la irrupción del santacruceño desplazó las certezas termidorianas, sepultó las sensibilidades melancólicas, arrinconó los lamentos de ese ille tempore mitificado y por lo tanto alejado para siempre de los cuerpos actuales, salió a disputar con los sepultureros de ideas, ideales, biografías, sueños y utopías desvastadas por la inclemencia mancomunada de la represión —entre nosotros— y el aceleramiento de un profundo y decisivo cambio civilizatorio que venía junto con derrumbes soviéticos, regresiones inverosímiles de experiencias tercermundistas convertidas en locura y muerte, crisis del marxismo, preterización de la revolución y entrada sin anestesia al capitalismo salvaje fabulosamente estetizado por el reinado absoluto de la mercancía y el consumo de masas. En ese a destiempo se instaló inopinadamente un nombre que todavía no se pronunciaba pero que ya anticipaba lo inédito por ocurrir. Nos asaltó. Nos atravesó como un rayo. De ahí en más nos impidió el acomodamiento a la certeza del fin de la historia y de la muerte de las ideologías que, entre otras cosas, permitieron acallar nuestros demonios y nuestras desgarraduras. Bajo otra luz comenzamos a ver el discurrir de las cosas.

 

Es cierto, o al menos eso seguimos creyendo, que las sociedades no se plantean tareas que no pueden resolver ni se saltan, como si nada, las determinaciones materiales de la historia. Eso, hasta que no se demuestre lo contrario, seguirá siendo parte de nuestro acervo conceptual (nuestro Marx dixit capaz de interpelar, como pocos, la trama profunda del capitalismo). Pero, y esto también es verosímil, de vez en cuando, muy de vez en cuando, algo se quiebra en el interior de un sistema acostumbrado a la repetición. Algo del orden de la sorpresa viene a conmover lo establecido conjugándose con la aparición de aquellos rasgos que, desde Maquiavelo a Hegel, se han pensado bajo la idea de una voluntad capaz de presionar sobre la escena de la realidad invirtiendo el devenir de las cosas. Una ruptura. El surgimiento de una firma que, en el inicio, apenas si alcanza a garabatear su nombre sin que todavía sea posible volverlo plenamente inteligible para una sociedad que permanece entre lo antiguo —que sigue impregnando su sentido común y la trama central de su subjetividad—, y lo nuevo —neblinosa experiencia que busca algún nombre que la pueda nombrar mientras las cosas dejan de ser lo que eran sin acabar de asumir los rasgos de la novedad que portan—. El 25 de mayo de 2003, sin que nadie alcanzase a vislumbrar lo que se estaba desencadenando, las palabras impensadas de un discurso también inopinado dibujaron en el clima de la época una ráfaga de aire puro capaz de producir sensaciones extrañas y encontradas. Una apertura hacia otra manera de ver la realidad que, en ese comienzo, no alcanzaba a permitirnos la claridad suficiente como para proyectar con alguna certeza el hacia dónde de ese discurso que delineaba lo que aún parecía un nombre impronunciable.

 

Un nombre de resonancias políticas comienza a sonar cuando algo distinto hiende la estructura de una realidad que, hasta ese momento de la emergencia, se movía por otros andariveles; cuando la repetición es interrumpida por aquello que dice provenir de algo conocido pero que, al mismo tiempo, porta algo de insólito y de novedoso. Como si ese nombre pronunciado con cautela en un principio guardase, en su interior, promesas impensadas el día anterior. No hay nombre político con aspiraciones provocadoras que pueda imaginarse sin ese golpe de efecto. ¿Sabía acaso Kirchner lo que su nombre iba a desencadenar? ¿Imaginaba esa dialéctica de novedad y de retorno que provocaría su lanzarse al ruedo de la intervención pública? ¿Había margen, todavía, para apropiarse de una tradición tan lastimada por las fatalidades de la historia como lo era, hasta ese momento, el peronismo y, sobre todo, su herencia popular, nacional y hasta de izquierda de la que provenía el personaje inesperado que venía del sur profundo? ¿Pero, y de eso se trataba sin que se pudiera ser especialmente optimista, imprimiéndole un giro sorprendente en su capacidad para no quedar aprisionado en la melancólica restauración de lo imposible de ser restaurado? Bajo el nombre de kirchnerismo muchas de esas cosas se han puesto en juego. Nada ha permanecido igual a lo que era el día previo a la asunción del santacruceño. Para muchos ese nombre difícil de pronunciar abrió el horizonte de un país que se había extraviado en su noche más profunda; les devolvió una creencia, un sentido político, un rumor de afectos y fraternidades que ya no imaginaban circulando por su cotidianidad; les permitió dialogar de otro modo con sus ausencias y con sus posibilidades de transformación de la realidad. Renovó sus indagaciones teóricas contaminándolas con las nuevas e inesperadas demandas de la intervención política. Para otros, ese nombre se convirtió en un enigma y en un problema. Algo en él les resultó, desde el inicio, indigerible e insoportable, como si viniese a desplazar el lugar que venían ocupando a la hora de hablar de lo guardado en la memoria, de todo aquello que representaba sus luchas y sus ilusiones; un nombre del engaño y la impostura que intentaba quedarse con las tradiciones populares y emancipatorias desconociendo a sus verdaderos guardianes. Preferían la transparencia del menemismo al desafío de un nombre que los tomó desprevenidos y al que nunca lograron descifrar porque no pudieron sustraerse al prejuicio con el que lo recibieron. Quedaron, también, aquellos otros que simplemente descargaron todas las baterías del rencor de clase contra una experiencia que los retrotraía a épocas que nunca imaginaron volver a vivir. Como si hubieran estado en una cápsula del tiempo y, de un día para otro, atravesando décadas, como sostuvo con ingenio irónico el artista plástico Daniel Santoro, salieron de ella con la misma estructura mental con la que rechazaron, criticaron y voltearon con odio furibundo al primer peronismo. Cuando un nombre, en este caso el del kirchnerismo, provoca estas reacciones es porque algo importante viene a proponerle a la sociedad. Pero también porque eso importante le resultará insoportable a una parte de esa misma sociedad. Pregunta inquietante: ¿Qué sucede cuando esa pronunciación se adelanta a los deseos de esa sociedad, cuando se interna por caminos sinuosos que le exigen, a los habitantes del nuevo tiempo, adaptarse a lo que no soñaron que les iba a ocurrir? ¿Puede ese nombre, inclinado hacia el gesto jacobino, ese que irrumpe sin lo previo y sin pedir permiso, encontrar el reconocimiento de una sociedad que no lo había previsto? Sólo las experiencias políticas portadoras de la fuerza de la historia son capaces de despertar estados de ánimo exaltados. Ellas reinstalan pasiones olvidadas colocándolas, de nuevo, en el centro de la escena.

