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Kirchnerismo y jacobinismo: la saga maldita


El presente ensayo forma parte de un libro de Ricardo Forster, de próxima aparición.  Gentilmente su autor nos ofrece este capítulo para publicarlo como adelanto en La Tecl@ Eñe




“Hay que tomar en serio el ‘vamos por todo’. No es un relato, es una explícita declaración de intenciones. No es un subterfugio narrativo para engañar a partidarios ni a enemigos. Es algo que la Presidenta y sus leales desean y creen que puede obtenerse. Ir por todo implica no dejar nada a nadie: a los enemigos ni justicia. Así se cierra el círculo vicioso de la virtud jacobina en su versión criolla”. Beatriz Sarlo, “Teoría y práctica cristinista del ‘vamos por todo’”, en La Nación, 16/12/12

 


Por Ricardo Forster

Cierto discurso que se reclama como progresista y republicano busca, a la hora de analizar el kirchnerismo, establecer una genealogía –no carente de significación política y como parte de una estrategia de horadación sistemática de sus perspectivas centrales- que lo convierta en heredero directo de una alquimia que va de los jacobinos franceses a la teoría del jurista alemán Carl Schmitt que trazó la línea maestra de la diferenciación amigo-enemigo como núcleo, así lo sostenía el compañero de ruta del nacionalsocialismo en los años turbulentos de la Alemania de entreguerras, de una política antiliberal y postilustrada (esa saga lejos de perturbarnos o incomodarnos nos incita a indagar con mayor hondura la influencia de esas tradiciones en el interior de la larga marcha de un siglo, el veinte, atravesado por contactos explosivos y por sensibilidades políticas que, en ocasiones, produjeron confluencias o entrecruzamientos difíciles de anticipar o, incluso de imaginar. En este sentido, por ejemplo Nicolás Casullo recuperó, en sus viajes eruditos por la Viena fin de siglo y por la Europa de entreguerras lo que algunos han denominado “pensadores del riesgo”, aquellos que, provenientes muchos de ellos de posiciones de derecha, sin embargo alcanzaron a pensar con intensidad crítica la decadencia del mundo decimonónico burgués y pusieron en cuestión, de un modo radical, a la propia modernidad multiplicando las evidencias de su fracaso sin por eso, en la recepción casulleana, asumir, ni mucho menos, como propia una concepción derechista sino operando, como querían Bertold Brecht, Walter Benjamin y Theodor Adorno una refuncionalización de ciertas categorías de esa crítica antiilustrada bajo el impulso, ahora, de una crítica de izquierda).

En el capítulo “Las derechas”, de su extraordinario libro Las cuestiones, Casullo revisa, a partir esta sensibilidad crítica, la larga marcha del pensamiento reaccionario y va mostrando las continuidades y las rupturas que se han dado en su interior. Desde su perspectiva se volvía fundamental leer a esos escritores emanados de lo que Thomas Mann llamó “el conservadurismo revolucionario” y que involucró a personajes como Carl Schmitt, Ernst Jünger, Martin Heidegger, Oswald Spengler, Stefan George y su círculo, Ludwig Klages, Hans Freyer y que con lucidez retratara en El modernismo reaccionario el historiador de las ideas estadounidense Jeffrey Herf. Le pareció ejemplar, en este sentido, el prólogo que José Aricó escribió con motivo de la edición del libro de Carl Schmitt El concepto de lo político en la editorial Folios  al comienzo de la década  del  '80;  en ese prólogo  Aricó  tuvo que justificar ese   acto 

aparentemente contradictorio de publicar un libro de un pensador de derecha, de una derecha extrema y urticante, en una editorial "progresista". Leamos sus comentarios: "El trabajo editorial [...] es, para nosotros, ante todo y por sobre todo empresa de cultura o, para decirlo con mayor precisión, de cultura 'crítica'. El adjetivo enfatiza la necesidad que acucia al pensamiento transformador de instalarse siempre en el punto metódico de la 'deconstrucción', en ese contradictorio terreno donde el carácter destructivo de un pensamiento que no se cierra sobre sí mismo es capaz de transformarse en constructor de nuevas maneras de abordar realidades cargadas de tensiones y provocar a la vez tensiones productivas de un sentido nuevo. Sólo una actividad semejante nos permite admitir la riqueza inaudita de lo real y medirnos con el espesor resistente de la experiencia, sin perder ese obstinado rigor con que pretendemos -o deberíamos pretender- construir sentidos en un mundo sin ilusiones. Sólo así la interpretación puede abrirse a la historia y configurarse como saber crítico, cultura de la crisis o, en fin, cultura 'crítica'." La "justificación", en el más genuino de los sentidos, que esgrime Aricó como posicionamiento crítico ante el audaz gesto de editar una obra de Carl Schmitt refleja no un acto

