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A raíz de la aprobación parlamentaria de la Ley de Comunicación un vendaval político internacional se lanzó sobre Ecuador. Las condenas, objeciones y críticas tienen un origen muy variado: van desde los empresarios propietarios de medios y sus gremios locales e internacionales a funcionarios de organismos multilaterales, entidades que dicen ser defensoras de la libertad de expresión y académicos de varios países. También figura en la lista el gobierno de Estados Unidos, en el papel que comúnmente se atribuye en el mundo:  Protector del respeto a las libertades y los derechos humanos.

 

Por Hugo Mulerio*

(para La Tecl@Eñe)

Vendaval sobre Ecuador 

Un vendaval político internacional se lanzó sobre Ecuador a raíz de la aprobación parlamentaria de la muy demorada Ley de Comunicación, retrasada por cuatro años a despecho del doble mandato institucional y político que demandaba aprobarla, la Constitución reformada –con pronunciamiento popular- y un referendo en el que la mayoría de los votantes pidió la sanción de esta norma y definió algunas de sus características, respondiendo por sí o por no a preguntas específicas.

 

   Las condenas, objeciones, críticas y expresiones de preocupación tienen un origen muy variado: van desde los empresarios propietarios de medios y sus gremios locales e internacionales a funcionarios de organismos multilaterales, entidades que dicen ser defensoras de la libertad de expresión y académicos de varios países. También figura en la lista el gobierno de Estados Unidos, en el papel que comúnmente se atribuye en el mundo, vigilante del respeto a las libertades y los derechos humanos por más que los pisotea sin descanso en todo el planeta, incluso fronteras adentro, porque mucho hay para examinar sobre la vigencia real de la libertad de expresión en Estados Unidos, aunque éste sea un aspecto de la cuestión ante el cual enmudecen de manera más que sospechosa la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), los organismos de la OEA y la ONU, relatores y relatorías y las entidades que, como Human Rights Watch y el Comité Para la Protección de los Periodistas, derrochan valor y coraje para incursionar a favor de las libertades en el patio trasero.

 

   Así como variado es el origen, muy variadas son las intenciones, aspecto que en parte es bastante sencillo desmalezar, porque a estas alturas pocos pueden darse por no enterados respecto de los propósitos de las patronales de prensa y de la SIP ante los gobernantes latinoamericanos a los que odian y buscan incansablemente destituir. En cambio, hay otro segmento en el que la intención de la crítica o la condena es bastante más enigmática.

 

   Las preocupaciones principales que se vienen conociendo se detienen en las previsiones relativas a los contenidos de los medios involucrados en la Ley de Comunicación de Ecuador, es decir todos, parque a diferencia de la Ley 26.522 de Argentina, la norma ecuatoriana concierne también a la prensa escrita. En ese terreno, consiguió gran repercusión en la prensa tradicional del continente la toma de posición de la relatora especial para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Carolina Botero. Ella declamó “enorme preocupación” por el artículo 73 de la ley, que dispone que todos los medios tienen la obligación de incluir un defensor del lector, oyente o televidente. La designación de estos defensores está a cargo, mediante concurso público, del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, un organismo creado por la Constitución y dotado de autonomía. Pero Botero comenzó por tergiversar los datos al definir como preocupante que “ la Ley pueda introducir en los medios de comunicación personas elegidas mediante concursos diseñados e implementados por el Estado, con el poder de vigilar e intervenir en los contenidos de dichos medios”.

 

   Esta manipulación de los datos, tan propia de la práctica periodística más condenable, se puede entender sólo por la supeditación a los viejos y dañosos mitos de la tradición mediática que presume ser de raíz liberal y que Botero termina por confesar cuando expresa que “es una decisión de cada medio la adopción de su código de ética y de los mecanismos para hacerlo efectivo”. La exaltación de esta variante lleva a deducir que se considera siempre mejor que los medios tengan su código de ética y su forma propia de controlar la aplicación antes de que asome el monstruoso Estado, con sus garras pestilentes y  terroríficas. Haciendo la traslación de la postura, se induce a pensar entonces que aquellos medios que se autorregulan están un paso adelante en su desempeño ético respecto de aquellos que no lo hacen y ni hablar, ¡Dios nos proteja!, de que se ocupe de impulsarlo el Estado.

 

   Botero es nacida en Colombia, donde los medios audiovisuales también están obligados por Ley a instituir la figura del defensor, sólo que los designan ellos. Es decir, es cada empresario quien resuelve el nombre de aquel o aquella que va a controlar su desempeño ético. La relatora haría bien en preguntarse si el conjunto de medios colombianos que goza de esta supuesta ventaja comparativa y que no padece la amenaza monstruosa de la injerencia del Estado se luce con un desempeño periodístico ético que, por caso, se haya diferenciado claramente del poder y haya querido o podido denunciar el fenómeno que permitió que el narcoterrorismo se hiciera de la presidencia del país por medio de Álvaro Uribe. También que haya puesto en evidencia las implacables maniobras de hostigamiento a los pacifistas colombianos y cómo, con su libre desempeño, desnudó el conjunto de maniobras que durante el uribismo hizo que cada dirigente que osara objetar al militarismo gubernamental fuera arrinconado y perseguido, estigmatizado como cómplice de las FARC, en operaciones de las que la ex senadora Piedad Córdoba, privada del cargo para el que fue elegida por voto popular, es una de las víctimas más visibles, aunque no la única. Si los medios autorregulados hicieron todo esto, y si denunciaron la compra de votos legislativos para lograr la re-reelección de Uribe y la apropiación de tierras y de recursos mineros a favor de las multinacionales y la infinidad de asesinatos cometidos por el Ejército, costaría entender cómo este presidente dejó el cargo con altísimos índices de popularidad y de hecho impuso a su sucesor, con quien después parece haberse distanciado.

 

   Quienes agitan el fantasma del intervencionismo estatal se destacan por lo común por su admiración incondicional a lo que sucede en Estados Unidos, donde dicen creer ver medios que actúan sin ninguna interferencia ni influencia del Estado, autorregulados, transparentes, éticos. No parece coincidir esta imagen con el hecho de que más del 50 por ciento de los norteamericanos creyera que hubo iraquíes involucrados en los atentados terroristas contra las Torres Gemelas justo en el período en que Irak y sus gobernantes fueron demonizados por el poder de turno, esto es la presidencia de George W. Bush, cuando se proponía lanzar el ataque para ocupar su territorio. Triste recuerdo constituye para el periodismo una disculpa tardía del siempre elogiado The New York Times, por no haber desconfiado jamás del discurso del poder político y militar sobre las nunca halladas armas de destrucción masiva en poder de Irak.

 

   En suma, no parece que los dilemas éticos de los medios de comunicación se resuelvan con la ecuación ramplona según la cual funcionarán mejor estando libres de toda regulación estatal. No lo demuestran las historias recientes de operaciones políticas contra gobiernos elegidos democráticamente, los que cayeron –Paraguay, Honduras-, los que resistieron –Bolivia, Ecuador, Venezuela-. Operaciones políticas que habrían podido consumarse sin el soporte de buena parte de los medios privados –y autorregulados- de difusión. Así, hace falta algo mejor que recurrir a viejas mentiras para discutir con seriedad lo que propone la Ley de Comunicación de Ecuador.

 

*Periodista. Miembro de la Comisión Directiva de COMUNA. Co-autor del Libro “Los Garcas”

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