 

Pocas experiencias políticas, escasos nombres propios, han tenido la impronta de impregnar tan densamente el escenario de un país volviendo imposible la neutralidad valorativa y la huida hacia refugios impermeables a la demanda de una realidad relampagueante y tormentosa. Un nombre venido de latitudes sureñas, difícil para pronunciar, alejado de las grandes lenguas migratorias que configuraron aquellos otros nombres de nuestras grandes tradiciones políticas e intelectuales. Un nombre cuya resonancia había que inventar y que se iría desplegando al calor de las demandas de una sociedad en estado de intemperie que balbuceaba, sin aún entender, lo que ese nombre comenzaba a significar. ¿Qué espectros revoloteaban a su alrededor? ¿Qué memorias rapiñadas por la implacabilidad del poder regresaban junto con su pronunciación dubitativa? ¿Qué escrituras, nuevas y antiguas, vendrían o no a nutrirlo de un relato capaz de instalarlo en el derrotero de la historia argentina? ¿La significación de su nombre le viene del bando de sus adversarios o de algunos de sus seguidores? Lo inesperado de un discurso inaugural, sus sorprendentes giros narrativos, su vindicación generacional, su apelación a ideales sepultados por la barbarie represiva, la reposición de palabras olvidadas o saqueadas, conmovió nuestra capacidad de escucha. ¿Qué honduras de la memoria y que trivialidades del poder se esconden en el interior de ese nombre que ha venido marcando a fuego nuestras vidas en la última década? ¿A dónde nos lleva? Algo sabemos: no hay novedad ni ruptura sin la aparición de algunas palabras y de ciertos nombres que nos obliguen a decir de otro modo lo que nos acontece. ¿Es acaso esa “novedad” la que irradia el nombre del kirchnerismo? 

2. 

 

El kirchnerismo es un nombre original, una invención inesperada marcada por la saga popular, por sus mandatos inconclusos, por sus desafíos, sus éxitos y sus derrotas. Su aparición en la escena de un país incendiado y a la deriva vino precedida por el desmoronamiento de una gran tradición política que llegó, al final del siglo pasado, envuelta en la incertidumbre de su propia historia, de un presente de agotamiento y de un insospechado futuro. Hablo, claro, del peronismo, de sus múltiples piruetas y travestismos que le permitieron, una y otra vez, cambiar de rostro y de discurso asociándose a los vientos de época. Lejos, muy lejos parecía quedar esa saga de un peronismo combativo capaz de ilusionar a una generación con la transformación social más avanzada en el interior de un país que le respondería, a ese deseo alocado y revolucionario, con la peor y más maliciosa de las acciones: la dictadura, el terrorismo de Estado, la masacre. 

Un peronismo desnutrido de sus ensoñaciones emancipatorias e igualitaristas que entró en el tiempo democrático para ofrecerse como la fuerza de la restauración, como el encargado de borrar sus antecedentes plebeyos en nombre de una nueva modernización. Nada parecía haber quedado de aquel otro peronismo de los setenta, de palabras rumorosas capaces de interpelar al poder, de jóvenes desafiantes incluso del propio Perón que, en sus meses finales, se inclinaba, más y más, por las fuerzas de la conservación contra los ímpetus de una generación ilusionada con hacer confluir el río del peronismo con el río de la revolución social. La sombra de la tragedia comenzó a desplegarse en Ezeiza. No hubo retorno. Apenas la certeza de un aceleramiento imposible de los tiempos que culminaría en la noche de la dictadura.

 

Casi tres décadas le llevaría al peronismo recobrarse del embrujo que lo carcomió por dentro. El nombre del kirchnerismo vino a sacudir lo que parecía sellado, historia acabada. Abrió lo que parecía imposible de abrir: la memoria de un peronismo supuestamente tragado por las inclemencias argentinas y por su propia decadencia. Provocación y estupor. Su nombre está cargado por esas dos inquietudes. Aunque algunos intenten huir de ese origen, de esa potencia de ruptura, su continuidad está sobredeterminada por la perseverancia de su capacidad de incomodar y de cuestionar la trama de los privilegios en un país que, cada determinado tiempo, busca reencauzar la lógica de la repetición bajo la denominación de los poderes económico-corporativos. Una parte del peronismo ha sido y sigue siendo funcional a ese retorno. El kirchnerismo dejará de ser en el instante mismo en el que en su interior, bajo cualquier excusa de sobrevivencia espuria, se escuchen los reclamos de cordura, de ciclo cumplido. Cuando en el peronismo se habla de englobar a todos los sectores, cuando se escucha aquello de que “finalmente somos todos compañeros”, lo que se está diciendo sin decirlo es que se prepara, una vez más, la pirueta que conduce al establishment, el giro que vuelve a depositarlo en el núcleo de la repetición.

 

Hoy, y bajo distintos nombres (suenan con sus diferencias los de ciertos gobernadores, esos que siempre estuvieron lejos de kirchnerizar al peronismo de sus provincias, y, por supuesto, los del nuevo heraldo del peronismo conservador y noventista que viene del Tigre) se busca cerrar la anomalía iniciada en mayo de 2003. De nuevo, y como un signo de su historia zigzagueante, regresa una disputa que, eso hay que decirlo, no dejó de acompañarlo, al menos, desde el conflicto de la 125 en la que una buena parte del PJ confluyó con la corporación agromediática (el massismo es hijo de esa confluencia). En esos días calientes en los que tantas cosas fueron puestas sobre la mesa, y en los que los actores asumieron sus papeles en el drama de la historia, el kirchnerismo encontró su nombre y su potencia, pudo darle palabras a su desafío y a su proyecto. En esos días, también, algo inevitable volvería a sacudir al peronismo. Hoy, cuando todo sigue estando en disputa y bajo la forma del riesgo, regresa la amenaza de la restauración, pero no como una acción extemporánea, venida de afuera, sino como la horadación que se precipita desde el interior. No hay peor cuña que la que se hace con la astilla del mismo palo. Por eso es imprescindible discutir críticamente el legado del propio peronismo, no dejarlo desplegarse como si nada guardase de peligroso en su devenir histórico y sospechando, siempre, de los cultores de la “unidad por sobre todas las cosas”. No se trata de ir a la búsqueda de una pureza imposible y viscosa, pero tampoco de ir con todos y con cualquiera con tal de preservar, sin principios, el poder.

 