de protección, un modo de cuidar la reputación progresista del editor, sino un programa filosófico-político, al que adhirió también Nicolás Casullo, y que no es muy diferente al defendido por Theodor Adorno al escribir sobre Oswald Spengler o por Walter Benjamin al dedicarle efusivamente su libro sobre el drama barroco alemán al propio Carl Schmitt. Se trata de una profunda e inquietante comprensión del fondo opaco de la modernidad; Aricó sabe y lo manifiesta con lucidez, que en ciertos pensadores reaccionarios, confesos militantes de las causas de las derechas más duras de nuestro siglo, se encuentran, muchas veces, intuiciones intelectuales sobre el carácter de la época que difícilmente podamos hallar en el mundo de los pensadores progresistas. Carl Schmitt, también Spengler, Heidegger o Jünger, representan una mirada de derecha, conservadora pero lo suficientemente audaz y aventurera como para poder indagar sin complacencias las estructuras profundas del tiempo que atravesaron. Es el otro rostro de Jano, el lado maldito de una realidad que vive camuflando sus horrores, sus desvaríos homicidas; Schmitt convoca ese

rostro, sigue sus trazos, describe sus expresiones y, por sobre todas las cosas, nos muestra cómo se imbrica con el otro rostro, cómo la barbarie representa, con genuino derecho, a la propia cultura. En un sentido quizás próximo al de Walter Benjamin, Carl Schmitt, el jurista del nacionalsocialismo, documenta la barbarie de la modernidad, recorre con precisión erudita y con la convicción entrecruzada del ideólogo y del cínico, la trama "política" de lo que él denomina la época de las "neutralizaciones", del imperio de la técnica que desagrega lo sustantivo de una realidad cada vez más desprovista de vitalidad, de una realidad por completo capturada por la "neutralidad" de la técnica.
La derecha, cuando es representada por pensadores lúcidos y destemplados, por "partisanos y francotiradores" como lo son Schmitt y Jünger, construye caminos críticos, ilumina zonas de nuestro ser y de nuestra sociedad, que la "buena conciencia" del progresismo no puede o no quiere ver. Su pesimismo ontológico o su cinismo aristocrático destemplan la mirada y permiten auscultar el fondo de las cosas, mostrar su otro lado, encararse de frente con el mal. Para esa derecha intelectual y crítica el mal existe, es el problema cultural y civilizatorio central; la izquierda, en cambio, lo desconoce, mira hacia otro lado, y se inclina generosa ante las bondades inherentes al ser humano. De buenas intensiones está construido el camino de la barbarie. Sin ilusiones, como escribía Aricó, es posible aproximarse crítica y lúcidamente a una realidad en estado de intemperie. Ya en los años finales de la década del 80, cuando todavía se respiraba el fervor nacido del descubrimiento de la “democracia” y se profundizaba el distanciamiento del progresismo de sus antiguos fuegos revolucionarios, con Casullo iniciamos el camino de la revisión crítica de la tradición moderna reapropiándonos no sólo de lo mejor de la crítica frankfurtiana sino incorporando a esos “pensadores del riesgo” que tanto seguían perturbándonos allí donde lograban auscultar mejor y más profundamente la dialéctica de la modernidad. La utilización negativa que ciertos intelectuales progresistas hacen de la figura de Carl Schmitt y de su influencia, vía Ernesto Laclau, en la conformación ideológica del kirchnerismo (y eso más allá de su exageración a la hora de señalar las filiaciones), sigue girando alrededor de un prejuicio que supone que la lectura atenta de la obra del jurista alemán convierte, a quien la lleva adelante, en su compañero de ruta del mismo modo que éste lo fue del nazismo en un tramo de su vida. La simplificación es brutal y tiene, como es obvio, un claro contenido político allí donde se quiere establecer la  supuesta deuda del kirchnerismo con la derecha alemana.

