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Diez años de kirchnerismo, la identidad del cambio de época

 

IEl kirchnerismo cumple diez años en el gobierno. Abordar el fenómeno de una identidad es también ocuparse de las tensiones que esta incuba. Los conflictos latentes son, precisamente, latidos de eso que está allí, vivo y que nos interroga a borbotones. ¿Qué es el kirchnerismo? ¿Qué sujeto político fue capaz de crearlo? ¿Cuánto de las viejas tradiciones superviven en sus nuevos símbolos, rituales y propuestas? ¿Qué etapa del kichnerismo es el cristinismo? ¿Es La Cámpora su virginal legado? ¿Unidos y Organizados viene ser el partido de la revolución?



Por Roberto Caballero

(para La Tecl@ Eñe)

El kirchnerismo cumple diez años en el gobierno. De la democracia recuperada en 1983, puede decirse que uno de cada tres días fue kirchnerista. Se trata de un dato calendario objetivo, al que podría agregarse que este movimiento político gobierna el último tercio, el más alejado temporalmente hablando de la dictadura cívico-militar, pero donde ese pasado trágico fue interpelado con mayor fuerza y desde el propio Estado. Precisamente, uno de los elementos centrales de la identidad kirchnerista, inexistente en el plano nacional hasta el 2003, es el claro posicionamiento que asumió frente a las secuelas del genocidio setentista. La escena que muestra a Néstor Kirchner ordenando bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar, el discurso en la ONU donde se declara hijo de las Madres y Abuelas, el pedido de perdón a las víctimas en la ex ESMA, la derogación de las leyes de impunidad que impedían el juzgamiento de los represores y el apoyo oficial a la búsqueda de los nietos apropiados, entre muchas otras decisiones, constituyen hitos democráticos que se explican por sí mismos. Pero quizá lo más relevante, en términos estrictamente políticos, es que el kirchnerismo recogió banderas que pertenecían por historia al movimiento de derechos humanos y las adoptó como propias una vez que llegó a la cima del Estado. En términos simbólicos, el kirchnerismo se puso el pañuelo. Un kirchnerismo sin el apoyo de Madres, Abuelas e Hijos, ¿sería kirchnerista? La respuesta más rápida que surge es negativa. El amplio abanico de fuerzas que se referencian en el partido gobernante o apoyan el modelo no necesariamente le asigna esa misma centralidad a los derechos humanos, pero saben que es una condición innegociable para declararse cien por ciento kirchnerista. Por eso, a diez años de la asunción de Néstor Kirchner como presidente, es interesante preguntarse sobre la identidad del sujeto político que apoya sus políticas transformadoras, que lo llevaron del 22 por ciento de los votos originales al 54 por ciento de la última elección presidencial, es decir, a consolidarse como mayoría.
Ya se dijo que el kirchnerismo es simbólicamente inescindible del pañuelo, como parte de su legitimidad fundacional. Pero también expresa la recuperación del Estado y sus atribuciones como fuerza equilibrante en una sociedad desigual como la capitalista, después de una crisis como la del 2001, que había dejado a uno de cada cuatro argentinos desocupado y a dos tercios de la población general en la pobreza, sino en la indigencia. El kirchnerismo fue el envase epocal que reunió a todos los agredidos y excluidos por el neoliberalismo de los ’90. La posibilidad concreta de que un gobierno administre en función de las mayorías populares, limitando la voracidad de los grupos concentrados de la economía. Lo que se conoció como “la batalla por la 125” fue eso. Una pelea por ver quién dirigía y en qué sentido el cambio de época que se estaba operando, si el Estado democrático o los sectores corporativos. Aunque perdió, el kirchnerismo salió cohesionado ideológicamente de esa confrontación. Pudo demostrar que los que le hacían la guerra por las retenciones, la Sociedad Rural, Clarín y la Argentina conservadora, eran los mismos que había integrado la pata civil del genocidio, uniendo dos cabos de una historia que aparecía fragmentada en la discusión democrática de los últimos 25 años. Ser kirchnerista pasó a ser, entonces, además la posibilidad de participar de una disputa en serio contra aquellos privilegiados que impiden desde siempre una sociedad más justa. Las viejas tradiciones de lucha del pueblo argentino convergieron a la cita resucitadas por un kirchnerismo que, hay que reconocerlo, dio el debate de cara a la sociedad y de cara a la historia. Ya no solo eran los pañuelos, ahora también la pelea por un orden igualitario, emancipador, democratizador de la sociedad en su conjunto. Exhumando la palabra monopolio de los antiguos libros para ponerla a pelear en el presente. Ese fue el comienzo de otra etapa en la constitución de su identidad: la batalla cultural. Tal vez, la fundamental en materia ideológica. Ahí surgió Carta Abierta, una vertiente intelectual de inconmensurable valor que le aportó al kirchnerismo densidad teórica, complejidad de pensamiento al rudimentario acierto por olfato que caracterizaba a su conductor. Fue de tal intensidad ese momento de la 125, que unió a Hebe y a Carlotto, a Hugo Moyano y a Hugo Yaski, a Ricardo Forster y a Horacio Verbitsky, a Daniel Scioli y a Martín Sabbatella detrás de la defensa del gobierno. Y un dato para nada menor, por el contrario, sustancial para el análisis: también a un montón de gente de a pie, de diversas tradiciones y linajes, que provenían de la izquierda clásica, el progresismo y el peronismo doctrinario, que habían escapado del posibilismo que dominó los dos primeros tercios del proceso democrático, y reaccionaron involucrándose nuevamente en “la política”, ese hecho maldito del país conservador. Y lo hicieron involucrándose con “el kirchnerismo”, que los interpeló en esa encrucijada.
Por eso, la identidad kirchnerista se hizo cargo de los pañuelos, pero también de una historia de luchas y tradiciones emancipatorias, que incorporan y resignifican la reivindicación de los derechos humanos. Que la ponen en un contexto político, histórico, cultural, regional y económico. La Ley de Medios, el Matrimonio Igualitario, la estatización de las jubilaciones, la recuperación de YPF, el desendeudamiento, el No al ALCA y la creación de UNASUR –que lo tuvo a la cabeza de la integración latinoamericana- son todos peldaños de una identidad en construcción, que hoy llamamos casi naturalmente kirchnerismo, pero que hace diez años no existían como unidad conceptual militante. No, al menos, en la dimensión interactiva que hoy se le atribuye.