En la opción del 83, la que encabezó Italo Luder  —jugando en espejo con la historia—, se ofrecía, aunque sin la claridad brutal que adquiriría al final de esa década con la llegada del riojano, un peronismo lavado de sus matrices populares y continuador, sin la vocinglería fascistoide del lopezrreguismo, de la anticipación pergeñada por el rodrigazo contra esa misma historia de unos orígenes que quedaban cada vez más lejos y como recuerdo mítico de lo que ya no regresaría. La sombra de Perón seguiría el camino de un ritualismo vaciado de aquel lenguaje que mortificó, durante décadas, a las clases dominantes. Quizás por eso no resultó, finalmente, una sorpresa el “giro” de 180 grados efectuado por la copia devaluada de Quiroga. El sortilegio de un peronismo capaz de regresar sobre sus pasos para reencontrarse con esa “esencia perdida” del 45 quedó inmediatamente sepultado una vez que la certeza del poder le permitió a Menem acomodar las fichas de acuerdo a las exigencias de los nuevos tiempos dominados por la economía global de mercado y la hegemonía unipolar de Estados Unidos. Hay una relación directa, aunque complejizada por los cambios de época, entre “las relaciones carnales” del menemismo y los exabruptos de Massa ante la embajadora del país del Norte que todos conocimos por los wikiliks. Ambos, el riojano que caricaturizó a Quiroga y el intendente de Tigre que recorre con fruición de nuevo rico los pasillos del poder empresarial, representan una parte no menor del peronismo. Eso es siempre bueno recordarlo para después no hacernos los sorprendidos. Porque ya no se trata de una paradoja ni de una desviación: el peronismo se mueve sin contradicciones lógicas alrededor de la figura del oximoron. Se podrá ser socialista, radical, nacionalista, liberal o comunista pero, como decía pícaramente el general, “todos son peronistas”. Lógica rotunda y dueña de una consistencia arrasadora de exigencias puristas que le ha permitido el eterno juego pendular de los ciclos de la historia contemporánea argentina. Pero, sobre todas las cosas, que le ha posibilitado la adaptación oportunista, el cambio de maquillaje y la pirueta de 180 grados capaz de invertir lo defendido el día anterior. Allí está su viscosidad, el núcleo de lo que para gran parte de sus dirigentes y cuadros representa la persistencia en el tiempo y, principalmente, la posibilidad de permanecer siempre a tiro de piedra del poder. Cuando el peronismo cuestionó, en su interior y a través de acciones de gobierno concretas, esa veleidad pendular y travestista fue cuando se volvió insoportable para el poder real. Eso sucedió en el 45, en el 73 y a partir del 2003. Ahí despertó los demonios dormidos de quienes siempre ejercieron su potestad desmesurada sobre los destinos del país. Ese peronismo de matriz popular, capaz de desafiar materialmente a los poderosos, lanzó al ruedo nombres disruptivos. Vuelvo a citar a Daniel Santoro y sus ocurrencias iluminadoras para intentar entender algo de lo que viene suscitando ese peronismo subversivo que, pocas pero decisivas veces, conmovió la marcha de la sociedad: “sucede que hay unos negros afuera que quieren entrar”. Esa exigencia revolucionaria para la época fue la que resultó insufrible para una clase social acostumbrada a la subalternidad de los trabajadores y siempre dispuesta a proferir comentarios paternalistas en relación a esos “negros” que, mientras no expresaran a viva voz sus deseos de entrar, seguirían siendo “los pobrecitos de siempre”. Penetrar en el interior laberíntico de esa frase simple y explosiva significa, eso creemos, descifrar el supuesto enigma del odio que ese peronismo de nombre cambiante ha suscitado.

 

El kirchnerismo, su nombre dislocador, volvió a poner en evidencia la disputa en el interior del movimiento creado por Juan y Eva Perón. También señaló sus límites y la necesidad de ampliar su base de sustentación material y simbólica reponiendo lo mejor de su historia pero, también, atreviéndose a nombrar de otro modo la actualidad. Sus mejores momentos fueron aquellos en los que lanzó al ruedo un lenguaje y una práctica que siendo herederos de una  larga travesía lograban decir y hacer de otro modo los desafíos de la época. Sus fronteras y sus regresiones se vinculan con el retorno de una liturgia llena de mitologías y carente de invenciones democrático populares. Creer que recostarse en el PJ y sus lógicas territoriales supone la única opción para llegar con posibilidades al 2015 constituye, más que un error, una clausura de lo que su nombre vino a significar en la historia argentina como renovación de los ideales de emancipación y justicia. En el interior de esa creencia subyace el intento de adaptar, una vez más, el peronismo a su versión conservadora, esa misma que amenaza con cerrar sus antiguos y actuales ímpetus transformadores. Esa es la versión que deja tranquilo al poder económico corporativo y que, de la noche a la mañana, le permite a amplias franjas de las clases medias archivar el odio enfermizo que las ataca cada vez que regresa el fantasma de Evita metamorfoseado en el “advenedizo matrimonio del sur patagónico”. Cuando eso sucede se abre “de nuevo la cápsula del tiempo y reaparece, intocado, el antiguo gorilismo con su secuencia de odio y prejuicio de clase”. Habrá que volver sobre esta cuestión y, fundamentalmente, sobre lo que dispara el nombre del kircherismo para que se produzca, bajo nuevas condiciones, ese retorno de lo dormido y siempre latente.

 

A la velocidad del rayo se declaró la metamorfosis de una tradición que había nacido para reparar las injusticias y la desigualdad, para hacer visibles a los invisibles y que rompía en mil pedazos su contrato fundacional para ofrecerse como el mejor instrumento que el capitalismo neoliberal necesitaba en aquel momento de nuestra historia cada vez más famélica de ideales y más inclinada a la destrucción de sus mejores tradiciones políticas. Eso fue el menemismo como brutalización de una memoria popular. Degradación que venía a completar el trabajo de demolición de la dictadura y que ya había sido anticipado por Luder cuando anunció, en plena campaña electoral, que respetaría el autoindulto decretado por los genocidas. Una parte del voto que recibió Raúl Alfonsín provino de quienes no podían aceptar el pacto del olvido. El propio Alfonsín se encargaría, después de transitar la mejor etapa de su gobierno, aquella del juicio a las juntas y de los fervores democráticos cuyo mantra fue el preámbulo de la Constitución, de reencontrarse con la promesa fraudulenta de ese peronismo conservador a través de la promulgación de las leyes de impunidad. Menem sellaría la regresión decretando los indultos. El peronismo y el radicalismo, cada uno con sus propias miserias y de acuerdo a sus recursos simbólicos y políticos, se encaminarían al desastre. El nombre del kirchnerismo vendría, bajo la impronta del azar y de los tenues hilos de la historia, a reponer, bajo nuevas condiciones, la cuestión del peronismo. Una vez más.

3

 

El peronismo, su deriva compleja y laberíntica por la historia del país, constituyó para Nicolás Casullo —con quien me gustaría continuar esta indagación en torno al “nombre del kirchnerismo”— un problema poderosamente irresoluble, un retorno de lo imposible y una continua necesidad de indagar lo que parecía sellado por derrotas, errores, brutalidades fascistoides, indignidades, aventurerismos, corrupciones varias y traiciones múltiples que, sin embargo, no dejaba de mostrar ese otro rostro en el que se dibujaban, como arrugas profundas, las herencias de la lucha obrera, la emergencia impensada y escandalosa de los negros de la historia, la memoria de la resistencia, la metamorfosis revolucionaria de la generación del 70, los exilios, la militancia barrial, los muertos, los debates interminables en noches de insomnio cuando lo abrumador de la derrota y de las ausencias pesaban en el alma, el gordo Cooke y Rodolfo Walsh como nombres propios de intelectuales comprometidos que parecían remitir a otra galaxia, todo eso también y, fundamentalmente, era para Casullo el peronismo que amenazaba, y de la manera más ignominiosa como producto del prostíbulo menemista, con concluir su itinerario desmontando el andamiaje que lo constituyó en otra edad del país cuando su aparición histórica se dio en el interior del fervor popular. Creyó ver, con intuición anticipatoria, en lo que todavía no llevaba el nombre de kirchnerismo un extraño, sorprendente y anómalo retorno de lo espectral peronista materializado cuando ya nadie lo imaginaba ni lo esperaba.   