Una saga que arranca con Robespierre, Marat y Saint-Just y se encuentra, para sorpresa de quienes no imaginaron esas filiaciones entre los orígenes de la izquierda y la construcción filosófico-política de una de las derechas más radicales que se desplegaron en la primera mitad del siglo XX, con un claro giro contrarrevolucionario después de haber pasado por la etapa bolchevique. Sin pudor, esos intérpretes, se subieron al tren de la derecha neoliberal que, puesto en marcha hacia finales de los años setenta, cuando se iniciaba el proyecto arrasador del tándem Thatcher-Reagan, comenzó el trabajo de desmantelamiento de las tradiciones democrático-populares convirtiéndolas en el punto de partida de los totalitarismos modernos. Muchos antiguos izquierdistas se acomodaron sin inconvenientes en el interior de ese giro conservador de la historia despachando, sin complejos, sus vocaciones igualitaristas y emancipadoras como restos arqueológicos de otra época del mundo. La deducción es evidente y salta a la vista: el kirchnerismo representa, hoy y entre nosotros, la actualización –quizás tragicómica dirían estos intérpretes- de esa perturbadora saga que ha tendido a homologar tradiciones revolucionarias con tradiciones de derecha y fascistas en esas lecturas arrasadoras y cargadas de prejuicios de la complejidad de la historia, alimentados, esos prejuicios y esas simplificaciones, por el giro neoliberal del antiguo progresismo, que establece una línea de continuidad entre el jacobinismo y los totalitarismos del siglo que ha quedado a nuestras espaldas.
El kirchnerismo, bajo la forma de la parodia que se estructura, eso escriben las plumas principales que parecen recostarse en el progresismo pero se pronuncian desde la tribuna clásica de la derecha argentina, alrededor de la frase “vamos por todo”, seguiría expandiendo las últimas descargas espasmódicas de un ontologismo político asumido como exigencia de lo absoluto. Expresado bajo otra nomenclatura no menos perturbadora la podríamos presentar, a esta filiación histórica, siguiendo una línea temporal: revolución francesa (origen del terror estatal y de la “virtud incorruptible”), revolución rusa (ampliación de los alcances de la dictadura revolucionaria hasta convertirla en una maquinaria represiva sin fisuras) y contrarrevolución nazi (forma radical del totalitarismo cuyo germen ya se encontraba en el comité de salud pública jacobino y en todas las ideologías que fueron deudoras de esa matriz forjada desde una reducción de la política a “ética de la convicción”, esto es, a un decisionismo de lo absoluto e innegociable enfrentado al consensualismo democrático-repúblicano del liberalismo). Como heredero de esta perturbadora saga, el cristinismo, versión radicalizada del kirchnerismo, estaría llevando a la democracia argentina hacia su colapso autoritario. La mesa está puesta: contra ese “peligro jacobino” hay que defender a la república de sus envilecedores que están dispuestos, una vez más, a negarles toda justicia a los enemigos. ¿Reconoce el lector la estrategia que lleva en su interior ese argumento –utilizado por las derechas latinoamericanas- de “rescate de la democracia” de sus destructores internos que se expresan en el neopopulismo?