¿Se trata, entonces, de la identidad definitiva que asume el movimiento nacional y popular de nuestro país? Si, por qué no. En este presente, aunque nunca podemos saber qué ocurrirá en el futuro, que siempre es un acertijo. Los peronistas del ’45, por ejemplo, no imaginaban que casi tres décadas después, fruto de los fusilamientos, la persecución, la cárcel, el decreto 4161, la influencia internacional, habría una tendencia revolucionaria juvenil que disputaría al propio Perón el sentido y la conducción del movimiento que él había fundado. No estaba en los planes de nadie, pero ocurrió.

Abordar el fenómeno de una identidad es también ocuparse de las tensiones que esta incuba. Los conflictos latentes son, precisamente, latidos de eso que está allí, vivo y que nos interroga a borbotones. ¿Qué es el kirchnerismo? ¿Qué sujeto político fue capaz de crearlo? ¿Cuánto de las viejas tradiciones superviven en sus nuevos símbolos, rituales y propuestas? ¿Qué etapa del kichnerismo es el cristinismo? ¿Es La Cámpora su virginal legado? ¿Unidos y Organizados viene ser el partido de la revolución?
Lo primero que puede decirse es que el kirchnerismo es una fuerza habilitante de este cuestionario inédito, lo que no es poco. No pasa con otras identidades políticas anquilosadas. Herencias muertas que no dicen mucho. Pasa con esta. Una en la que conviven en su interior sectores con aspiraciones diversas. Desde los que suponen que el kirchnerismo es el peronismo del Siglo XXI, a otros –izquierdistas, progresistas, de centroizquierda- que jamás se asumirían como peronistas, ni siquiera en su moderna y democratizadora versión K. Y, sin embargo, en esto el kirchnerismo se parece al peronismo, que también fue un envase de época que cobijó a radicales yrigoyenistas, socialistas, sindicalistas, feministas, católicos ultramontanos y ácratas anticlericales. Porque más que a un dogma, antes y ahora, se sienten convocados a una acción. Ocurrió con Perón, pasa con Néstor y Cristina Kirchner.