 

La irrupción del kirchnerismo —al que todavía no terminaba de otorgarle ese nombre que iría delineándose con el paso del tiempo y la profundización de su impronta en la escena nacional— removió aguas estancadas, despertó viejos entusiasmos y le permitió regresar sobre la lengua política, una lengua de la que nunca se desdijo y que siempre estuvo ahí, incluso en los momentos de agobio y derrota, como vigía de una espera de lo por venir. Su antigua y compleja relación con el peronismo, que hundía sus raíces en un suelo mítico que siempre permaneció en todas sus indagaciones históricas, se encontró con una inesperada oportunidad que ya parecía definitivamente saldada por una realidad pospolítica y desesperanzadora de todo giro que reabriera las puertas del entusiasmo y de la participación. Si bien en los años del gobierno de Néstor Kirchner ya fue expresando su satisfacción por lo que se iba suscitando (incluso, y con cuidado, le permitió regresar, sin perder su mirada crítica y desconfiada, sobre ese peronismo de tantos y encontrados travestismos a lo largo de más de medio siglo pero sabiendo, como no podía ser de otro modo después de la implacable revisión iniciada en los tiempos del exilio y luego profundizada cuando regresó al país hasta ser parte de una renuncia colectiva en 1985, que simplemente consolidó su certeza cuando llegó la época más miserable bajo la impronta bizarra del imitador del Tigre de los llanos, de los propios límites del movimiento fundado por Juan Perón). Su ilusión nació de la potencia de lo imprevisto y de la excepcionalidad de un momento de la vida argentina que no estaba previamente escrita y de la inquietante certidumbre de un nuevo llamado de la siempre añorada disputa política. Nicolás Casullo, y por eso su ausencia es demasiado significativa, no era de aquellos que simplemente se dejaban llevar por el frenesí sino que, incluso en medio de los festejos, no dejaba de introducir cierta mirada ácida y de sospecha como queriendo prevenirse de falsos triunfalismos o de exagerados optimismos que, desde su perspectiva crítica y tocada por el aliento de lo trágico, le estaba no sólo prohibido sino que constituía un juramento intelectual innegociable: permanecer alerta ante los peligros que podían provenir no sólo del campo enemigo sino, más grave, de las propias obsecuencias y dogmatismos de las fuerzas amigas. No se equivocó.

 

En un artículo del año 2003, escrito poco tiempo después de asumir Kirchner la presidencia del país, Casullo intentó repensar el peronismo, sus paradojas, la extraña vitalidad que le volvió a dar esa desaliñada figura proveniente de un lejano sur patagónico, como si intuyera que sin pasarle a esa historia el cepillo a contrapelo sería imposible meterse de lleno en la novedad de una época que se anunciaba como sorprendente e inesperada y que exigía una auscultación sin piedad y sin dogmatismos de una tradición política fuertemente atravesada por su componente mítico que continuaba siendo el factor decisivo de la historia nacional. No habría, en Casullo, ninguna indulgencia ni ninguna posibilidad de olvido a la hora de revisar una herencia tan malgastada. “De qué manera –se preguntó allí- reflexionar este peronismo que se inscribe en la escena de un país transida por innumerables y duras marcas provenientes de distintos pasados recientes, con inéditas experiencias de la miseria social, con mutaciones lingüísticas, estéticas y expresivas de generaciones jóvenes no peronistas, con bolsones ideológicos cubiertos de carencias de todo tipo, con restos muertos partidarios, con neoformas de las teorías y el conocimiento, con metamorfosis identitarias y subjetividades políticas y morales de nuevo cuño citándose en los baldíos de las urbes. Y esa misma pregunta, qué peronismo, también dentro del contexto de un tiempo capitalista global que nos muestra una producción cultural mundializada decidiendo cotidianamente y como nunca antes lo propio y la idea de lo propio. Gestando formas de la conciencia, relación con lo real, índole de los sujetos, integración a lo civilizatorio, secretos de las sensibilidades de masas ‘viejas’ y ‘nuevas’, alineamientos forzosos de países y regiones y guerras neocolonialistas en nombre de un viejo Jehová anglosajón. La pregunta por el peronismo significa, entonces, cómo pensar políticamente este tiempo democrático”[1].  Casullo vio en el peronismo la conjunción de los extremos, la trama histórico simbólica en la que era posible auscultar los claroscuros de la modernidad, sus momentos atravesados por el deseo de transformación, el mapa de una esperanza social conmovedora del status quo y, también, la perpetuación, vía sus contenidos de derecha, de un sistema capaz de absorber una de sus dimensiones, la que fue leída por las izquierdas, desde el inicio, como la expresiva de su bonapartismo y de su reducción de la clase obrera a comparsa de un modelo integracionista y conformista.

 

Para él, sin embargo, lo inusual, lo descentrado, lo irreductible, lo inclasificable del peronismo permaneció siempre ajeno a esa visión cargada de prejuicio e incomprensión. “Peronismo: la plaza del recordatorio festivo, la del renunciamiento, la de la amenaza de escarmiento, la bombardeada, la del cinco por uno, las prohibidas, las postergadas, las recordadas o programadas para el retorno, las de la liberación y las abandonadas. Las plazas fabriles y febriles que marcaron —para el siglo XX— el aferrable lugar de la ‘historia’ política de lo subalterno, pero fuera de los engranajes gremiales, maquinistas, y de las disciplinas horarias. Para el peronismo —sigue Casullo con esta pintura de una extraña e impresionante diversidad que encerraba, desde su visión, la anomalía que, desde un comienzo, atravesó una experiencia política, social y cultural que no dejó de conmover y de imprimirle su marca a una historia nacional que nunca supo muy bien qué hacer con él—, el lugar de una patria posible de remover. El lugar de las masas del siglo XX, el de las memorias y juramento frente a palacios de gobierno, a caudillos, a palcos gigantescos con sus estéticas de grandiosidad que también acompañó, como época, el parto peronista. Congregación para una idea de sociedad ‘hallada’, como movilización total del pueblo en la fragilidad de una Argentina del 45 incierta, adormecida, migradora, simplemente ‘complementaria’. Plaza de la modernidad apasionada entonces, que extremó y tensó la sociedad hacia la plena historia, y que a la vez deshistorizó instancias y crónicas adversarias. Que incorporó edades y enemigos excepcionales, visibles. Sitio excesivamente verdadero y fantasmagórico a la vez, que tanto el socialismo, el anarquismo, el leninismo, el stalinismo, el fascismo y el nazismo interpretaron de una manera acabada”[2]. Inquietud de una pregunta formulada en la frontera de otra época que, todavía, no se sabía muy bien hacia dónde iba a rumbear. Captura, sin embargo, de aquello que el progresismo y las izquierdas nunca alcanzaron a comprender del peronismo y que le permitió, a Casullo, reencontrar, en esa encrucijada dramática por la que atravesaba un país en estado de intemperie, la dimensión interpeladora y desafiante que el peronismo, al menos una de sus almas, volvía a plantearle a una sociedad incrédula que estaba convencida del final, ¡al fin!, de ese engendro del demonio que había venido a impedir la realización de la Argentina.  