(Beatriz Sarlo ha escrito un artículo que representa cabalmente esta interpretación “salvaje” que busca reducir la saga de la revolución y la democracia de masas a la matriz originaria de los totalitarismos del siglo veinte extendiendo, esa genealogía, como no podía ser de otro modo, al propio kirchnerismo. En su “Teoría y práctica del cristinismo del ‘vamos por todo’” (La Nación, suplemento Enfoques del 16/12/12), Sarlo, además de sobreestimar la supuesta influencia de Ernesto Laclau sobre Cristina Fernández, en particular su “traducción” de la teoría schmittiana de la confrontación “amigo-enemigo” y de sacar las más atroces consecuencias políticas de esa herencia forjada en el interior de una tradición de derecha, escribe cosas como las siguientes que hubieran merecido una respuesta entre crítica y burlona del propio Casullo: “El ‘vamos por todo’ tiene ecos jacobinos. Hay que detenerse en esta fórmula belicosa, que la Presidenta alienta. Quedará en la historia política junto con otras de igual carácter absoluto. No es simplemente una consigna. Quienes todo el tiempo analizan, justamente en los medios oficialistas, los discursos políticos opositores, no pueden, de buena fe, negarle su carácter amenazador. ‘Vamos por todo’ dice lo que quiere decir, porque, además, no lo canta solo la tribuna en un arrebato de entusiasmo. Allí están los planos de televisión donde la Presidenta la comunica, la pide, la celebra, la gesticula”. Doblando todavía más la apuesta de una lectura que busca homologar kirchnerismo con una política que se piensa como guerra aniquiladora propia del universo discursivo del totalitarismo, Sarlo continúa su descarga argumentativa estableciendo una relación entre el discurso de la Presidenta y la herencia maoísta que le vendría, eso dice no sin producir en el lector una cierta incredulidad, del secretario legal y técnico de la presidencia de la Nación, Carlos “el chino” Zannini que, en su juventud y antes de pasar una temporada en prisión, fue militante de uno de los grupos seguidores, entre nosotros, del pensamiento de Mao Tse-tung (igual que, como lo aclara rápidamente, Beatriz Sarlo que tuvo una larga estadía en el PCR, en tiempos en los que su teoría del doble imperialismo condujo a la organización dirigida por Otto Vargas a una delirante alianza estratégica con el lopezrreguismo y ciertas excrecencias de la derecha fascista peronista). Insiste Sarlo: “Hay que tomar en serio el ‘vamos por todo’. No es un relato, es una explícita declaración de intenciones. No es un subterfugio narrativo para engañar a partidarios ni a enemigos. Es algo que la presidenta y sus leales desean y creen que puede obtenerse. Ir por todo implica no dejar nada a nadie: a los enemigos ni justicia. Así se cierra el círculo vicioso de la virtud jacobina en su versión criolla (…). Cuando la Presidenta ‘va por todo’ pisa el territorio del absoluto. Y el absoluto es siempre bélico, aun cuando las formas de la guerra no sean las de la violencia reaccionaria ni las viejas formas de la revolución [¡Menos mal que Sarlo nos lo aclara porque ya estábamos preocupados! ¡Qué horror ese posible retorno del engendro fascismo-revolución con el que se vuelve a intentar clausurar el giro de la historia después de la asfixia neoliberal! ¡Hay que rescatar a la democracia del virus populista que, hoy y entre nosotros, representa el retorno ominoso del absoluto político!]. La agresividad de los discursos presidenciales, va concluyendo Sarlo, no sería, entonces, sólo efecto de un temperamento político. Si un sujeto político ‘va por todo’, ¿qué queda para otro sujeto que no forme parte de ese afortunado colectivo?” La respuesta el lector ya la conoce: el aniquilamiento. ¿Será posible que alguien que ha atravesado las últimas cinco décadas de la vida argentina y mundial como observadora atenta y que ha sabido darle a su pensamiento un rigor y una sofisticación no menor pueda realmente creer lo que escribe? ¿Tanta simplificación puede ser interpretada apenas como una pérdida de esa rigurosidad o, tal vez, pone de manifiesto hasta dónde puede llegar el prejuicio y la incomprensión de este momento histórico?
Cobra todavía mayor relevancia la crítica anticipatoria que Casullo le había formulado, en textos que ya he citado, a ese intelectual progresista que, en nombre del fin de la historia y de la ruptura radical con los espectros de su pasado, había terminado por confluir con un pensamiento neoconservador más preocupado por enfrentar cualquier intento de reconstrucción de un proyecto democrático popular que por reinventar una tradición que siguiera aspirando a una lógica de la igualdad. En el caso particular de Beatriz Sarlo, el centro indiscutido y obsesivo de su crítica –el kirchnerismo y, en particular, la figura presidencial- la ha colocado del lado de quienes desearían ver concluida una experiencia que reinstaló lo mejor de la tradición heterodoxa, plebeya e igualitarista que llevó dentro suyo el peronismo en sus mejores momentos. Por eso no ha dudado en elegir a La Nación como su tribuna sin desconocer, porque eso sería subestimar su inteligencia, lo que políticamente significa expresar las ideas desde el diario del liberal conservadurismo argentino. Sarlo lo sabe y se afirma en esa decisión profundizando un doble rechazo: a lo inaugurado el 25 de mayo de 2003 bajo la impronta de Kirchner y a sus antiguas herencias izquierdistas, porque su crítica lejos de hacerse desde la izquierda –cosa que sería mucho más interesante- se la hace desde un republicanismo liberal cuyo funcionamiento ejemplar nunca hemos conocido o, mejor dicho, que al plasmarse históricamente en nuestro país lo hizo siempre bajo la forma de la reacción y la represión de los movimientos populares. Hay un oscura inclinación, en el artículo de Sarlo que estoy comentando, hacia la nueva lógica de las derechas continentales que buscan horadar a los gobiernos de matriz popular declarando que se han convertido en un peligro para la vida democrática allí donde ponen en cuestión y debilitan a las instituciones republicanas. Persiguiendo en el kirchnerismo una supuesta herencia teórica afincada en una política de lo absoluto lo que está formulando nuestra articulista no es otra cosa que una alerta ante el peligro totalitario que se encerraría en el actual gobierno. ¿Cuál sería entonces la alternativa ante ese daño que se le estaría infringiendo a la democracia republicana? Sarlo prefiere reservarse, por ahora, la respuesta. El sonido furioso de las cacerolas en noviembre de 2012 guardan algo de lo no dicho).