Como en el Espíritu Santo, el kirchnerismo es varias cosas en una. Es tan cierto lo que dice el peronismo doctrinario sobre él, como absurdo negarle verdad o precisión a las definiciones que despliegan las alas progresistas o no peronistas que lo integran con idéntica presencia y energía. El sujeto político del kirchnerismo no es dogmático: es fruto de una praxis. Es un hacer más que un ser. Que conjuga símbolos de la resistencia y responsabilidades de gestión estatalista, que eran imposibles de zurcir desde el discurso público hasta hace unos años. Fue el kirchnerismo el que puso a los jóvenes a hacer en el Estado, a esos mismos jóvenes que antes cortaban calles o quemaban cubiertas como afectados de políticas que no los tenían en cuenta. El trasvasamiento generacional ya no es un propuesta lírica que aparece en las películas sepias de Solanas y Gettino. Es una necesidad de la identidad kirchnerista para no ser carcomido por los efectos corrosivos de esta década de confrontaciones indispensables. Crear cuadros para consolidar lo avanzado. Decía Jauretche que las batallas se ganan con los nuevos. Pero es cierto que el despliegue de La Cámpora, por ejemplo, produce alguna urticaria entre el kirchnerismo social e inorgánico, ese vasto frente que apoya las políticas públicas del gobierno con más vocación y sentimientos que convicción de obedecer. Baja como una orden hacia los desordenados que pensaban esta inorganicidad como una virtud. Como un síntoma gratificante de la amplitud infinita del movimiento. Se podía ser kirchnerista de la forma en que uno quisiera o pudiera. Lo sigue siendo. Pero la lección que recibió Moyano fue implacable. No basta con enumerar los méritos propios para ser o sentirse kirchnerista, también hay que entender y aceptar la sincronía que propone la conducción, porque la identidad kirchnerista no admite la dualidad en el mando. No se puede exigir el loteo del espacio común para sentirse parte. Eso no lo entendió Moyano. Se quedó sin CGT y, lo peor, se quedó sin kirchnerismo. La Cámpora llegó para quedarse, junto a los que ya estaban y quieran seguir estando. Cristina Kirchner, además de pasión, exige la coordinación de la inteligencia aplicada a los hechos. A eso llamó “sintonía fina”. Porque ella, como estadista, ve mucho más lejos que el resto. Ella ve la realidad tal y como es, no como la imaginan sus militantes. Es ella la que lidia cara a cara con los bancos, con Clarín, con Techint, con los fondos buitres y con la ineptitud o corrupción de la propia burocracia estatal. ¿Quedó clausurada la posibilidad del disenso en esta etapa? ¿Se cierra el kirchnerismo sobre sí mismo y abandona a su suerte a los que acompañaban con matices propios? Sería una manera mezquina de verlo. Ninguno de los grupos que integran el conglomerado oficial perdió algo en esta década. Ni el movimiento de derechos humanos, ni los intelectuales k, ni el sindicalismo, ni los sectores industrialistas que apoyan el modelo. Por el contrario, todos están mejor. No hay política de Estado -ese Estado que todos ellos ayudaron a poner de pie-, que no los contemple ni los escuche ni los ampare. Eso se debe a una sola cosa, que merece reconocimiento político: la conducción de Cristina.
Que de modo provechoso, además, reúne a gente que piensa distinto. Es una marca de pluralidad que otros no tienen. Clave en su conformación identitaria. Como en el caso del Papa Francisco: nadie pone en duda las investigaciones insustituibles de Horacio Verbistky sobre la complicidad clerical con la dictadura, del mismo modo que Guillermo Moreno, Emilio Pérsico o Julián Domínguez pueden sentirse felices porque un Papa “peronista” llegó al Vaticano. Qué decir de Horacio González, que apremiado por la noticia dio una clase magistral de historia y política en la Biblioteca Nacional, que hay que ver una y otra vez para aprender y ser mejores. Todas, sin embargo, son visiones kirchneristas. Saldó, en este caso, Cristina como presidenta, porque las responsabilidades de una Jefa de Estado son de otra envergadura. Trascienden, a veces, la opinión y el gusto personal, se inscriben en escenarios estratégicos donde pesan asuntos de interés que exceden las miradas individuales, por legítimas o indispensables que estas sean. Los que se entusiasmaron con la profundización de estas diferencias siguen sin comprender algo básico: esa disparidad no es dramática, por el contrario es la fibra enriquecedora del movimiento que en diez años cambió la Argentina.


Si política es el arte de articular lo diverso, no es casualidad que el kirchnerismo dispute la hegemonía de los grupos concentrados como lo está haciendo, defendiendo el interés de las mayorías por sobre el de las corporaciones. A una democracia de baja intensidad de casi dos décadas, signada por el alfonsinismo posibilista, el menemismo entreguista y el delarruismo como continuidad del desastre, el kirchnerismo le sumó una agenda de propuesta, trabajo y realizaciones que volvió a poner en valor la soberanía popular, en definitiva, la democracia entendida como restitución de derechos para todos y todas, en un mundo en crisis. Un proyecto nacional inclusivo, al fin de cuentas.
Pronosticar qué va a suceder con el kirchnerismo dentro de veinte años es hacer futurología. Pero cualquier estudioso podrá decir que la identidad que asumió el cambio de época en nuestro país después de la debacle y la casi disolución nacional del 2001, fue orgullosamente kirchnerista y militante.
Quizá sean recordados como los nuevos años felices. O tal vez sigan siéndolos, quién lo sabe. Eso no depende tanto de Cristina. Más bien es cosa de todos nosotros.





 

*Periodista. Conductor de Mañana es Hoy, Radio Nacional.

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