 

 

Una provocación, un continuo desacomodamiento de lo establecido, un giro inesperado, una ruptura capaz de anular la lógica de la repetición, una energía transgresora en una época en la que supuestamente ya no era posible la transgresión, un equívoco surgido de lo inesperado, un contratiempo del supuesto devenir necesario de la historia de acuerdo a un plan estratégicamente elaborado por los herederos de la generación del 80, un exabrupto discursivo de un coronel trasnochado acompañado por una mujer insospechada y plebeya, un amontonamiento de odios enceguecedores, el “hecho maldito del país burgués”, todo eso era, en la mirada casulleana, el peronismo. Pero también era su envilecimiento menemista, su travestismo oportunista y su gansterismo corporativo-sindical que había dejado una marca imborrable hasta llevarlo, casi, a su definitiva decadencia. Fue ahí, en ese tiempo de extravío y entreguismo desenfrenado, cuando todo parecía perdido y convertido en recuerdo de un pasado irrecuperable, cuando, de una inesperada jugada del azar, salió el número que, en el último momento, había comprado ese gobernador venido del sur patagónico que tocaría, entre otras, el alma de Nicolás Casullo.

 

Largamente se ha escrito sobre el papel de “la fortuna” en la historia de las sociedades. Desde Maquiavelo, el gran teórico inaugurador de estas reflexiones insoslayables, se ha insistido, con suerte dispar, en el análisis de la relación, siempre equívoca y compleja, entre el individuo destacado, el azar de la historia y la fuerza de la voluntad. Horacio González, a la hora de intentar descifrar las peculiaridades del kirchnerismo, se detuvo con fruición erudita en esta tradición emblemática de la filosofía política. “La fortuna es la condensación del tiempo en forma perpleja, impensada. En verdad —sigue González—, la fortuna es la virtú como conjunto de pasiones realizativas y de iniciativas intempestivas”(3). Dos rasgos que le caben a Néstor Kirchner que volvió a mostrar que no “hay moldes en la historia sino acontecimientos puros, tan solo paradojales. La fortuna queriendo aparecer con el nombre de virtú”. En la última etapa de su camino intelectual, después de haber atravesado el páramo de la derrota y de haberse internado por las comarcas de la crítica de la modernidad, Casullo se inclinó hacia el reconocimiento de esa alquimia entre fortuna y acontecimiento a la hora de condimentar con nuevas especias el guiso de la política y, sobre todo, cuando buscó comprender qué traía de novedoso el kirchnerismo. Cruzar, como también hace Horacio González, Marx con Maquiavelo, Perón con Benjamin, constituiría lo compartido de una revisión crítica del estado de la cuestión. Me sumo con la discreción del caso, estimado lector, a esa genealogía teórica.

 