 

El “relato” del kirchnerismo (forjado, eso dicen, en la supuesta influencia que sobre Cristina Fernández han tenido y siguen teniendo Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, cultores contemporáneos de la categoría schmittiana de “amigo-enemigo”) no sería otra cosa que la última estación de la vieja maquinaria, algo herrumbrada, del “giro totalitario” de los populismos actuales.  La historia de la modernidad guardó, como excrecencia política, la metamorfosis de los proyectos revolucionarios en máquinas de terror totalitario. Lo que no dicen, estos progresistas liberal-conservadores, es que la consecuencia última que se extrae de esta genealogía es que la propia democracia, bajo su matriz popular, lleva en su interior ese germen destructivo que desde siempre habitó en la tradición revolucionaria. Si fuesen consecuentes, como lo viene siendo la derecha europea contemporánea, estarían cada vez más dispuestos a desprenderse de la tradición democrática en nombre de la pureza republicana y liberal. Todavía, para antiguos militantes de izquierda, resulta difícil dar el último paso hacia el sinceramiento político. Sus críticas al experimento popular-democrático kirchnerista apuntan, ya casi sin disimulos, a la restauración bajo la máscara de una república recuperada de su envilecimiento populista.
La consecuencia política directa de este posicionamiento la podemos encontrar reflejada en el espanto que sienten algunos intelectuales autoafirmados como progresistas y/o socialdemócratas frente a la “desprolijidad populista” del kirchnerismo que ha reinstalado la lógica de la beligerancia y la confrontación entremezclando de manera escandalosa lo que debe ser prolijamente separado para que la dinamita no explote. Dándole otra vuelta de tuerca a la hegemonía cultural-política emanada de las nuevas derechas que tanto influyeron sobre la matriz actual del progresismo, Casullo escribe en Las cuestiones: “El ‘bien democrático’, ese disponible hoy en vidriera, elimina culturalmente de antemano lo que debe quedar políticamente afuera, para recién después abrirse a la comprensión de la exclusiva institucionalidad legitimada que quedó. Se postula un mundo sin confrontaciones sociales genuinas ni problemas irresolubles, porque lo que ha sido erradicado es precisamente ese mal: el mal del otro. El enemigo –más publicitado que nunca ahora- se lo nombre como se lo nombre ha quedado afuera de todas las consideraciones, afuera del predio ‘democrático’ comprado a cuotas de mercado: afuera de la única historia que se contabiliza. El consenso que las nuevas derechas buscan imponer republicanamente expulsa cualquier otra historia o sujeto político otro, con respecto a una única lógica democrática, lógica que hoy se ofrece como reaseguro de un mundo sitiado por demasiados ‘extranjeros’ o deportados de ese propio mundo de ‘calidad institucional’ guardada en un country. El modelo de la república liberal tardomoderna permite entonces excluir, ilegitimar, destituir (odiar sin culpa, odiar con o sin conciencia, odiar desde una ‘neoinocencia’ política) lo que debería ser admitido en cambio como un enfrentamiento de intereses nacionales y de clases en un escenario histórico de permanentes litigios sociales”(1).
Maestros retóricos del consensualismo no expresan otra cosa que el pánico bienpensante ante el retorno, inesperado, del litigio por la igualdad, un litigio que, en cada época, adquiere sus propios rasgos. Negada como una anomalía salvaje de la historia la etapa de la revolución, se abrió el camino, desde la lógica del poder hegemónico, para ir desmontando de a poco los contenidos igualitaristas de la tradición democrática y para reintroducir el ideal republicano prolijamente despojado de cualquier herencia plebeya y, ahora, focalizado en la cuestión de las élites y de una suerte de mitificación ahistórica de las “instituciones” (allí está el cruce de frontera generado, a finales de los años 70, por el libro de François Furet –Pensar la Revolución Francesa- en el que no sólo se ponía en discusión los ideales “modernos” emanados del jacobinismo revolucionario, sino que se reducía la propia matriz de la revolución a terror, a punto de partida de los horrores desatados en la peripecia de una modernidad nacida de la Revolución francesa con lo que la propia tradición democrática comenzaba a ser descripta, con astucia y sigilo, en juego con su otrora opuesto, el totalitarismo).
Jacques Rancière ha desarrollado con amplitud esta perspectiva: “En primera instancia, podemos establecer entonces el nuevo discurso antidemocrático. El retrato que traza de la democracia está hecho de rasgos que se adjudicaban hace poco al totalitarismo. Pasa, pues, por un proceso de desfiguración: como si, al haberse vuelto inútil un concepto de totalitarismo que había sido forjado por las necesidades de la Guerra Fría, sus rasgos pudieran ser desarticulados y después recompuestos para rehacer el retrato de lo que era supuestamente su contrario: la democracia. Es posible recorrer las etapas de este proceso de desfiguración y recomposición. Empezó al iniciarse la década de 1980, con una primera operación consistente en poner en entredicho la oposición de ambos términos, y su terreno fue la revisión de la herencia revolucionaria de la democracia. Se enfatizó acertadamente el papel que cumplió una obra de François Furet, Penser la Révolution Française, publicada en 1978, pero sin comprender el doble resorte de la operación efectuada por el autor. Situar el Terror en el núcleo de la revolución democrática era, en el nivel más visible, quebrar la oposición que había estructurado a la opinión dominante. Furet enseñaba que totalitarismo y democracia no son verdaderos opuestos. El reinado del terror estalinista ya estaba anticipado en el del terror revolucionario. Ahora bien, este último no constituía un traspié de la Revolución, sino que era consustancial con su proyecto, una necesidad inherente a la propia esencia de la revolución democrática.