Creo que Carta Abierta, en lo mejor de su recorrido, guarda ese desafío formulado, en el comienzo de esta historia, por un intelectual nunca dispuesto a abandonar la crítica como instrumento decisivo para “pensar entre épocas” volviendo a sostener la dialéctica entre mundo de ideas y mundo de acción. Nicolás, en todo caso, siguió buscando, hasta el final, las nuevas palabras para decir lo propio de un tiempo argentino inaugurado por lo que de a poco fue encontrando el nombre de kirchnerismo. Tal vez porque siempre supo, incluso en los momentos de mayor fervor político y cuando los tiempos parecían maduros para la revolución, que el peronismo era portador de distintos rostros. Que ese algo perturbador e incómodo que lo caracterizó desde su origen seguiría acompañándolo a lo largo de su travesía por una historia que lo festejó y lo rechazó con igual énfasis. También supo reconocer los peligros de un aplanamiento ahistórico, de una mitologización capaz de instalarse en el nuevo fervor juvenil impidiendo la imprescindible revisión crítica de un movimiento portador de sus propios demonios. Después de la larga marcha por el desierto de la derrota, del exilio y de los travestismos que acompañaron al peronismo, Casullo, y algunos otros con él, señaló la necesidad de sortear la tentación de una unidad ficticia escondedora de lo irreductible, de aquello que desde tiempos lejanos mostró los problemas y los límites de una fuerza política construida bajo la figura paradigmática del “acuerdo nacional”. Él siempre destacó la especificidad trágica que acompañó esos momentos, pocos pero decisivos, en los que el peronismo se asumió como el lenguaje de la justicia social y como expresión multitudinaria de los sin voz. Si algo no sintió como lo propio del peronismo fue el abrazo de Perón con Balbín. El desafío plebeyo, la rebelión de los incontables, la presencia de quienes deberían haber permanecido en un segundo plano, ese en el que habitan desde siempre los subalternos, esos fueron los rasgos —traicionados en muchas ocasiones por el mismo peronismo superestructural, el de los dirigentes— que persiguieron las reflexiones casulleanas y que lo acercaron a la inauguración kirchnerista, allí donde vio en ella lo espectral que retornaba.En los umbrales de un giro epocal, en el inicio del mandato de Néstor Kirchner, escribió lo siguiente a la hora de intentar pensar el peronismo en relación con este nuevo y confuso tiempo que se avecinaba: “Fondo histórico trágico en síntesis, en tanto espacio comunitario enfrentado a la naturaleza impiadosa de una racionalidad económica y a las formas del conocimiento dominante que destinan. Trágico en tanto admita aunar mito y crítica al mito, sin renunciar a la historia. Un tiempo postpolítico donde ensayar la reanudación de la política como forma de la conciencia social después de la obsolescencia de la revolución obrera y en espacios de una historia por ahora indiscernible, contra un mercado erradicador de toda idea de comunidad, justicia y decisiones soberanas. Postpolítica necesitada de citar al pasado para que las nuevas sensibilidades sociales carnalicen en una historia y se desprendan de la homogeneización globalizadora. Tiempo que permita remover la política popular desde otros lenguajes, señas, palabras y marcos de inteligibilidad. Desde otras imágenes teóricas. Tarea para un país quebrado. El desafío —escribía bajo la impronta de un deseo que sería anticipatorio— es político, entendiendo esta idea en tanto construcción política y filosófica. Representa el pasaje desde lo que fue un orden histórico simbólico —‘Estado obrero’ con su contradictorio camino revolucionario entre bases y dirigencias— hacia otra configuración política popular que ensayística, crítica y teóricamente puede plantearse como un peronismo después del peronismo (subrayado RF). Planteo histórico discursivo que, en términos de redespliegue democrático, trabaje para un entre tiempos de difícil construcción de las políticas. Construcción con dos tensiones básicas. Una, desde la memoria nacional contra la licuación de los antecedentes y el cinismo político posmoderno. Dos, desde la inscripción de nuevas identidades sociales y culturales victimizadas, desde otra articulación de Estado-economía, contra las estructuras caducas, corruptas, mafiosas y cadavéricas que hoy dominan la política y sus identidades. En el pretexto de la pregunta por el peronismo quizás se esconda la labranza de un pensamiento de época”[4]. En los años siguientes alcanzaría a ver de qué modo surgían las nuevas preguntas en el interior de una sociedad que era testigo de un giro vertiginoso de los acontecimientos; giro que volvía a tener al peronismo (¿quizás bajo la forma de un “después del peronismo”?) como centro de otra etapa decisiva de una historia nacional que se negaba a cerrar su deriva por el tiempo. Casullo vio en el kirchnerismo una oportunidad que ni el más optimista de los optimistas pertenecientes a alguna patrulla perdida de los setenta podía haber soñado. Pero no imaginó esa oportunidad bajo el signo de la repetición ni del retorno a lo ya vivido. Por el contrario, creía que la única posibilidad que se le habría al país y al propio peronismo radicaba en no regresar sobre lo ya vivido ni reiterar liturgias apoliyadas. Lejos de la melancolía, pensaba que era fundamental encontrar esas nuevas preguntas que sólo podían nacer de ideas y palabras capaces de constituirse desde una perspectiva innovadora. Ese “peronismo después del peronismo” era lo que parecía ofrecer la emergencia excepcional del kirchnerismo. Y a Casullo le interesaba estar a la altura de ese desafío cargado de vientos sureños y portador, a la vez, de un anacronismo provocador y de una novedad inesperada. Lo que provenía de la tradición y del mito, aquello que permanecía a resguardo de las tempestades de la historia, y aquello otro que sólo podía surgir de un plantarse ante los desafíos del presente con un lenguaje profundamente renovado. La amenaza sería, eso pensaba, quedarse atrapado en la repetición, dejarse atenazar por la fuerza inercial del mito extraviando sus contenidos transformadores. Lo cierto fue, una vez más, que el peronismo volvía a conmover la escena de un país que estuvo al borde de su disolución. Y Casullo se propuso interpelar crítica y políticamente esa nueva escena.“La política y la vida en general consistirían —para Casullo según la sutil interpretación de Horacio González— en un ejercicio escéptico de recuperar un paraíso perdido, lo que quizás no sea posible. Pero solo valdría la pena ese esfuerzo, en tanto generosa inutilidad que dignifica a los hombres, conjurados en recordar un pasado que a pocos o nadie importa. El ‘peronismo’ es el nombre que está en el lugar de la añoranza grandiosa pero imposible. Es el mito ‘dramático y fallido’, desdeñado por los ‘poderes reales en Argentina’, entre ellos los del propio peronismo con su ‘lista de defecciones tan eterna y concreta que casi terminó siendo, desde 1955, la historia real del peronismo’. Aun desertor o menguado —sigue descifrando González la escritura de Casullo—, sin embargo había que trabajar para redimir su oculta y genuina estrella. Ese trabajo era el del ensayista que lidia con mitos desgarrados y los expone nuevamente ante la incredulidad del presente, sabiendo que puede suscitar una imperdonable nostalgia o una inesperada primavera de recuperación”[5]. Tanto para Casullo como para su intérprete, la llegada del kirchnerismo, la extrañeza de su nombre que comenzó a ser pronunciado con tonalidad inquieta, posibilitó, con sus claroscuros y sus debilidades, la reapertura de un expediente histórico que parecía definitivamente cerrado. Rompió el sello desplegando, una vez más, la batalla de las ideas y de los cuerpos reinstalando en el centro de la escena argentina el antiguo y actual fantasma del peronismo. Ambos, quizás Horacio con una dosis mayor de pesimismo acumulado por el paso de los años de un kirchnerismo zigzagueante al que ya no pudo visualizar Casullo, sintieron la necesidad de romper el sortilegio mítico que desde siempre viene acompañando la larga saga del movimiento creado por Juan Perón. Nicolás, pesquisa utópico de la actualización de lo mítico-libertario, entrevió en el kirchnerismo una insólita e inesperada oportunidad de expansión bajo nuevas retóricas, mientras que Horacio, sufrido hermeneuta de un peronismo al que siente cada vez más ajeno a su mirada, se ocupó más de sus imposibilidades y límites. Lo crepuscular de un nombre que sólo podría persistir en su desafío si lograse sustraerse a la fascinación del mito. Oportunidad —¿última?— que le cabe al kirchnerismo. ¿Podrá? ¿Estará a la altura de esa demanda acuciante y demasiado compleja? ¿Será ese “más allá del peronismo” o su figura del “después” de la que hablaba Casullo un umbral a traspasar para dejar atrás la fatalidad de la repetición? ¿Es su nombre el punto de partida de una nueva pronunciación o apenas la continuidad de un derrotero sobrecargado de idas y vueltas?En estos días confusos y complejos, días signados por la ausencia de Cristina y por los reacomodamientos rápidos en el interior del cuerpo elefántico del peronismo que se mueve al compás de un resultado electoral que estuvo lejos de colmar las expectativas del kirchnerismo, vuelve, como un espectro que nunca terminó de irse del todo, el litigio del origen, esa marca que lo acompaña desde los lejanos tiempos de la fundación cuando en su discurso mítico se dibujó la contradicción entre dos estrofas de su himno: “combatiendo al capital” y “todos unidos triunfaremos”. ¿De qué modo combatir al capital apelando, a la vez, a una unidad con aquellos que lo único que desean es la reproducción de ese mismo capital? Un oximoron parece ser el punto de arranque del peronismo. Su historia, sus combates y su tragedia, son, probablemente, el producto de ese equívoco. Los jóvenes setentistas creyeron encontrar en el movimiento el hilo dorado que les permitiese entrarle a la conciencia de los trabajadores; intuyeron, con cierta exageración que les costaría muy caro, que entre esas masas seguidoras del General y la palabra “socialismo” se podían construir puentes de ida y vuelta. Leyeron la correspondencia de John W. Cooke con el Perón exiliado y se identificaron, sin disimulos, con el más jacobino y revolucionario de los forjadores ideológicos de un movimiento al que se acercaban creyendo encontrar en él la clave para la siempre postergada revolución social. No leyeron, con la misma pasión, las respuestas dilatorias de Perón. No quisieron detenerse en la negación de dirigir sus pasos, como se lo reclamaba Cooke, hacia la Cuba de Fidel. No terminaron de entender que un abismo separaba al guerrillero de la Sierra Maestra del creador del justicialismo. Una ilusión desbordada de entusiasmo que produjo una fatalidad. Perón no se dirigía hacia el socialismo, en el mejor de los casos deseaba regresar al Estado de bienestar diseñado en los “años felices” abruptamente sepultados en el 55. Temporalidades distintas. Para unos, el aceleramiento de la historia era lo que reclamaban los tiempos de la revolución. Para el viejo león herbívoro, cansado del exilio y muy cerca del final, se trataba de encauzar un país sin brújula y desmadrado para regresarlo a la senda del desarrollo con inclusión social. En los años 70 ese reformismo resultaba indigerible para esos jóvenes recién llegados al peronismo y dispuestos a rebasar todos sus límites. Ezeiza, nombre trágico y parte aguas, puso la barrera que no se podría franquear. Entre aquel 20 de junio del 73, la renuncia apresurada de Cámpora, el asesinato de Rucci, la expulsión de la Plaza de mayo, la muerte de Perón, la cacería de “los zurdos” desatada por la Triple A creada por López Rega (quizás con la fatal venia del General en su descorazonamiento de los últimos meses), la opción militarista de la conducción de montoneros, el Rodrigazo que anticiparía lo que décadas después infectaría al país bajo la impronta del menemismo, la incapacidad homicida de Isabel y la dictadura terrorista que de manera implacable aniquilaría a los portadores de los ideales de la izquierda peronista, se desplegó una política de repudio y olvido de esa memoria que pareció seguir el destino siniestro de sus constructores que no sólo fueron masacrados por la dictadura sino que prácticamente fueron borrados de la historia. Entre 1983 y 2003 prevaleció el silencio —en el mejor de los casos— o el simple rechazo y repudio en el discurso hegemónico que atravesó la vida política y cultural del país durante esos años. Por eso la absoluta sorpresa que significó aquella frase del discurso inaugural de Néstor Kirchner: “vengo en nombre de una generación diezmada”. De una generación, agregaría, doblemente desaparecida: en los campos de exterminio de la dictadura y en la memoria de un presente que se negaba a representarse en esa genealogía maldita. Inversión inesperada que, junto a medidas claves de un gobierno excepcional, acabaría reabriendo los expedientes cerrados de una historia no resuelta.