Deducir el terror estalinista del terror revolucionario francés no tenía en sí nada novedoso. Este enfoque podía integrarse en la clásica oposición entre democracia parlamentaria y liberal, fundada en la limitación del Estado y la defensa de las libertades individuales, y la democracia radical e igualitaria, que sacrifica los derechos de los individuos a la religión de lo colectivo y a la furia ciega de las multitudes. La denuncia renovada de la democracia terrorista parecía conducir, pues, a la refundación de una democracia liberal y pragmática emancipada, por fin, de los fantasmas revolucionarios del cuerpo colectivo”(2). Rancière continúa con agudeza su análisis internándose por otros territorios que nos llevan hacia otros problemas, el carácter contrarrevolucionario de la crítica que inmediatamente de desencadenada la Revolución Francesa surgió como paradigma de lo que sería la tradición del pensamiento político conservador, y que hacía hincapié en que aquello que había venido a disolver el terror jacobino no eran las libertades individuales sino las tramas de las viejas solidaridades que garantizaban el orden y la convivencia. Esto nos lleva hacia otras discusiones que no tengo espacio para desarrollar acá.
La crítica del papel de las multitudes sería una constante de esa línea liberal; una crítica que volvía a recoger la herencia del desprecio de las élites de finales del XIX hacia los desafíos que provenían de las masas plebeyas pero que también se vinculaba, más subterráneamente, a la matriz contrarrevolucionaria del conservadurismo de finales del siglo XVIII y principios del XIX (más de un progresista se sentiría algo perturbado al “descubrir” esta insospechada filiación). En el capítulo “Conductores de almas” de su magnífico libro, Destinos personales. La era de la colonización de las conciencias, Remo Bodei se detiene con erudición en el análisis de la figura de Gustave Le Bon, el teórico más influyente de la segunda mitad del siglo XIX en relación a la cuestión de las masas y de su papel determinante en los acontecimientos de la modernidad. Psicología de las multitudes fue, probablemente, uno de los libros más leídos de su tiempo alcanzando una influencia que atravesó de lado a lado los grandes debates políticos e involucró, de un modo sorpresivo, tanto a cultores de una visión de derecha como a cultores de una visión de izquierda. Analizar el fenómeno de las multitudes sería un tema caro a la generación de finales de siglo XIX y estaría decisivamente presente en las obras de Emile Durkheim, de Max Weber y del propio Sigmund Freud, por citar sólo a los más encumbrados. Se trataba, en última instancia, de pensar con categorías racionales la emergencia escandalosa de los fenómenos irracionales cuyo punto de inflexión se encontraba en la irrupción volcánica de las masas (sigue siendo un clásico de permanente consulta el libro Conciencia y sociedad de Stuart Hughes en el que el autor estadounidense se interna en el núcleo paradigmático que caracterizó a la generación pospositivista). Remo Bodei destaca que la preocupación por el comportamiento de las multitudes ya había surgido durante la Revolución francesa (al menos eso se encuentra visible en Madame de Staël y Michelet). “Pero es inmediatamente después de la Comuna de París que, en Francia, el fenómeno cobra prepotentemente nueva actualidad y entra en el más amplio circuito del debate público, sobre todo gracias a Taine. Los disturbios y la crueldad de los comuneros, sumados a la feroz represión de las tropas gubernativas de Thiers, dejan un surco de sangre que por decenios divide  profundamente a la sociedad francesa (y a la cultura europea) en dos campos adversos. La matanza, prisión y exilio de más de cien mil parisinos por parte de los versalleses expresa una feroz actitud de clase…”3. Queda claro en la genealogía que presenta Bodei que la Comuna de París produjo un profundo terror en las clases dominantes que se transformó, una vez derrotada la experiencia comunera, en una represión salvaje que se hizo en nombre de la racionalidad republicana contra la emergencia barbárica de las masas plebeyas que, como en los tiempos oscuros de la Revolución francesa, habían saltado todas las barreras y habían destruido el orden. Le Bon contribuyó, con su obra, a auscultar el latido de las multitudes, a analizar las diversas formas de la seducción allí donde el discurso de la época homologó masas y sentimentalidad irracional, multitudes y pasiones primitivas. Mussolini, como se sabe, haría una atenta lectura de Psicología de las multitudes.
Es probable que la irradiación de estas posiciones ligadas al clima positivista y al cientificismo hiperracionalista predominante en la segunda mitad del siglo XIX siga impregnando la visión que el “sentido común” tiene, en la actualidad, de las masas y de sus amenazas. La sistemática construcción que desde las esferas del poder se hizo de esta saga teórica, de esta persistente denuncia del papel de las multitudes en la historia, ha contribuido, como pocas, a reducir la conducta de los incontables a mera gestualidad instintiva y a vehículo de una violencia irracional que amenaza la vida y la seguridad de los ciudadanos honestos. Esta herencia está presente en la cobertura que los medios de comunicación hacen de los conflictos sociales. Pero también está presente en el prejuicio que se ha extendido en el interior de los bienpensantes, de aquellos que, en su ya lejana juventud, se sintieron atraídos por la irradiación que emanaba de las multitudes y que, transcurridos los años y los giros espectaculares de época, terminaron por acercarse, bajo una nueva forma de la sospecha, a los antiguos prejuicios desde siempre movilizados por la burguesía y que encontraron una cristalización exponencial en la subjetividad de cierta clase media inclinada a ver el mundo con ojos prestados. A mí me ha interesado particularmente recorrer críticamente las metamorfosis que se dieron en la vida de los intelectuales confrontando, esos cambios, con la otrora impronta de la revolución. Lejos de la sorpresa que muchos manifiestan ante el supuestamente inesperado giro de antiguos progresistas (desde periodistas a intelectuales de origen académico que, en décadas pasadas asumieron posiciones de fuerte crítica al sistema) se puede reconstruir la trama cultural-política que hizo y hace posible esos travestismos. Una trama signada por la derrota y el fracaso de la revolución pero también atravesada por el “efecto fascinación” que proviene del propio capitalismo entremezclado con una alquimia en la que se reúne cinismo, renuncias múltiples y acomodamiento a la lógica de un tiempo implacable y concebido como inmodificable. La resignación queda atada a una lectura devastadora que no sólo busca describir el naufragio de los ideales revolucionarios sino que, a modo de justificación post mortem, intenta reducir, a esos mismos ideales, a materia prima de los totalitarismos contemporáneos. Abandonar la teoría de la revolución se convierte, por lo tanto, y en la perspectiva de estos neoprogresistas liberales, en un gesto virtuoso transformado en cabeza de playa de un desmantelamiento en toda la regla de esa tradición ahora rechazada y denunciada como cómplice de crímenes aberrantes. Los populismos sudamericanos actuales serían, desde esta mirada hipercrítica, la última estación del “absoluto político”, el punto de inflexión de una historia cargada de un maniqueísmo autodestructivo que acabará, eso piensan, por dañar a la democracia. Oscuras, demasiado oscuras son las consecuencias políticas que se pueden extraer de este salvaje reduccionismo fácilmente cooptado por una estrategia de la derecha continental que sí entiende los peligros que, para su poder hasta ahora hegemónico, portan los nuevos procesos populares democráticos que se vienen desarrollando en Sudamérica.
Redefinir la idea de “pueblo”, dándole otra significación histórica hasta desmontar pacientemente sus contenidos emancipatorios, sería otra de las inquietudes de los críticos neoliberales que terminaron de hacerse fuertes en el tránsito de la década del setenta a la del ochenta cuando la noche de los ideales revolucionarios parecía ocupar toda la escena del mundo. Constituye una tarea no menor reconstruir, bajo nuevas perspectivas, una tradición, la popular democrática, que también ha dejado sus males en su travesía por la historia; hacerlo implica, también, recuperar lo mejor de la idea republicana pero entramándola con aquella otra proveniente de las canteras del igualitarismo.  “Desde el antipopulismo se tiende –escribe Casullo haciéndose cargo de la necesidad de indagar los núcleos decisivos de esta tradición- de manera ideal a un drástico corte entre lo político y lo social histórico, para afirmar la especificidad de lo político dada por los contenidos ‘propios’ de esa actividad. De tal modo, la autonomía de la política deviene en escrituras vaciadas de lo político. Hay como un sueño laico, incontaminante, en el liberalismo político, teórico y propagandístico. Lo político debe crecer y pensarse casi extranjero a los problemas ‘sociales’ del hambre, la miseria, la falta de trabajo, de vivienda, de salud, dimensiones que, si predominan, impiden pensar auténticamente ‘lo político’. Lo político se entiende entonces como extraño a la precisa e intransferible memoria cultural de esos mundos simbólicos que producen las nuevas resistencias y lo nuevo protestatario”. Casullo sigue tensando la cuerda de su interpretación crítica de una tradición política, la liberal, que ha construido una muralla para separar el reino de las instituciones republicanas de las acciones desordenadas y siempre desafiantes que provienen del mundo social popular. “Cosmovisión que expone –continúa con lucidez implacable- el paternalismo autoritario liberal, de parte de ideologías que desvinculan sus ingenierías políticas de estas realidades sociales a las que piensan y estudian generalmente como lo otro subjetivo que patologiza la buena marcha de la democracia, para concluir arendtianamente que la cuestión social que se agita demasiado en lo público es peligrosa para la vida política. Sucede que el pensamiento liberal rechaza la esencia de lo político: rechaza que precisamente el desfasaje entre discurso político, ideológico y teórico con respecto a la realidad social –instancias que nunca ‘encajan’- sea la única madre del pensar y el hacer político”.(4)