 

Siempre es bueno regresar a ese texto anticipatorio que Casullo escribió cuando muy pocos alcanzaban a ver algo de claridad en una escena nacional desvastada: “Néstor Kirchner representa la nueva versión de un espacio tan legendario y trágico como equívoco en la Argentina: la izquierda peronista. En su rostro anguloso, en su aire desorientado como si hubiese olvidado algo en la mesa del bar, Kirchner busca resucitar esa izquierda sobre la castigada piel de un peronismo casi concluido después del saqueo ideológico, cultural y ético menemista. Convocatoria kirchnerniana por lo tanto a los espíritus errantes de una vieja ala progresista que hace mucho tiempo atrás pensaba hazañas nacionales y populares de corte mayor.

 

Revolotean escuálidos los fantasmas de antiguas Evitas, CGT Framinista, caños de la resistencia, Ongaro, la gloriosa JP, la tendencia, los comandos de la liberación, ahora sólo eso, voces en la casa vacía. Por eso un Néstor Kirchner patagónico, atildado en su impermeable, con algo de abogado bacán casado con la más linda del pueblo, debe lidiar con la peor (que no es ella, inteligente, dura, a veces simpática) sino recomponer, actualizar y modernizar el recuerdo de un protagonismo de la izquierda peronista que en los 70 se lleno de calles, revoluciones, fe en el general, pero también de violencia, sangre, pólvora, desatinos y muertes a raudales, y de la cual el propio justicialismo en todas sus instancias hegemónicas desde el 76 en adelante, renegó, olvidó y dijo no conocer en los careos historiográficos”. Memorable e inequívoca la semblanza casulleana. Surge, bajo el signo de la inquietud, la pregunta por las consecuencias de esa reivindicación a deshora de una saga maldecida por todos los poderes y borrada, incluso, de las escrituras y de la memoria del peronismo oficial, ese mismo que se encargó de tapiar todos los pasadizos que recondujeran a ese pasado y a esa generación. Como si lo espectral hubiese insistido cuando menos se lo esperaba. Sombras y voces venidas de un más allá que, bajo la impronta de lo inesperado, reaparecían en una escena que no estaba preparada para recibirlas y mucho menos para incorporarlas a la materialidad de una historia declarada en estado de clausura. Perturbación y desconcierto. Kirchner aprovechó esa pequeña fisura en el muro de la dominación y supo actuar cuando nadie se lo esperaba. Rápido de reflejos instaló en el centro de la escena lo espectral. Lo hizo revivir quebrando una hegemonía triunfante. Otras palabras para otro relato del pasado entramadas con la reinvención de una democracia en crisis. Insoportable e imperdonable. Los muertos estaban bien muertos; para ellos solo valía el discurso de la efeméride vacía, las condolencias de la hipocresía. El nombre del kirchnerismo, su lenguaje inaugural y memorioso de otras sagas, rompió el silencio y la tachadura, terminó con un pacto en el que la hipérbole de la memoria culminaba en olvido. Basta de víctimas abstractas e inocentes capaces de devorarse vidas y biografías, sueños e ideales. Regreso, bajo las condiciones, los reclamos y las interpretaciones fijadas por una nueva época, de quienes habían sido portadores de una profunda provocación histórica. El kirchnerismo habilitó el pensar contracorriente a la hora de involucrarse de nuevo con las crónicas de la revolución fracasada; no para concluir en la apología sino para disputar, en un doble sentido, el presente y el pasado.

 

 

4.

 

La política expresada en un nombre capaz de inaugurar un viaje a dos puntas: hacia las comarcas del pasado revitalizando lo que había sido convertido en pieza de museo o en itinerario erudito por tierras cuya lejanía las acaba haciendo inalcanzables para el presente; y hacia una inevitable reapropiación de la actualidad como tiempo desde el cual inventar, de otro modo, la doble tenaza del pasado y el futuro e, incluso, abriendo el debate sobre el peronismo y sus improntas actuales, un debate que no sólo deberá dar cuenta de su larga  y abigarrada travesía por la historia sino, también y centralmente, de su continuidad bajo otra experiencia que le ha conferido, de eso nadie tiene dudas, una nueva oportunidad. Porque eso es también el kirchnerismo: un cuestionamiento radical de un presente abroquelado que ya no se sentía disponible para disputar su propio lugar en la historia y que prefería acomodarse a la resignación postmoderna. Dicho de otro modo: ruptura de la pasividad de una época incapaz de sentirse legataria ni heredera de antiguas apuestas generacionales transformadas en polvo apenas reclamado por historiadores desprovistos de lo que Walter Benjamin le reclamaba al trabajo del historiador “materialista”: ser constructor de un “giro político” de ese pasado actualizado desde las exigencias, las tensiones, las luchas y las contradicciones del presente. Una politización de la historia, eso es lo propio, lo original y lo desafiante del kirchnerismo; aquello que produce la reacción intempestiva de una parte mayúscula del gremio de los historiadores académicos que se sienten cuestionados en su “poder clasificador”, en su “trabajo de garantes de la verdad histórica”, esa misma que no puede ni debe ser contaminada, según su concepción, con las furias emanadas de la toma de partido. Un desafío, lo sabemos, plagado de peligros cuyo signo distintivo no es otro que el del dogmatismo allí donde las exigencias de la disputa por el relato de la historia puede conducir a la estreches de miras y al reduccionismo. De todos modos, vale la pena pagar el precio de ese riesgo, que incluye la discusión, para nada saldada, del estatuto de la verdad histórica y de las aduanas que se levantan para garantizar, supuestamente, que se protejan los saberes regulados por la ciencia. Ser contemporáneos de una disputa de este calibre, vivir días en los que vuelve a cobrar relevancia lo que sucedió a lo largo de nuestros 200 años de historia, constituye un privilegio que ya no imaginábamos que apasionaría de este modo a una sociedad que parecía haber cerrado los expedientes del pasado o, tal vez, que los había reducido al trabajo erudito de historiadores alejados del propio ruido de la realidad. El kirchnerismo, con sus más y sus menos, abrió un debate que amenaza con seguir extendiéndose. Lo celebramos aunque, insistimos, conocemos sus riesgos.