 

El posicionamiento de Casullo a partir de la llegada de Néstor Kirchner al gobierno y su compromiso al fundar Carta Abierta en abril de 2008 se relacionan directamente con su crítica del liberalismo y del institucionalismo republicano que, ya lo había señalado con anterioridad, habían hegemonizado no sólo la vida política oficial sino que también habían penetrado hondamente en un sector no menor de la intelectualidad progresista. En el tiempo histórico caracterizado por la transformación de la revolución como pasado se trataba, en Nicolás Casullo, de estar atentos a las nuevas señales que pudieran provenir de un campo popular portador, quizás sin saberlo, de un giro capaz de reconstruir una tradición emancipatoria. Él vio en Kirchner esa señal y esa oportunidad que, de eso tampoco tenía dudas, sería brutalmente rechazada por el establishment económico-político una vez concluida la etapa    de la  salida   del infierno posterior a la crisis del  2001-2002  en  que  toda 

representación política había sido duramente cuestionada por una sociedad a la deriva. También comprendió que su ir a contrapelo de las modas culturales y académicas a partir del tiempo abierto por la recuperación democrática, su aguda crítica de las tradiciones modernas sin abandonar por inactual esa historia para doblegarse ante los cantos de sirenas del posmodernismo y su rechazo visceral y reflexivo de la opción institucionalista y liberal de una parte no menor del arco intelectual argentino, lo habían preparado para comprender cabal y acabadamente la densidad de lo que se inauguraba inesperadamente en mayo de 2003 y que alcanzaría su punto de inflexión cuando se desató la disputa con el sector agromediático en marzo de 2008. Casullo llegó a participar activamente de ese renacido entusiasmo político afirmando el contenido de sus ya largas críticas a la despolitización neoliberal, al hundimiento prostibulario del peronismo bajo el travestismo menemista y a la conversión liberal conservadora del progresismo una vez que se demostró los límites de la experiencia de la Alianza. El kirchnerismo, un nombre que recién comenzaba a pronunciarse, representó para él ese punto de giro de la realidad nacional hacia una escena que muy pocos hubieran imaginado que volvería a ser posible en nuestro país. Para algunos se convirtió, esa aparición inesperada, en el inicio de una oportunidad antes saqueada por los giros inclementes de la historia; para otros, instalados en el cuadrante neoconservador pese a sus antiguas filiaciones izquierdistas, se trataba del retorno de una saga maldita que, como un hilo secreto y perverso, unía los destinos del jacobinismo (punto de partida de los totalitarismos modernos) con la irrupción neopopulista del kirchnerismo, otro nombre para la misma inflexión antirrepublicana y autoritaria. De extrañas piruetas y travestismos está hecha la compleja deriva de la historia.



(1) N. Casullo, Las cuestiones, op. Cit., pág. 381.

(2) Jacques Rancière, El odio a la democracia, Amorrortu, Buenos Aires, 2006, págs. 25-27.

(3) Remo Bodei, Destinos personales. La era de la colonización de las conciencias, el cuenco de plata, Buenos Aires, 2006, pág. 339

(4) N. Casullo, Las cuestiones, págs. 223-224.



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