 

Apertura del pasado, apropiación discursiva que se entrelaza con la necesidad de cargar de contenido un presente necesitado de legitimación. Esa ha sido, y sigue siendo, la tarea de historiadores comprometidos con su época y con la saga de las multitudes. Pero no de cualquier tipo de historiador: sino de aquel cuya artesanía constructiva de la memoria se sustenta en la imperiosa necesidad de rescatar del olvido a los derrotados de la historia. Un relato que descree de objetividades al uso y que rechaza la asepsia con la que siempre se ha buscado romper los puentes entre épocas apuntalando la imaginaria percepción de “un destino solitario” que nada o muy poco tiene que ver con aquello que ha quedado a nuestras espaldas. Por lo general, el viaje hacia esas regiones del ayer se hace para destacar los abismos infranqueables que nos separan de esas épocas, nunca para entretejer los ensueños diurnos de quienes, a lo largo de la historia de una sociedad, imaginaron otra realidad para los subalternos. Es, siguiendo esta huella benjaminiana, que prefiero interpretar la significación del nombre del kirchnerismo como reapertura de expedientes sellados, como instalación, en el debate actual, de lo que permanecía bajo la forma de lo espectral. En todo caso, lo que no puede permanecer silenciado o convertido en mera mercancía cultural ofrecida para el consumo de espectadores pasivos, es ese pasado que insiste con regresar para desafiar los prejuicios y las determinaciones de un relato inclinado al ensimismamiento académico o a la fábula sin consecuencias en el presente. La historia como querella que es lo mismo que sostener su imprescindible politización. Ese es “el giro copernicano en la visión del historiador” del que hablaba con insistencia Walter Benjamin mientras proseguía sus eruditas investigaciones parisinas al borde del abismo.

 

Haciendo las salvedades del caso y de sus especificidades, es posible abordar, con una clave semejante, la profunda interpelación política que desde mayo de 2003 le vuelve a acontecer al peronismo. Tal vez ahí radique la distancia esencial entre la captura menemista del peronismo, su metamorfosis en un dispositivo funcional a la reconversión neoliberal, y la acción provocadora que sobre la tradición fundada por Juan Perón ejerció el kirchnerismo. Es a partir de esa interpelación que retornan sobre la escena actual los fantasmas de controversias nunca saldadas, la emergencia, una vez más, de un peronismo de izquierda y otro de derecha. Los rostros, enfrentados, de dos maneras antagónicas y agonales de asumir un legado siempre en litigio. Eso no significa que la contraposición sea mecánica ni ofrezca los rasgos de lo inconmovible e irrevocable allí donde la propuesta del Frente Para la Victoria ha logrado incluir formas tradicionales del peronismo disputándoselas a la derecha. ¿Será que estos diez años permitieron la emergencia de lo arcaico de ese primer peronismo que había sido transformado en mito? ¿Abrió, el kirchnerismo, una agenda retrospectiva, un ejercicio de rememoración capaz de actualizar, bajo la imposibilidad de la repetición, lo desplegado en ese tiempo del origen? ¿Se puede hoy ser peronista sin ser kirchnerista? En la respuesta que seamos capaces de formular radica, quizás, lo nuevo de este momento argentino. Si el nombre donado por el santacruceño se convierte apenas en otra denominación agregada al diccionario de los sinónimos insuficientes, no estaremos delante de una inflexión sino, apenas, de una expansión más dispuesta a reencontrarse con sus otras formas tradicionales. Un giro irónico de una historia entre trágica y camaleónica. En cambio, y siguiendo a Benjamin, nos importa abordar el nombre del kirchnerismo desde la perspectiva de la “conciencia despierta” que reinstala políticamente, bajo la forma del recuerdo, aquellas experiencias y aquellos sueños convertidos en mito que nos retrotraen al primer peronismo. Un sacudimiento del letargo de una historia que parecía ya consumada y que había transformado al peronismo en una mitología desprovista de capacidad para interpelar, en el presente, la conciencia de los subalternos. En todo caso, una de las características sobresalientes de lo inaugurado en mayo del 2003 fue, precisamente, la actualización, sin desconocer su fragilidad, de esa “conciencia despierta” entendida, ahora, como reanudación de la disputa por el sentido y, sobre todo, la puesta en movimiento de una historia capaz de entretejer aquellas marcas del origen con las demandas y las novedades de este tiempo del capitalismo y de la sociedad argentina.

 

Doble, entonces, la interpelación kirchnerista: de los legados y herencias forjados en otra época nacional, época quemada por los fuegos de una revolución derrotada y, bajo una continuidad siempre en estado de debate, la perseverancia del peronismo como fuerza política paridora de lo virtuoso y de lo turbio, de los ideales igualitaristas y de cinismos restauradores. Turbulencias de una historia que parecía haber arribado al puerto de las cosas muertas y que se encontró, de manera inopinada y cuando muy pocos lo preveían, con la posibilidad de abrirse a novedades y desafíos que no pertenecían, eso creíamos, a la cartilla de este momento de la vida argentina y sudamericana. Lo inesperado mezclado con lo excepcional. Ruptura y continuidad que sigue teniendo en el peronismo su enigmática figura irreemplazable. En todo caso, y de eso también tratan estas reflexiones, la potencia del kirchnerismo para habilitar una redención que ya no parecía posible de ese movimiento surgido en una jornada mítica allá por octubre de 1945. Politización no sólo de la memoria histórica sino, también, del peronismo. Un más allá que se reencuentra con lo no saldado: un peronismo después del peronismo. ¿Apenas una repetición de la pendularidad que desde siempre lo acompañó o señal de una ruptura histórica? Estos dos años que restan del mandato de Cristina Fernández serán claves a la hora de darle respuesta a esta pregunta. ¿Habrá sido el kirchnerismo un ave de paso, apenas un accidente en la marcha de un movimiento cada vez más adaptado a las exigencias del sistema o, por el contrario, el punto de clivaje para una nueva historia? Hay genuina novedad cuando en el interior de una época se pueden abrir, con viejos y nuevos recursos teóricos, políticos y lingüísticos, las preguntas que desde siempre nos acechan.

 

*Filósofo

 

 

[1] Nicolás Casullo, Pensar entre épocas, Norma, Buenos Aires, 2004, pág. 236.

[2] N. Casullo, “La pregunta por el peronismo”, en Pensamiento de los confines,  No. 13, diciembre de 2003, págs. 16-17.

[3] Horacio González, El kirchnerismo: una controversia cultural, Colihue, Buenos Aires, 2011, pág. 14.

[4] N. Casullo, “La pregunta por el peronismo”, op. Cit., pág. 29.

[5] Horacio González, El kirchnerismo: una controversia cultural, Colihue, Buenos Aires, pág. 83.

[6] Vale, sin dudas, citar al propio W. Benjamin, siempre espléndido y desafiante en sus sutilezas interpretativas: “El giro copernicano en la visión histórica es éste: se tomó por punto fijo ‘lo que ha sido’, se vio el presente esforzándose tentativamente por dirigir el conocimiento hasta ese punto estable. Pero ahora debe invertirse esa relación, lo que ha sido debe llegar a ser vuelco dialéctico, irrupción de la conciencia despierta. La política obtiene el primado sobre la historia. Los hechos pasan a ser lo que ahora mismo nos sobrevino, constatarlos es la tarea del recuerdo. Y en efecto, el despertar es la instancia ejemplar del recordar: el caso en el que conseguimos recorar lo más cercano, lo más banal, lo que está más próximo. Lo que quiere decir Proust cuando reordena mentalmente los muebles de la duermevela matinal, lo que conoce Bloch como la oscuridad del instante vivido, no es distinto de lo que aquí, en el nivel de lo histórico, y colectivamente, debe ser asegurado. Hay un saber-aún-no-consciente de lo que ha sido, y su afloramiento tiene la estructura del despertar”. W. Benjamin, Libro de los Pasajes, edición de Rolf Tiedemann, Akal, Madrid, 2005, trad. Luís Fernández Castañeda, Isidro Herrera y Fernán Guerrero, pág. 394.

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